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El Estado de Bienestar y sus campeones

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Defiende Vicenç Navarro en la introducción del estudio autocalificado como «anuario social»Vicenç Navarro (dir.), La situación social en España, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005., y que él mismo ha dirigido, que su pretensión es ofrecer un «cuerpo riguroso de conocimientos e información sobre el Estado de Bienestar», lo que invita a esperar que no sólo habría de proporcionarnos información relevante sobre componentes clásicos del llamado Estado de Bienestar, tales como las políticas de protección social, pensiones, ayuda familiar, vivienda, educación, sanidad, mercado de trabajo, etc., sino que lo haría de forma «rigurosa». Supondríamos, por tanto, un trabajo descriptivo, razonablemente objetivo, y desprovisto de cualquier juicio de valor de carácter ideológico.

Por tratarse de una obra colectiva, es inevitable que los distintos capítulos tengan no sólo calidad diversa, diferente volumen de información, y dispar profundidad de tratamiento, sino también distintos niveles de subjetividad a la hora de evaluar la situación de nuestro país en cada área, sus causas y las posibles medidas de corrección. Pero, en cualquier caso, sería misión del director de la obra –pensamos– velar por la objetividad, la ausencia de prejuicios ideológicos y el carácter «riguroso» de la información y de las opiniones suministradas al lector, cualidades todas ellas que habrían de brillar especialmente en el capítulo resumen que, con el título de «Panorama general», encabeza la obra y que centra la atención de este comentario.

La idea de publicar una obra que ofreciese, de forma clara, ordenada y completa, los datos relevantes sobre el Estado de Bienestar en España era y es, en sí misma, muy acertada. Se queja el profesor Navarro de que en España existan varios anuarios económicos, pero no, en cambio, ningún anuario social (hasta que llegó el suyo), lo cual demuestra lo meritorio de su trabajo, por si alguien no se había dado cuenta. No es cierto, sin embargo, que el lector interesado no dispusiera antes de información sobre todas las materias que aborda la obra (llámese o no «anuario social»), pero como los estudios sobre la educación, la sanidad, la vivienda o las pensiones –por citar sólo algunos temas– nunca sobran, bienvenidas sean todas las publicaciones que se nos ofrezcan. En este sentido, la dirigida por Navarro parecería en principio merecedora de una calurosa bienvenida.

 España se gasta en protección social (gasto público social en transferencias y en servicios públicos, excepto educación) sólo el 20% del PIB,
frente al 27,5% de la UE

Lamentablemente, el libro que comentamos va mucho más allá de un mero estudio, serio y objetivo, del estado de la cuestión. Se trata de una obra colectiva, y no es posible, por tanto, valorar por igual todos los capítulos ni todos los autores. Sin embargo, si entendemos que el propósito de la misma se recoge en el capítulo de recapitulación general firmado por su director, debemos forzosamente concluir que no nos encontramos ante un anuario en el sentido clásico del término, sino ante un texto de opinión, que no sólo describe las múltiples patas de ese ciempiés llamado Estado de Bienestar, sino que formula abundantes juicios de valor, denuncia culpables, ofrece soluciones y dicta pautas de política económica.
Las tesis del profesor Navarro –puesto que claramente estamos ante una obra de tesis, y conviene que lo sepa el lector– pueden resumirse del siguiente modo:

1. El Estado de Bienestar en España es escaso. Su volumen, en comparación con el de la Unión Europea de quince miembros, es reducido tanto en términos absolutos como en porcentaje del PIB. Según el profesor Navarro (p. 25), España se gasta en protección social (gasto público social en transferencias y en servicios públicos, excepto educación) sólo el 20% del PIB, frente al 27,5% de la UE-15 (datos de 2001). «España está a la cola de la Unión Europea –después de Irlanda– en gasto de protección social», afirma el profesor Navarro, y «gasta mucho menos de lo que le corresponde» por su nivel de riqueza (se sobreentiende que el nivel que «le corresponde» es exactamente el mismo que la media de la Unión Europea).

2. España tiene un «Estado de Bienestar polarizado», en el que la población de renta superior utiliza los servicios privados (en enseñanza, sanidad, etc.), mientras que las «clases populares» [sic] recurren a los servicios públicos.

3. La causa del «subdesarrollo» del Estado de Bienestar debe buscarse, según el profesor Navarro, en la dictadura franquista, que se caracterizó por su enorme insensibilidad social (a la muerte del dictador, el gasto público social representaba sólo el 14% del PIB). A partir del advenimiento de la democracia, el gasto público social creció considerablemente en términos de PIB, pero a partir de 1993 los sucesivos gobiernos (notablemente los conservadores) prefirieron adoptar políticas presupuestarias encaminadas a eliminar el déficit público, en lugar de seguir incrementando el gasto social, con el consiguiente resultado de que el diferencial con la media europea ha vuelto a aumentar.

4. Como consecuencia, la política del Gobierno debería orientarse a incrementar el gasto público social, de forma que su volumen, en porcentaje del PIB, alcance la media de la UE-15. Y como ello no es posible sin incurrir en déficit presupuestario, o sin aumentar los impuestos, la conclusión es que no sólo debemos converger con la Unión Europea en gasto público social, sino también en carga fiscal. «No se puede cuadrar el círculo», concluye con toda la razón el director de la obra. Creo haber resumido con bastante exactitud las tesis del profesor Navarro. Como puede comprobar el lector, constituyen el programa de política económica y social clásico de la izquierda tradicional.Y es muy de agradecer la claridad, rotundidad y sinceridad con que expone sus tesis. Podrá criticarse la consistencia de sus argumentos, la debilidad de sus análisis, la racionalidad económica de sus propuestas, o el sentido de la realidad de sus objetivos, pero no la diafanidad con que los expone.

Ante una obra de estas características caben dos posibles enfoques, no necesariamente incompatibles: analizar los datos para comprobar su veracidad o, dándolos por buenos, valorar si las opiniones basadas en los mismos son o no aceptables. Es bien sabido que la información estadística, aun siendo veraz, puede resultar tramposa. Aunque los datos expuestos sean ciertos, ello no significa que no puedan utilizarse de forma torticera en apoyo de tesis previas.Y ello puede hacerse de muchas maneras: seleccionando los años de la muestra para obtener las variaciones más favorables a la tesis del autor; refiriéndose unas veces a cifras absolutas, otras a porcentajes de incremento y otras a ritmos de variación, según convenga; o seleccionando, en una materia determinada, los parámetros cuya variación estadística explique mejor lo que el autor tenía decidido demostrar: «Nunca confíes en una estadística que no hayas manipulado personalmente», decía un conocido personaje político con tanto humor como cinismo.

Algo de eso hay aquí, empezando porque la información se detiene en el año 2001 (no es, por tanto, muy actualizada), lo que no impide que Navarro se refiera a los gobiernos del «período 1993-2004» y a su nefasta política. Hay casos en que la utilización de períodos temporales distintos habría arrojado datos también distintos. Así, por ejemplo, se señala (p. 27) que el crecimiento del gasto público sanitario durante el período 1993-2001 ha sido mucho mayor en la UE-15 que en España, y que el gasto público sanitario en España, como porcentaje del PIB (5,9%), es uno de los más bajos de la UE-15 (7,4% de promedio), lo que significa, según el profesor Navarro, que «nuestro país debería gastar en sanidad pública 21.723 millones de euros más» (!).

Si la muestra se hubiese extendido sólo dos años más, hasta 2003, nos encontraríamos con un gasto sanitario público del 6,5% del PIB, con un crecimiento en el período 2001-2003 del gasto sanitario medio por persona y año de nada menos que el 19,23%.Y si al gasto sanitario público se le añade, como parece razonable, el privado, el porcentaje en términos del PIB ascendería al 8%.

Hay mucha más información estadística que puede y debe discutirse, pero no es mi intención entrar en ese debate.Aparte de prolongar estos comentarios de forma insoportable, podría dar lugar a ese tipo de guerras estadísticas que tanto gustan a los políticos y a los arbitristas. Doy por buenos no sólo los datos que ofrece esta obra, sino incluso la elección previa que hace de las estadísticas utilizadas, del horizonte temporal de las muestras, y de las comparaciones temporales y territoriales.A mi entender, no es preciso cuestionar la información estadística ni los datos que ofrece para discrepar radicalmente de las conclusiones que saca de las mismas, ni de las tesis que mantiene.

Afirma el profesor Navarro que el gasto público social en España es escaso, tanto en términos absolutos como en porcentaje del PIB, en comparación con la media europea y que, por consiguiente, debería gastarse más, hasta alcanzar esta última. A esta diferencia entre el gasto público social español y el de la UE-15 la llama «déficit social», curioso término que, aunque de muy discutible rigor, tiene el indudable mérito de su valor mediático. Hay que reconocer al profesor Navarro una notable habilidad para acuñar términos y expresiones («déficit social», «polarización social», «subdesarrollo social») dotados de gran atractivo para lectores poco documentados y con escasa capacidad crítica. Sin duda, en la batalla de la opinión pública, esgrimir términos aparentemente incuestionables ayuda mucho, aunque encubran conceptos engañosos o falaces, cuando no simplemente falsos.

Que el volumen de gasto público social español es inferior a la media de la UE-15 puede ser cierto (lo es), aunque también es inferior nuestra renta per cápita. Que medido en porcentaje del PIB sea también inferior puede ser igualmente cierto (lo es), aunque no es menos cierto que la posición de partida era mucho más retrasada (como corresponde a un país pobre, cual era la España del tardofranquismo) y que la diferencia se ha reducido notablemente a lo largo de los treinta últimos años. Pero que a esta diferencia pueda tildársela de «déficit social» es, desde luego, bastante objetable. Aquí radica, en mi opinión, el principal motivo de crítica. Tras constatar y analizar el actual volumen y composición del gasto público social en España, y comprobar que es inferior a la media de la UE-15, el profesor Navarro deduce, en un salto en el vacío de carácter ideológico, que nuestro gasto social debería ser igual a la media europea, y que, al no serlo, nos encontramos en situación de «déficit social», de «insuficiencia», de «subdesarrollo» de nuestro Estado de Bienestar (p. 25). Según él, España gasta menos de «lo que le corresponde» por su nivel de riqueza, porque «lo que le corresponde» es, precisamente, la media europea.

Es una opinión muy respetable, pero no pasa de ser precisamente eso: una opinión. Nada que se deduzca lógicamente de los datos y cifras aportados. Por eso nos encontramos ante páginas con un claro contenido ideológico, y no ante un estudio científico, objetivo y «riguroso», como se pregona en su introducción. Que el volumen del gasto social español sea inferior a la media de la UE-15 puede ser un hecho, pero que deba ser igual a ésta es una opinión.Y una opinión, además, altamente discutible, como expondré a continuación.

Que el volumen de gasto público social español es inferior a la media de la UE-15 puede ser cierto (lo es), aunque también es inferior nuestra renta per cápita

El profesor Navarro parece creer que el Estado de Bienestar es un valor absoluto, no sólo en términos conceptuales, sino cuantitativos, y que es posible mantenerlo e incrementarlo a cualquier nivel que se considere deseable por un puro acto de voluntad política, sin que ello tenga consecuencia alguna sobre el crecimiento económico. El nivel de gasto público social debe ser, por tanto, «el necesario», en este caso la media de la UE-15. Corresponde al Gobierno determinar el gasto preciso, atendiendo a las demandas de la ciudadanía.Y la resistencia de un gobierno a asumir esas cotas de gasto necesarias no evidenciaría otra cosa que su insensibilidad social. Nos encontramos así ante un debate de buenos y malos. Gastar más –lo necesario– no es sino un acto puro de decisión política –ética– sin otras consecuencias y, por consiguiente, hacerlo o no depende simplemente de tener o no tener esa voluntad política y ese compromiso ético.

Claro que esto nos llevaría a plantearnos, en primer lugar, cuál es el nivel «adecuado» de gasto. Para el profesor Navarro éste parece ser, sin duda, la media de la UE-15. Ignoro si porque da la casualidad de que esa media (el 27,5% del PIB) es precisamente el nivel objetivo que considera deseable, o si lo deseable es alcanzar la media europea, sea cual sea el porcentaje del PIB que suponga (si la media europea fuese dos o tres veces superior, ¿sería también deseable que España la alcanzara?). Tampoco me parece tan evidente que el objetivo cuantitativo de gasto público social deba expresarse como porcentaje del PIB. Si el PIB de un país crece de forma espectacular, hasta duplicarse o triplicarse, ¿debe igualmente duplicarse o triplicarse el gasto social, sea o no necesario, aun a costa de «inventar» si fuera menester nuevas prestaciones?

Para cualquiera mínimamente avisado es evidente que el gasto social tiende por definición a ser infinito. Cualquier nivel de gasto educativo, sanitario o asistencial, por alto que sea, puede ser rebasado por nuevas demandas sociales. Demandas, por supuesto, que no suelen nacer tanto de la opinión pública como de las ofertas electorales de los partidos. Por amplia y generosa que sea la cobertura asistencial, educativa o sanitaria, siempre serán posibles nuevas demandas que, una vez alcanzadas, se convierten en «conquistas sociales irrenunciables» y sirven de base para ulteriores peticiones. Desgraciadamente, este mayor gasto no sale gratis. Se financia con impuestos. Con mayores impuestos presentes, o con déficits presupuestarios que exigirán mayores impuestos futuros.Y esto tiene consecuencias negativas sobre el crecimiento económico.

El profesor Navarro se duele de que, entre 1993 y 2004, la política económica del Gobierno se haya orientado a lograr el equilibrio presupuestario, en lugar de incrementar el gasto social a costa de incurrir en déficit (o a costa de seguir aumentando los impuestos, en lugar de bajarlos). Esta tesis, mezcla de progresismo canónico, ignorancia económica y voluntarismo poco responsable, supone cerrar los ojos a lo que ha supuesto la evolución de la economía de la Unión Europea en estos últimos años. El estancamiento de las economías alemana y francesa de la última década está fuertemente relacionado con el peso insoportable del llamado Estado de Bienestar, y esto es algo en lo que coinciden no sólo los organismos internacionales (OCDE, FMI…), la gran masa de analistas económicos y la Comisión Europea, sino incluso los políticos de los países afectados, que han intentado e intentan, con éxito de momento modesto, efectuar recortes tan dolorosos como necesarios.

Nadie está, en principio, en contra del Estado de Bienestar. Una educación y sanidad gratuitas y generosas, con prestaciones crecientes, y una asistencia social que proteja a los desfavorecidos es algo cuya conveniencia pocos discutirían. Pero sin que nadie cuestione ni los principios en que se sustenta la protección social, o el Estado de Bienestar (expresión, por cierto, tan sonora como poco rigurosa), ni la necesidad de un cierto nivel de aquélla, lo que sí requiere un exquisito cuidado es la determinación de su volumen. Primero por razones conceptuales: el ciudadano puede exigir del Estado la igualdad de oportunidades y la protección frente al infortunio, pero no puede pretender que resuelva todas sus necesidades. Ni cada necesidad debe generar automáticamente un derecho, ni el ciudadano puede abdicar de su propio esfuerzo para sustituirlo por el maná del Estado providencia. Las sociedades en que se sustituye el esfuerzo personal, la iniciativa privada y el espíritu de superación por el paternalismo y la cobertura pública (y, por supuesto, gratuita) de todas las necesidades suelen conducir a menores niveles de renta, cuando no a la pobreza generalizada.

Y, segundo, por razones prácticas (aunque en realidad se trate de una variante del argumento anterior): no podemos tener el volumen de gasto social que nos gustaría, sino el que nos podemos permitir, porque el volumen y la composición del gasto público afectan al crecimiento de la economía y, por tanto, al empleo. Un mercado de trabajo rígido podrá proteger magníficamente a quien tiene empleo, pero contribuirá a reducir la demanda de trabajo, por lo que aumentará la tasa de desempleo. Un subsidio de desempleo en extremo generoso y permisivo será sin duda altamente beneficioso para los parados, pero difícilmente estimulará la búsqueda de empleo. Un gasto social muy alto que produzca déficits públicos permanentes y crecientes, o una presión fiscal agobiante, afectará negativamente al crecimiento económico y a la creación de empleo y, por consiguiente, al propio Estado de Bienestar que pretende asegurar.

De eso parece que entienden bastante en Europa. Durante el período 1993-2004 los sucesivos gobiernos españoles (los gobiernos del PP, pero también el último gobierno de Felipe González) mostraron una especial preocupación por reducir el déficit público hasta eliminarlo, e implantar, como uno de los pilares de la política económica, el mantenimiento del equilibrio presupuestario. Principio, por cierto, que han reafirmado los responsables económicos del actual gobierno socialista.

Durante el período 1995-2004 la economía española creció a un ritmo medio anual del orden del 3,5%, ritmo claramente superior a la media europea, y desde luego muy superior al de Francia y Alemania (países con los que, por razones que ignoro, nos comparamos habitualmente). No voy a pretender que debamos buscar en la estabilidad presupuestaria la causa exclusiva del notable crecimiento de la economía española durante estos años. Factor determinante del vigoroso incremento de la demanda interna ha sido, obviamente, la política monetaria permisiva adoptada por el Banco Central Europeo. Pero no cabe duda de que la estabilidad presupuestaria, junto con la contención del gasto público, las rebajas fiscales y las reformas estructurales han contribuido de manera decisiva a ese crecimiento, que tampoco puede explicarse en exclusiva por los efectos de los bajos tipos de interés del euro, los fondos comunitarios, ni los efectos de la moneda única.Y conviene recordar además que ese crecimiento del PIB durante el decenio 1995-2004 ha ido acompañado de la creación de más de cuatro millones de puestos de trabajo.

Por el contrario, en ese mismo período la economía europea (zona euro) apenas ha crecido un 2% en media anual.Y dentro de ella, los crecimientos medios anuales de Francia y Alemania han sido los que se exponen en el cuadro adjunto. Huelga recordar que ambos países ostentaban y ostentan déficits presupuestarios abultados (en el caso de Alemania, déficits del 3,8% del PIB en 2002, 4,1% en 2003 y 3,7% en 2004, y en el de Francia, 3,2%, 4,2% y 3,6% en el mismo período) y se han mostrado incapaces de efectuar los ajustes de su generoso Estado de Bienestar que todas las instancias económicas consideran imprescindibles.

Pretender que el objetivo deseable para España sea alcanzar los niveles europeos de gasto social es un auténtico disparate. Si el excesivo nivel de ese gasto en Europa, notablemente en Francia y Alemania, se considera una de las causas –la principal– de la euroesclerosis, ¿es sensato precipitarse en esa misma dirección? No se trata de condenar cualquier aumento de los fondos dedicados a sanidad, educación o protección social, pero, desde luego, no son precisamente los niveles europeos los que deberíamos mirar como meta deseable.

Otra debilidad de la exposición del profesor Navarro reside en su preocupación exclusiva por el volumen del gasto, y su aparente despreocupación por la eficacia del mismo.Tras referirse al, a su juicio, escaso gasto sanitario español y a la «polarización social» existente en esta materia, hace lo mismo con el gasto educativo, también insuficiente, también «polarizador» y también consecuencia del «gran dominio que las fuerzas conservadoras han tenido en la historia de España» (p. 41). No sólo la dictadura franquista (p. 25), sino también los gobiernos conservadores del período 1996-2004, que habrían preferido seguir políticas de equilibrio presupuestario y no de incrementos sustanciales del gasto, una muestra evidente de su insensibilidad social.

Pretender que el objetivo deseable para España sea alcanzar los niveles europeos de gasto social es un
auténtico disparate

Pocas referencias se hacen, en cambio, a la eficacia del gasto, a la adopción de auténticas políticas educativas y sanitarias que optimicen los recursos. Gobernar bien no consiste en gastar mucho, sino en gastar de la mejor manera posible la menor cantidad posible. Para la línea de pensamiento que tan bien representa el profesor Navarro éste es, al parecer, un detalle irrelevante. En suma, ni la media europea de gasto social puede ser un objetivo en sí mismo, ni es posible fijar un nivel «deseable» de gasto por un puro acto de voluntarismo político, ni la decisión sobre el nivel de gasto carece de consecuencias económicas, ni es serio despreocuparse de la eficacia del gasto y fijarse sólo en su volumen.

No se trata de hacer concursos de moral. La diferencia relevante no está entre gobiernos con sensibilidad social que gastan lo que «corresponde» y gobiernos insensibles que se despreocupan de las necesidades sociales, sino entre gobiernos que evalúan o no los costes y consecuencias de las decisiones de política económica, que junto con las necesidades sociales barajan también, o no, los efectos globales sobre el crecimiento y el empleo, y que se preocupan no sólo, o no ya, de gastar más sino, sobre todo, de gastar mejor. Es característico de los políticos populistas y de alguna izquierda antigua creer que proporcionar mayores prestaciones sociales –siempre mayores– es únicamente cuestión de voluntad política y de postura moral.Y son, por desgracia, numerosos los ejemplos de estancamiento económico a que suele conducir ese desprecio por la racionalidad económica.

No caeré en la desmesura de meter al profesor Navarro en ese saco. Pero de los planteamientos que ofrece parece deducirse una despreocupación sobre las consecuencias que un incremento sustancial del gasto social como el que propone pueda tener sobre el crecimiento y el empleo. Ignoro si ello se debe a la ignorancia de tales consecuencias, a la creencia de que no van a producirse, o a la convicción de que no importa sacrificar el crecimiento y el empleo si con ello podemos eliminar ese «déficit social» que, al parecer, es el problema capital que nos aqueja.

Afortunadamente, hace ya tiempo que la izquierda europea y española empezó a asumir que la mayor expresión de sensibilidad social consiste en preocuparse por el crecimiento económico y el aumento del empleo. Que, puestos a hablar del tamaño del Estado de Bienestar y del volumen del gasto social, es preferible un porcentaje inferior de un PIB alto que un porcentaje alto de un PIB escuálido. Que la persistencia de déficits públicos elevados contribuye a generar tensiones inflacionistas.Y, en suma, que una política económica que impulse el gasto a niveles que comprometan el crecimiento y el empleo, y generen inflación, no es desde luego lo más deseable para las que Navarro llama «clases populares», por muchas prestaciones sociales que se le ofrezcan, y por muchos «pilares» que se añadan al Estado de Bienestar.
Este es un debate eterno. Es cierto que un PIB alto no garantiza el bienestar general, y que las políticas redistributivas son necesarias para atender las necesidades de los menos favorecidos. Es cierto que los poderes públicos deben asegurar a los ciudadanos unos ciertos niveles de educación, sanidad y protección social.Y es, asimismo, cierto que no es posible determinar cuál es el umbral de gasto por encima del cual se producirían efectos negativos para la economía y el empleo. Lo que sí podemos observar, por un mecanismo de prueba y error, son los niveles de gasto social y presión fiscal que esclerotizan la economía y que sería, por tanto, necesario reducir para que ésta retome la senda de crecimiento: son los existentes, por ejemplo, en Francia y Alemania. Precisamente los que el profesor Navarro propone emular.

Me temo que mis críticas no terminan aquí. Bastante más cosas merecen comentario, y me referiré a alguna de ellas a continuación. Se señala, por ejemplo (p. 25), que «España tiene un Estado de Bienestar polarizado, resultado de una polarización social, en la que los grupos con más recursos, el 30-35% de la población de renta superior, utiliza los servicios privados, tales como las escuelas privadas o los servicios sanitarios privados, mientras que las clases populares utilizan los servicios públicos». Eso, al parecer, es malo, aunque no atisbo a saber por qué. Obviamente, si las «clases altas» optan por la enseñanza o la sanidad privadas es porque son mejores que las públicas. Parece ser que esa elección es la culpable de que la sanidad y educación públicas sean deficientes porque por dicha causa «los establishment políticos y mediáticos no son plenamente conscientes» de ello (p. 25) y, en consecuencia, no se sienten impulsados a remediarlo.Vamos, que si los ministros, presidentes de bancos y directores de periódicos tuvieran que acudir a hospitales públicos y enviar a sus hijos a escuelas públicas comprobarían lo malos que son y promoverían su mejora. Como argumento, difícilmente puede encontrarse otro más retorcido.

Si al profesor Navarro le parece censurable esta «polarización social» (gran término), se me ocurren, por el contrario, dos argumentos para defenderla: primero, si las «clases pudientes» no utilizan la sanidad y educación públicas (pero las pagan con sus impuestos), ello reduce la masificación y, en consecuencia, mejora su calidad para quienes las usan.Y, segundo, supongo que los ciudadanos tienen legítimo derecho a decidir en qué gastan su dinero, si en viajes y cenas, o en una mejor educación y sanidad para sí y para los suyos. ¿O es que debe prohibirse a los ciudadanos utilizar servicios que no sean públicos? Que el nivel educativo de España deja mucho que desear es, por desgracia, evidente, y basta para ello echar una ojeada a las estadísticas sobre fracaso escolar o a los resultados comparados sobre conocimientos en matemáticas o ciencias, por no mencionar sino alguno de los parámetros más citados. No estoy tan seguro de que ello se deba a un insuficiente nivel de gasto. Primero porque, para tener una idea seria del gasto educativo español, habría que contabilizar no solamente el gasto público, sino también el privado.Y, segundo, porque no parece de recibo fijarse solamente en el volumen del gasto educativo e ignorar, olímpicamente, la calidad de la enseñanza, en la que concurren factores (programas de estudios, disciplina académica, formación y motivación del profesorado…) que dependen poco del volumen del gasto y mucho del modelo educativo.

Otro tanto podría decirse de la sanidad, donde en los últimos años, y a raíz de la transferencia de competencia a las comunidades autónomas, la disciplina de gasto y la preocupación por la eficacia no han brillado precisamente a gran altura. De la vivienda podría escribirse largo y tendido. Una política que restringe el suelo edificable y, de resultas de ello, limita la oferta siempre tendrá como consecuencia precios altos.Y abordar el problema mediante subvenciones o desgravaciones fiscales servirá para que los ciudadanos comprueben cuánta sensibilidad social tiene el Gobierno, pero, por desgracia, no conducirá más que a incrementar la brecha entre demanda y oferta, y a trasladar esas subvenciones y desgravaciones a los precios.Afortunadamente, el profesor Navarro se muestra aquí cercano a este análisis (p. 34) y piensa que la solución sería la creación de un parque público de viviendas en alquiler. Medida nada desdeñable, pero que no resuelve el problema de la artificial carestía del suelo.

Para Navarro las pensiones, tanto las contributivas como las no contributivas, son bajas. Es posiblemente cierto, y yo lo afirmaré fervientemente cuando me jubile. Lo que es, en cambio, una afirmación gratuita es que los datos (que aporta el estudio que él ha dirigido) «cuestionan la imagen extendida en sectores conservadores y liberales que asumen que las pensiones son excesivamente generosas en España». No recuerdo que ningún representante de esos «sectores conservadores y liberales» haya afirmado que nuestros pensionistas cobran demasiado. Lo que se ha discutido y se discute es la sostenibilidad del actual sistema de pensiones, y en ese sentido se orientó el Pacto de Toledo (suscrito también, por cierto, por los «sectores» izquierdistas y progresistas –como se les quiera llamar–, además de los conservadores y liberales). De nuevo un gobernante responsable no puede llevar el gasto al nivel que a todos nos gustaría –y más a los que tienen o tenemos una inmensa sensibilidad social–, sino al que el país puede permitirse sin poner en peligro el crecimiento económico.

Claro que el profesor Navarro tampoco tiene muy claro que la viabilidad del sistema de pensiones esté en peligro. Esgrime con gran énfasis (pp. 36 y 37) la diferencia entre esperanza de vida y longevidad para señalar que, en realidad, la esperanza de vida de los ancianos no ha aumentado de manera muy notable en España en el período 1975-2000 (2,9 años en los hombres de más de sesenta y cinco años y cuatro en las mujeres: no sé si a los interesados les parecerá poco o mucho), y afirma que, en esas circunstancias, «retrasar obligatoriamente la edad de jubilación, asumiendo erróneamente que las personas ancianas viven ocho o nueve años más, es profundamente injusto». Máxime cuando sucede –Navarro dixit– que la esperanza de vida de las «clases populares» [sic] es notablemente menor al de las clases de renta alta. Comparto su indignación, pero no he leído ningún texto conservador que afirme que nuestros ancianos vivan ocho o nueve años más, ni tampoco recuerdo que ni este Gobierno ni el anterior (ni ningún «sector conservador o liberal») hayan defendido el retraso de la edad de jubilación con carácter obligatorio. Sí está debatiéndose el retraso voluntario, y me tranquiliza saber que al profesor Navarro le parece bien.

Para el profesor Navarro, España es –sorprendentemente– un país en el que la pobreza es un muy grave problema. En la página 40 se refiere explícitamente a la «elevada pobreza en España», apoyándose para ello en el capítulo 17 de la obra, del que es autor Sebastián Sarasa. Que en España existen bolsas de pobreza es, por desgracia, cierto.Y que debamos buscar las formas de remediarlo, también. Pero hablar de la «elevada pobreza» que existe en España es una demagogia de la peor especie. Ninguna sensibilidad social, ninguna indignación moral –que todos compartimos, y no sólo el profesor Navarro– ante episodios de extrema necesidad y bolsas de precariedad e indigencia, justifican una deformación tan grosera y tan intelectualmente deshonesta de la realidad social existente en la España actual.

Para Navarro, la causa de esta «elevada pobreza» y de las grandes desigualdades existentes la tienen la baja remuneración salarial y la escasez de transferencias. «En España un 20% de los trabajadores son pobres, y ello como consecuencia del bajo nivel del salario mínimo interprofesional», se afirma en la página 40. Esta «pobreza del SMI –remacha en la misma página– es una de las causas más importantes de la pobreza», junto con el elevado desempleo y la ya citada «pobreza» de las transferencias.

Afortunadamente, estas reflexiones no le llevan al disparate de sugerir que elevando el SMI se reduciría o eliminaría la pobreza (y allá la viabilidad de las empresas), sino a apuntar vías tales como mejorar la cualificación de los trabajadores, facilitar la integración de la mujer en el mercado de trabajo o mejorar la productividad. No puedo estar más de acuerdo con ello. Pero no me resisto a desvelar la esencial tautología de la reflexión que se nos ofrece: somos más pobres que la Europa desarrollada porque nuestros salarios son más bajos.

El capítulo que a la pobreza en España dedica Sebastián Sarasa es bastante más medido de lo que lo hasta aquí expuesto haría pensar. Sarasa analiza el ámbito de lo que debe entenderse como pobreza, evalúa lo que define como «riesgo de pobreza» y comenta las desigualdades de ingresos, para concluir que España se sitúa entre los países de la UE-15 con mayores desigualdades y riesgo de pobreza. Evidentemente, en la UE-15 la renta per cápita española era la tercera por la cola, sólo por detrás de Portugal y Grecia, y eso significa que, como media, estamos entre los menos ricos de la UE-15. Digo «menos ricos» y no pobres, no por cinismo ni falta de sensibilidad social, sino porque me sospecho lo que opinarían de nuestra pobreza los habitantes de Sierra Leona. Con todo, el trabajo de Sarasa es razonablemente ponderado, llega a conclusiones generalmente sensatas y en absoluto abona una imagen de «elevada pobreza» en España. Haber pobres, haylos, y por desgracia más de los que quisiéramos, pero es pura demagogia hablar en España de «elevada pobreza».

En suma, la síntesis de la obra dirigida por Navarro, que la encabeza bajo el título de «Panorama general: el Estado de Bienestar en España», no responde, por su radicalidad, a la variedad de matices de los capítulos que la integran, ni a la cautela con que en muchos de ellos se analiza y evalúa la información disponible. El profesor Navarro abandona, me temo, toda pretensión de imparcialidad y objetividad para convertir el estudio en un alegato en defensa de unas tesis de carácter claramente ideológico. Que el Estado de Bienestar y el gasto social sean en España los que son es un hecho. Que en otros países europeos sean los que son, también. E igualmente que el nivel español en proporción al PIB sea inferior a «la media europea» (por discutible que sea lo que ésta signifique). Pero que el gasto sanitario deba aumentarse en 21.723 millones de euros (p. 27), o que el gasto social total deba crecer más o menos, o alcanzar o no la media de la Unión Europea, no es sino una opinión. Como también es una opinión cargada de subjetividad ideológica hablar del «subdesarrollo» de nuestro Estado de Bienestar.

Me temo que las propuestas de política económica que el profesor Navarro enuncia, por muy bienintencionadas que sean, y por mucha sensibilidad social que las anime, serían catastróficas para nuestro país. Pienso que si de algún modelo económicosocial debemos huir como de la peste es, precisamente, del modelo francoalemán actual.Y confío en que el eje central de nuestra política económica siga siendo la estabilidad presupuestaria, que los incrementos de gasto social no se lleven a niveles que comprometan nuestro crecimiento, y que las políticas sociales no se ocupen sólo del volumen de gasto sino además, y sobre todo, de la eficacia en la gestión.

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