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El Diccionario de Eugène Delacroix

Diccionario de Bellas Artes

EUGÈNE DELACROIX

Síntesis, Madrid, 304 págs.

Trad. de Miguel Etayo Gordejuela

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Dicen que, cuando preguntaron a Newton cómo había sido capaz de elaborar algo tan fabulosamente complejo como un sistema mecánico del universo, respondió: «Nocte dieque incubando», esto es, «pensando en ello día y noche». No se me ocurre una frase capaz de revelar con mayor rotundidad y contundencia la constante tormenta que, desde un punto de vista en el que lo mítico se confunde con lo real, cabe presuponer en la mente de un genio.

El monumental Diario de Delacroix tiene bastante de ese nocte dieque incubando. En él encontramos notas y reflexiones de todo tipo, pero siempre –además de escritas con un ojo en la posteridad– relacionadas de una forma u otra, de una forma más o menos obsesiva, con el arte de la pintura. Pues nada en la vida de Delacroix podía estar desvinculado de esa amante cruel, madre, abuela, tía o madrastra de todas las alegrías y todos los sinsabores.

Dentro de ese oceánico diario, los elementos que forman el Diccionario de Bellas Artes que ahora nos ocupa representan un pequeño archipiélago con un carácter y una entidad relativamente peculiares. En primer lugar, desde el punto de vista emocional, pues el proyecto del Diccionario cobra vida de una forma tan inmediata y meteórica que tiene algo de enternecedora (cualidad no poco importante, sobre todo en la medida en que nos puede ayudar a acercarnos a la figura de un endiosado artista casi sexagenario). En efecto, Delacroix llevaba años intentando entrar en la Academia de Bellas Artes –una distinción que no sólo habría constituido un buen bocado para su vanidad, sino también un cargo que le habría permitido luchar con muchos más medios contra su enemigo perenne: la escuela davidiana– pero no fue elegido como miembro hasta el 10 de enero de 1857 (a los cincuenta y nueve años) y, además, sin que el cargo comportase la docencia en la Escuela de Bellas Artes. Porque, aunque era bastante común que las funciones de académico y profesor fueran unidas, no siempre era así. Y parece evidente que, en el caso de Delacroix, la entrada tardía y su disociación de la docencia tenían como fin neutralizar el potencial revulsivo de la opción estética de un artista que, por otra parte, no podía seguir siendo ninguneado por la institución sin que de ello se derivase en cierta medida su propio desprestigio.

La amargura de Delacroix ante semejante situación se manifiesta sobre todo en su correspondencia. Dice, por ejemplo, en una carta del 21 de enero: «En torno a un tapete verde donde cada uno habla como en familia, las palabras no tienen una gran trascendencia, sobre todo porque se dirigen a personas cuyas convicciones, buenas o malas, están firmemente asentadas; es en el pupitre de la Escuela y corrigiendo a los jóvenes como puedo enseñar algo, y desgraciadamente las plazas de profesor las proveen los académicos. He aquí la situación que priva de un valor infinito a mi nuevo puesto: usted comprenderá el resto» (citado en la edición castellana del Diccionario, pág. 22). Pero quizá esta decepción, unida a una cierta dosis de rabia e impotencia –además, por supuesto, de la propia alegría de entrar en la venerable institución– fue uno de los catalizadores que propiciaron el arranque del Diccionario de Bellas Artes. Porque aunque Delacroix llevaba unos años acariciando el proyecto de un diccionario, su redacción efectiva comenzó nada menos que al día siguiente de la entrada de Delacroix en la Academia: el 11 de enero de 1857. Le faltó tiempo, podríamos decir, para ponerse manos a la obra.

Sin embargo, el entusiasmo por este proyecto no fue muy prolongado. Tal y como afirma Anne Larue, «reconstructora» y editora del libro que nos ocupa: «Lo esencial del trabajo se realizó en los meses de enero y febrero de 1857 y constituye el corazón de la obra. Desde el mes de marzo de 1857, el Diccionario se diluye y el Diario recupera sus derechos», y añade: «Nada está terminado […], pero ya está todo» (pág. 11). Es interesante señalar, por otra parte, que cada mes de enero de los años siguientes, Delacroix retomó fugazmente el proyecto en su Diario para abandonarlo en cada ocasión en cuestión de días. Debe quedar claro, pues, que el proyecto de Diccionario de Delacroix en ningún momento dejó de estar plenamente integrado en su Diario, hasta que Christine Sieber-Meier realizó una reconstrucción en 1963, justo un siglo después de la muerte del artista. Esta edición autónoma presentaba numerosos defectos de detalle, que la reciente de Anne Larue (publicada en Francia en 1996) hace un esfuerzo por corregir. Esta edición, además, es la primera que se presenta como un libro de Historia del Arte, y no como un texto filológico.

El índice del Diccionario de Delacroix no es difícil de imaginar. De hecho, el artista se inspiró considerablemente en la selección de entradas de numerosos diccionarios anteriores –Anne Larue analiza con considerable detalle este aspecto– y son pocos los términos originales de este proyecto. Antiguo, Arquitecto y Arquitectura, Bello, Carne, Clásico, etc., son términos clásicos en la riquísima tradición de diccionarios y enciclopedias que Delacroix, además, conocía y tenía perfectamente a su alcance. La cuestión está más bien en el tratamiento que Delacroix ofrece de algunos conceptos clave de su estética –Color, Esbozo o Realismo, por ejemplo–, un tratamiento que merece los calificativos que la editora dedica a la obra entera (pág. 45): personal, polémico y comprometido.

En mi opinión, es sobre todo gracias a las reflexiones agrupadas en torno a estos términos por lo que la reconstrucción de este proyecto de Diccionario reviste algún tipo de interés en sí misma. Pero en este sentido, creo que es, más que lícito, directamente sano cuestionarse si esta reconstrucción no se parece bastante más a un libro de ensayo que a una edición (de un texto ajeno, se entiende). Porque si a este Diccionario construido a partir de fragmentos tomados de diversos apuntes del Diario –anteriores y posteriores a ese proyecto– le quitamos el copioso aparato crítico, tenemos muchos, demasiados números que se quedan en simple letra muerta.

Esta letra muerta puede ser animada de dos formas. Una de ellas es la ensayada por este libro: abordándola como materia de estudio. Para ello, en primer lugar es preciso individualizar los fragmentos relevantes para nuestro enfoque. Después, deberemos romper o alterar la continuidad cronológica –vital, existencial– de su exposición en el Diario, para reordenarlos de una forma coherente desde un punto de vista conceptual, agrupándolos en torno a conceptos clave. Finalmente, deberemos justificar, apuntalar y enriquecer el todo con un aparato crítico pertinente. El resultado de este proceso no es otra cosa que un ensayo, y sólo el hecho circunstancial de que el segundo de estos pasos –la organización del material seleccionado como relevante– pueda ser llevado a cabo con mayor facilidad en torno a unos conceptos ya destacados por el autor, hace posible que este ensayo pueda presentársenos como una «reconstrucción». Ahora bien, ¿no es todo ensayo histórico un intento de reconstrucción? Caveat emptor, pues.

La segunda forma de infundirle vida a estos textos es la tradicional, a saber, dejando cada apunte en el lugar que ocupa en el Diario y leyendo el conjunto como un palimpsesto de ideas, proyectos, anhelos, frustraciones, ocurrencias y demás materia vital en variado estado de elaboración. Se me ocurre que, en este maremágnum literario disperso y apasionante, el proyecto del Diccionario podría tener un estatuto parecido al del esbozo o boceto, conceptos a los que Delacroix prestó una atención muy particular en sus escritos, considerándolos de forma peligrosamente positiva. A pesar de que en un apunte anterior al proyecto del Diccionario (14 de abril de 1853) establece una clara diferenciación entre literatura y artes visuales por lo que se refiere al efecto y a las posibilidades del esbozo, resulta difícil no atribuirle a ese proyecto lo que el propio Delacroix afirma en una nota escrita unos años antes (el 2 de marzo de 1847), que «una de las grandes ventajas del esbozo respecto al tono y al efecto, sin cuidarse de los detalles, es que se está forzosamente abocado a poner tan solo lo imprescindible».

Algo de esta conciencia de estar ejecutando una pieza mucho más parecida a un esbozo que a una obra completa y exhaustiva hay en la ligereza con que en muchos, muchísimos momentos Delacroix interrumpe su discurso como si tal cosa en medio de una entrada o en pleno abigarramiento teórico. El lector no tiene la sensación de que el autor dejase colgado el texto para ultimar una entrega o para ir al teatro, sino más bien de que empezaba a aburrirse a sí mismo a partir del momento en que lo esencial había sido expuesto con suficiente claridad. Porque estaba claro que el destino de ese proyecto de Diccionario no era acabar siendo una obra cabal, ordenada y completa, paraacadémica, sino permanecer ahí en forma de esbozo, como una manifestación más del torrente creativo de Delacroix, de ese «nocte dieque incubando» cuyo reflejo privilegiado encontramos en el continuo del Diario.

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Ficha técnica

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