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El demonio y la analogía

Gramáticas de la creación

GEORGE STEINER

Siruela, Madrid, 356 págs.

Trad. de Andoni Alonso y Carmen Galán

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Se cuenta que el marqués de Laplace, preguntado por Napoleón sobre la función de Dios en su Sistema del mundo, respondió con estas palabras: «Sire, no me hace falta esa hipótesis». La arrogancia intelectual que expresa esta respuesta consiste menos en el hecho de prescindir de Dios que en el de concebirlo como una mera hipótesis que el sabio ––descreído e irónico– juzga por lo demás del todo irrelevante. No es otra, sin embargo, la hipótesis que cree preciso reivindicar (y fingir) George Steiner en Gramáticas de la creación con el propósito de exponer (y salvar) su «sistema del mundo». En efecto, el lector descubre desde las primeras páginas del libro que casi nada de lo humano y lo divino le será ajeno al autor. Pues Steiner comienza por escorarse hacia la teodicea recordando la barbarie perfecta que en el siglo XX habría de desembocar en el Holocausto y en tantas otras variedades históricas de horror en peligro de olvido; se inclina hacia la escatología cuando habla del «eclipse de lo mesiánico» y de los deicidios perpetrados en serie por las formas postcartesianas del pensamiento racionalista; propende a un flirteo con las ciencias al referirse, en clave teológica y metafísicomoral, a la teoría del Big-Bang, la genética, la bioquímica y, poco más o menos, a cuanto pueda caber de este tenor en un etcétera. Pero el impulso polifacético de Steiner, equidistante a veces de la alta cultura y de la más seductora causerie, se pone aquí al servicio de una concepción cosmovisionaria en la que el arte y la literatura cifran las huellas de la creación y, por ende, constituyen esos «vestigios de Dios» que detectaran en cada fenómeno los teólogos medievales. Se trata, pues, de rastrear la presencia de dichos vestigios en las manifestaciones artísticas, literarias, filosóficas (y de nuevo etcétera) para reconstruir así la idea genesíaca de la creación y revalidar la hipótesis que haría evidente la necesidad de recobrar el sentido perdido del mundo.

Para una empresa tal Steiner dispone, como es sabido, de su formación centroeuropea, extraterritorial y plurilingüe, su aquilatada profesión de fe comparatista y esa curiosidad panóptica de lector sagaz y empedernido que se admira en sus ensayos. Vemos entonces comparecer en sucesión zigzagueante observaciones sobre las doctrinas judaicas, cristianas e islámicas de la creación del universo, entreveradas de disquisiciones un tanto spenglerianas en torno a los mitos cosmogónicos, el «existencialismo precursor» del Libro de Job, la filosofía primera de Heráclito, Parménides, Platón, Aristóteles… Vemos desfilar en orden discontinuo los nombres totémicos de Dante y Hölderlin, Shakespeare y Hegel, Celan y Heidegger, Borges y Freud y Kafka y Wittgenstein… Si Harold Bloom construyó su polémico canon occidental sobre la primera persona (angloamericana) del singular, Steiner edifica el suyo sobre la idea fija, secundada por siglos de tradición grecojudeocristiana, de un deus artifex cuyo acto creador se refleja pálidamente en los más logrados productos técnicos, científicos y poéticos del ser humano. De las interpretaciones que ofrece Steiner de sus poetas y pensadores predilectos puede decirse que unas son encomiables por la firme devoción a la grandeza ajena que revelan, otras quieren ser conmovedoras sin mermar el rigor del erudito, y las más emiten el vago aroma de lo déjà-lu. Con todo, la pretensión íntegra de Gramáticas de la creación se halla, a mi entender, en el título mismo de la obra, de modo que conviene detenerse a considerar en qué medida el tratamiento del tema en cuestión es congruente con lo que el libro parece prometer desde el principio.

Contra toda previsión, la palabra «gramática» designa en el idiolecto de Steiner «la organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia; la estructura nerviosa de la consciencia cuando se comunica consigo misma y con otros» (pág. 15). De atenernos a esta definición, tendremos que concluir que el término «gramática» significa cualquier cosa y, por tanto, que en rigor nada significa. Habida cuenta de que estamos ante algo supuestamente parecido a una tentativa de generative grammar, habría sido irreprochable invocar genéricamente la concepción chomskyana de la gramática como sistema de reglas lingüísticas iterables que pueden producir un número indefinido de estructuras u oraciones. Cierto que el ensayo de Steiner plantea una aplicación analógica de la gramática, pero es justamente el recurso a tal analogía el que impone trasladar al conocimiento de cualquier entidad o constructo los criterios (morfológico, semántico) del análisis del lenguaje. En este sentido, Gramáticas de la creación no carece de precedentes ilustres que, sin embargo, quedan reducidos en el libro a cuidadosas ausencias reales, tal vez porque el autor abjura de esa «literatura secundaria» de la que su propia obra es deudora en grado de excelencia, o tal vez porque, de acuerdo con el doctor Johnson, se entiende que un escritor no suela citar las ideas de los autores de su época, pues nadie quiere deber nada a sus contemporáneos. Sea como fuere, Steiner no puede no saber que, en el dominio de la historia de las formas artísticas, se debe a Alois Riegl una Gramática histórica de las artesfigurativas que aplica las principales nociones lingüísticas de su tiempo al estudio de las artes plásticas y postula una sugerente concepción analógica de la creatividad humana: «La mano del hombre crea sus obras de la materia inerte exactamente según las mismas reglas formales con las que la naturaleza crea las propias».

Y puesto que el asunto primordial de la obra en causa no es otro que la analogía entre la creación divina y la humana, sorprende de veras que nada se diga en ella de la crítica mitopoética de Northrop Frye o del gran Kenneth Burke, de quien no sólo podemos leer una monumental Grammar of Motives donde examina, en aras de una «dramatología» de la cultura, las transformaciones, permutaciones y combinaciones de las categorías formales de la acción humana, sino también un ensayo sobre The Rhetoric of Religion (Studies in Logology) que parte de esta premisa analógica: si la teología se define como «las palabras acerca de Dios» y la logología designa «las palabras acerca de las palabras», los enunciados de los grandes teólogos sobre la naturaleza de Dios pueden ser interpretados en cierto modo como observaciones profanas sobre la naturaleza de las palabras.

Se diría entonces que las gramáticas de que habla Steiner no son tales, sino más bien un pretexto etéreamente analógico para desarrollar, por medio de una indagación histórico-conceptual ya trazada por otros, una apología múltiple de la (palabra) creación. El autor podría haber optado por el exceso de titular su obra Teología poética, aunque sólo hubiera sido para rendir tributo al entusiasmo ilimitado que con razón le merece el Dante. O acaso podría haber reconocido en su tarea el esfuerzo de divulgar un capítulo vertebral de la History of Ideas.

Sin embargo, a pesar de que Steiner declare que los conceptos de «creación» e «invención» son siempre contextuales e históricamente variables, el centro de gravedad del ensayo se sitúa en esa palabra que aparece en el título como un singulare tantum, esto es, como esa Creación que desconoce el plural. Llegamos así a la hipótesis igualmente analógica según la cual las creaciones –poéticas, artísticas, científicas…– llevan en sí la impronta indeleble de la creación o se revelan como la imitación antropomórfica del acto cosmogenerador. Lo que da ocasión a que en el texto irrumpan la creatio ex nihilo, el Caos órfico y hesiódico, el Vacío oriental, la Nada mística y la hegeliana o el misterio insondable de los agujeros negros. No hay duda del valor heurístico, imaginativo y aun trascendental de las especulaciones teológico-poéticas a las que se entrega Steiner. Sólo que los enigmas de la creación no residen tanto en las interpretaciones temáticas e ideológicas que de ella se puedan proponer, cuanto en la estructura misma del procedimiento analógico mediante el que se trata de exponer sus caracteres esenciales.

Resulta, pues, que la tesis ubicua de Gramáticas… se sustenta en una antigua metáfora proporcional en virtud de la cual «la creación –artificial– es al hombre lo que la Creación –cósmica– a Dios». Las metáforas sirven a menudo para denominar traslaticiamente lo que no tiene nombre propio y, de persistir innominado, permanecería en una inefable indeterminación. Pero hay casos –como precisamente el de la Creación– en los que las metáforas tanto más evidencian la indeterminación inherente a lo nombrado, o lo-sin-nombre, cuanto más se despliega el proceso analógico que le asigna denominaciones. Es este proceso de dar nombre o forma a una incógnita –y no la simple comprensión temática de las metáforas– el que hace que la analogía tenga que ver con las diversas formas de la actividad llamada creativa. A eso sin nombre que se nos presenta como pura indeterminación se le ha podido llamar lógos, como en Heráclito, chóra o espacio, como en Platón, hylé o materia, como en Aristóteles, Dios, como en tantos otros. Pero el demonio de la analogía no tolera nombres absolutos, siendo así que la denominación última que cada cual prefiera tendrá siempre algo de mistificación ideológica o artículo de fe. Podría pensarse que Steiner cree más en la analogía de cuya naturaleza poco o nada explica que en el Dios oculto al que no cesa de apelar. Ello haría de su hipótesis inicial y final una expresión postmoderna e irónica de idolatría. De ahí que cuando en las últimas líneas del libro el autor se pregunta cuál sería la contrapartida atea para un fresco de Miguel Ángel o para el Rey Lear, uno se vea tentado también a preguntar dónde encontrar la versión atea de Gramáticas de la creación. Tal vez se trate al fin de una interrogación retórica pues, si como quería Schopenhauer el panteísmo es la forma cortés de ser ateo, el propio Steiner responde cortésmente a tal pregunta con su obra.

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