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El hilo dorado de la ley

The Cost of Rights, Why Liberty Depends onTaxes

STEPHEN HOLMES, C. R. SUNSTEIN

Norton, Nueva York

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Es seguro que Platón, al describir en Las Leyes la ley como ese hilo conductor, de oro y sagrado, que el hombre como ciudadano nunca debe abandonar, había superado su anterior versión de la justicia como un principio que da a cada uno lo suyo por otra en la cual la ley es un artificio que, en general, cimenta las mejores regulaciones posibles entre los ciudadanos. También lo es que no llevó sus tesis al extremo de afirmar que los derechos son bienes públicos que exigen la existencia de impuestos para financiar su ejercicio. Esa es, en resumen, la opinión defendida por estos profesores de las Universidades de Princeton y Chicago.

Para Holmes y Sunstein el término «derechos» encierra dos acepciones: la moral y la descriptiva. La primera identifica derechos con principios morales o con ideales y, por lo tanto, su ejercicio depende de nuestra capacidad en cuanto sujetos morales más que de nuestra pertenencia a una sociedad política concreta. Pero también pueden entenderse en la línea del utilitarismo político y ético iniciado por Bentham y los filósofos legales como H. L. A. Hart, para quienes los derechos implican la existencia de un artificio humano, el poder público, destinado a promover la cooperación social e impedir el acoso mutuo. En ese sentido, y precisamente en ese, puede asegurarse sin empacho que todos los derechos que un ciudadano puede reclamar en su comunidad son artificiales. Semejante enfoque, dicho sea de paso, no contraría las finas disquisiciones de nuestros constitucionalistas sobre «principios» y «valores»; simplemente deja de lado el Título I de nuestra Constitución y su repertorio de derechos considerados «fundamentales».

Las otras dos premisas de Holmes y Sunstein se deducen fácilmente de ese principio: a saber, los derechos y libertades individuales dimanan de la capacidad de actuación del Estado –o dicho de otra forma; la libertad individual de cada uno de nosotros depende del mayor o menor grado de cooperación social existente y de la intervención de agentes públicos más o menos especializados, que van desde el magistrado del Tribunal Constitucional al funcionario de prisiones–. La prueba es que cuanto más débil es un Estado menores garantías tienen sus ciudadanos de disfrutar de sus derechos. La segunda premisa es que si aceptamos que los derechos son bienes públicos, los efectos prácticos de la popular distinción entre derechos «positivos» y «negativos» –o, utilizando la terminología de los autores, «subsidios» y «libertades»– resultan baldíos. Los primeros, que en general potencian la igualdad y se concretan, por ejemplo, en pensiones no contributivas, en el libre acceso a la sanidad pública o las viviendas subvencionadas, requieren la iniciativa gubernamental; los segundos, por el contrario, tienden a mantener al gobierno lo más alejado posible de nuestro uso y disfrute de ellos, o si no, pensemos en el derecho a la propiedad privada, a la libertad de expresión o de reunión; en una palabra, aseguran teóricamente la libertad entendida como esfera que nos permite hacer o no hacer sin interferencias de los poderes públicos. La distinción puede ser o no artificial pero, en todo caso, es polémica por cuanto los progresistas consideran que los derechos negativos defienden los privilegios de los ricos mientras los conservadores subrayan que el cada vez más amplio abanico de demandas sobre fondos públicos implícitos en los derechos positivos es una señal inequívoca de la pérdida de valores morales y de la erosión del concepto de ciudadano libre e independiente.

Pero la obra que se comenta aporta una solución sencilla a ese dilema, y es que todos los derechos tienen un coste para el erario público. Y ello es cierto tanto si hablamos de pagar una pensión a quien nunca contribuyó a la Seguridad Social como si nos referimos a los costes de un juicio en el cual un ciudadano millonario defiende su derecho a reclamar una caudalosa herencia. Que cualquier derecho implica la posibilidad de poner en marcha una exigencia sobre los caudales públicos es evidente. En 1996, último ejercicio para el cual las cifras presupuestarias ofrecen una imagen homogénea, los españoles gastamos 166.000 millones de pesetas en financiar el funcionamiento de nuestros tribunales, unos 75.000 en sostener el funcionamiento de las prisiones, casi 14.000 el del Ministerio de Justicia y 446.000 en mantener la seguridad ciudadana. Es más, derechos como el de circular con ciertas garantías por nuestras carreteras supuso el desembolso de casi 23.000 millones de pesetas, más de 4.000 el prevenir, en la medida de lo posible, los efectos de las drogas y 3.000 el ofrecer la prestación sustitutoria de la objeción de conciencia, por mencionar unos cuantos y muy actuales ejemplos.

Después de una breve referencia a una interesante cuestión –a saber, que un Estado liberal moderno se basa en un equilibrio entre derechos de propiedad y derechos de bienestar, de tal modo que estos últimos han de entenderse no como chalaneos entre clases sino como cláusulas de un acuerdo intergeneracional-que, desgraciadamente, no analizan con detalle, Holmes y Sunstein plantean el punto capital de su tesis: a saber, aceptado que los derechos son bienes públicos cuya existencia y defensa presuponen recursos públicos, es preciso decidir quién y cómo establece las prioridades en ese gasto, lo cual significa, de hecho, ordenar la protección de derechos específicos. Una cosa queda clara. Para ambos autores esas prioridades no deben dejarse, como sucede ahora, en manos de los jueces, puesto que estos funcionarios públicos no están debidamente entrenados para valorar los costes de oportunidad de sus decisiones y, se quiera o no, cuando, por ejemplo, imponen el pago de elevadas indemnizaciones al Estado están decidiendo cómo asignar esos fondos públicos, escasos por definición, entre varias alternativas. Innecesario es decir que en España tenemos experiencia de la generosidad con que los tribunales deciden el destino de fondos presupuestarios sin que casi nadie se entere. Pero dicho esto, el lector corre el riego de sufrir una decepción cuando busca una orientación más precisa a la respuesta que a esta cuestión esencial se ofrece en el libro comentado.

Si la ley y los derechos son invenciones institucionales de las sociedades liberales para intentar poner en marcha y mantener las condiciones que permitan el desarrollo individual y la solución de los problemas comunes, incluido la conclusión de conflictos entre los ciudadanos y el establecimiento de respuestas coordinadas a las crisis y amenazas colectivas, parece claro que establecer prioridades respecto a unos recursos públicos escasos –que a ello equivale lo que Holmes y Sunstein definen como «un estudio de las condiciones fiscales para la aplicación de los derechos»– es una cuestión «fundamentalmente política». Decir que «en la medida en que un esquema concreto de protección de derechos está financiado por la comunidad, su aplicación debe justificarse ante esa misma comunidad e incorporar las oportunas salvaguardias para los grupos minoritarios» es lo que Aristóteles llamaba un silogismo perfecto –y los lógicos modernos un axioma– que nos devuelve al punto de partida y origina un cierto desencanto porque, dicho lisa y llanamente, una tesis tan sugerente como la ofrecida en esta obra se merecía una respuesta más amplia y meditada.

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Ficha técnica

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