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Ron Howard: El Código Da Vinci

El Código Da Vinci

Ron Howard

El Código Da Vinci está distribuida por Columbia.

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En esta sección solemos relacionar cada película, cuando es el caso, con la novela en que está basada. No lo voy a hacer ahora por la sencilla razón de que no he leído la novela.Tengo algún prejuicio, ya lo sé. Contra todos o casi todos los best sellers, género este el más genuino de nuestro tiempo y el que hace las delicias de algunos editores mayores, cuya vocación ha encontrado por fin su destino: la venta masiva de papel impreso. Entendería, pues, que se me reproche ese vicio tan español de la descalificación a priori, más frecuente de lo deseado entre escritores. En mi descargo diré, sin embargo, que soporto mal la prolijidad narrativa, la acumulación de detalles innecesarios que suelen caracterizar a todo buen best seller que se precie y aun a algunos que, sin lograr su objetivo, hacen todo lo posible por lograrlo.Aguanto malamente aquellos libros que se detienen en minuciosidades técnicas, científicas o artesanales, libros en que pueden aprenderse supuestas técnicas de investigación social o criminal, de navegación marítima o aérea, mientras dan de lado las emociones más genuinamente humanas, porque para ésas no hay manual de instrucciones que valga.

Recuerdo que siendo de niño gran aficionando a los tebeos, hoy cómics, algún compañero sabiondo venía a descalificarlos con burla porque ni El Guerrero del Antifaz ni el Capitán Trueno, entre tanto batallar, dedicaban siquiera un breve instante a ese sosiego reparador que supone vaciar la vejiga a tiempo o aligerar el vientre.Y es verdad que en viñeta alguna se veía a nuestros héroes haciendo eso que se llama sus necesidades.Tales cosas hay que suponerlas, le replicaba yo, anticipándome así en años a las alambicadas teorías del crítico barcelonés José María Castellet, tan de moda algunos años más tarde, elucidadas en su sorprendente best seller La hora del lector, publicado por el editor Carlos Barral.

Ya se sabe que todo ha ido últimamente por otro camino. Las novelas han engordado, el tamaño de los libros ha crecido, en Londres yo he visto ediciones de El Código Da Vinci grandes como maletines. El lector, lejos de esforzarse más, se ha entregado decididamente a la pereza. Si los libros fueran carne, habría que dárselos a comer en forma de papilla. Prolijidad, prolijidad. Se escribe lo innecesario, y se lleva al lector tan de la mano que no parece el escritor, o la escritora, sino una joven mamá dispuesta a auxiliar con los toques que sean necesarios la buena salida de la micción de su hijito varón.

Dicen las estadísticas que ahora sí se lee, que se lee más que nunca; pero se lee lo que no debió escribirse, que es precisamente, a tenor de tantos éxitos de última hora, lo que más gusta.Y acaba cumpliéndose la pesadilla del creador de aforismos: la élite está convirtiéndose en parte de la masa. No lo contrario, como sería deseable: la masa convirtiéndose en parte de la élite. Me dirán algunos que bueno y qué. ¿No estamos ensalzando a troche y moche la lectura? ¿Por qué cuando la gente lee, con tanta perseverancia y universalidad estos Códigos Da Vinci y sus allegados nos escandalizamos? Que lean, que lean, exclaman los posibilistas, siempre será mejor que no leer. No digo yo que no. Si leer o no leer es como comer o no comer, siempre será mejor comer algo. Pero ahí está el caso de ese periodista norteamericano que probó a alimentarse durante todo un mes de hamburguesas y esa clase de comidas que llaman en Estados Unidos fast food. Todos sus niveles de salud entraron en zona crítica: colesterol alto, ácido úrico por las nubes, triglicéridos para qué decir… De no haber cambiado inmediatamente de dieta sus días sobre la tierra estaban contados. ¡Hombre –exclamará algún lector–, pero la lectura no mata! Lo sé, pero este tipo de lectura, digámoslo así para entendernos, de hamburguesería o fast reading, atonta, idiotiza, o, cuando menos, oscurece algo la sesera. Por eso digo yo que el dilema de comer o no comer es falso, tan falso como el de leer o no leer. Pueden comerse otras cosas, como pueden leerse otras cosas. Claro que aquí vendríamos a topar con el espíritu de nuestro tiempo. Lo decía Borges: imponer lecturas es como imponer la felicidad y no existe la felicidad obligatoria. Amén.

Y ahora hablemos de la película. Oscura como un túnel. Larga –¡dos horas y media!– como un túnel también. Un túnel confeccionado con sotanas, como las obras de esos artistas de nuestros días que envuelven edificios o trabajan con harapos para rescatarlos del olvido y entregarlos al Gran Arte. Esa misma noche, después de ver la película, tuve una pesadilla atroz en la que, siendo el adulto que ahora soy, me vi sometido como un niño a unas sevicias ambientales muy de aquellos tiempos en que prevalecía un sistema educativo, el que había impuesto el franquismo por toda la piel de toro, de vocación férreamente medieval y atiborrado de sotanas.

Me llamó la atención que, en la cola para entrar al cine –la película la vi en Londres–, hubiera bastantes menos ingleses que gentes de otra procedencia.Abundaban los asiáticos, sobre todo los que me parecieron iraníes, varias parejas de hombre y mujer, y también pakistaníes. Les supuse a todos de religión musulmana, les supuse también interesados en conocer esos intríngulis tremendos que, según el señor Dan Brown, esconde el cristianismo o el catolicismo. ¡Pobrecillos!

¿Qué decir, pues, de la película? Ya he apuntado su oscuridad ambiental, porque lo de la sotana es algo más que una ocurrencia metafórica. Los tonos de la película son oscuros, la acción es casi siempre nocturna, como de vampiros. El pobre Alfred Molina, ese obispo o cardenal del Opus Dei, de nombre Aringarosa, parece el mismo Drácula con sotana y un buen montón de kilos de más. Su asesino a sueldo, el fanático monje Silas, con los ojos casi fosforescentes, a quien da instrucciones en español y con el que habla siempre en latín o en español, parece una versión, otra más, de Alien.

No todo es así de rechazable. Por ejemplo, la tesis que esconde la película, sobre la que se construye la acción, está muy bien expuesta por el impedido multimillonario inglés sir Leigh Teabin, magníficamente interpretado por Ian McKellen: de hecho, es lo mejor, el único momento de sosiego entre tanto disparo y persecución. De su mano y sobre una copia del cuadro de Leonardo descubrimos la pretendida impostura. San Juan no es San Juan sino María Magdalena. El Grial no es una copa sino un linaje, el linaje de Jesús y María Magdalena.

Eso está bien contado. Eficazmente y con gusto. Pero para llegar a ello hemos tenido que soportar más de una hora de persecuciones y disparos, tantas y tantos que echamos de menos una pequeña vuelta de tuerca capaz de provocar una soterrada hilaridad que nos aliviara del espesor de temas tan barbados.Verbigracia, cuando ese coche biplaza, el Smart creo que se llama, de uso preferentemente urbano, escapa marcha atrás a toda velocidad, con nuestros protagonistas dentro, por las aceras de París. En el cine nadie aplaudió, claro. Pero, seguro estoy, de que en la play station la misma situación ha de provocar el entusiasmo de los usuarios. Quiero decir que el desvelamiento de un secreto capaz de trastocar nuestro mundo occidental, al tocar el corazón de nuestras creencias más arraigadas, nada supone en la película al lado de esas peripecias que el conocimiento de tal secreto provoca. En ese sentido, la película ya la hemos visto. Es el cine americano más tópico y bobalicón de los últimos años, con gran abuso de banda sonora, en el límite del sobresalto. La finura y el ingenio se han trocado en petardazos.

Debatir sobre lo que en El Código Da Vinci se cuenta, como se ha hecho tan abundantemente en otros foros, deseosos la mayoría de salir al quite de lo que consideran calumnias contra instituciones religiosas, el Opus Dei o el propio Vaticano, parece superfluo y, sin embargo, qué difícil resulta, mire usted por dónde, no caer en la tentación. Leonardo Da Vinci era un genio, uno de los genios indiscutibles que la Humanidad ha conocido, pero estaba casi tan lejos del Cristo hombre como nosotros. No es Da Vinci un testigo contemporáneo de los hechos, según mucha gente pudiera pensar a tenor de la novela o de la película. Da Vinci es un hombre del Renacimiento, por tanto mucho más cerca en todos los sentidos de nuestro tiempo que del de Cristo. ¿Qué importa quien sea ese personaje, si María Magdalena o San Juan? ¿Qué, si no hay taza o copa, si hay una copa común para Cristo y los apóstoles o una para cada uno? Y el caso es que, como ya he dicho, eso es lo más interesante de la película, lo que está contado de mejor manera.

Pero pueril es que si el Santo Grial es un linaje, el linaje de Cristo, su crecimiento haya sido durante nada menos que dos mil años tan raquítico, en contraposición a las leyes de la naturaleza.Todos los hijos unigénitos, del primero al último, en este caso la última, esa policía francesa del departamento criptográfico llamada Sophie que interpreta como puede Audrey Tatou.Y peor papel si cabe es el de Tom Hanks, nunca tan desafortunado. Se le supone un afamado especialista en simbología, pero ni él se lo cree ni nosotros, los espectadores, lo creemos.Tan falto de autenticidad está que ni siquiera hay entre él y la coprotagonista ese beso o ese abrazo que es desde hace ya tiempo obligado en el cine, con lo que, sin quererlo, ahí está, a mi juicio, la mayor originalidad de la película: los protagonistas no se besan.

El periodista británico Simon Jenkins ha denunciado en el periódico The Guardian la básica impostura del libro de Dan Brown. El Priorato de Sion, proclamado por el autor como un hecho cierto, nunca existió. Por eso la Iglesia católica o el Opus Dei han exigido, es verdad que en vano, que la película fuera acompañada de un aviso en los títulos de crédito que advirtiera sobre la naturaleza imaginaria o ficticia de los hechos narrados. A Jenkins, como periodista, le indigna que hechos falsos sean presentados como verdaderos y escribe: «Los hechos deberían ser sagrados.Tienen que averiguarse y comprobarse; no vale con inventárselos». Se queja, por último, el periodista británico de que los novelistas y los cineastas hayan entrado en lo que él llama «La fortaleza de los hechos» por la puerta de atrás, apoderándose subrepticiamente del tesoro de la verdad, y dejando en su lugar una superchería. Estoy de acuerdo. Pero en todas partes cuecen habas, y algunas muy gordas en el periodismo británico, dignas de figurar también en el blog de Arcadi Espada como el propio artículo de Jenkins. Me refiero a eso que los periódicos publican a sabiendas de que no es verdad. Un ejemplo muy cercano del prestigioso TLS (Times Literary Supplement): en carta al director, un inglés, colaborador ocasional de esas mismas páginas, denunciaba con toda desfachatez que, con motivo de la polémica sobre el Estatut, ya se habían incrementado [sic] las palizas a los catalanes en las ciudades españolas. Que venga Dios y lo vea.

Mi mala opinión de la película nada tiene que ver, sin embargo, con sus contenidos religiosos supuestamente blasfemos o calumniosos. La película es difícil de soportar, porque está mal concebida y realizada, a pesar de la abundancia de medios a su alcance, no pasando de ser un subproducto más de ese Hollywood que ha hecho de la play station la falsilla sobre la que guiarse. De no tener contraída esta obligación con los lectores de la Revista de Libros me hubiera salido a la media hora y me hubiera evitado dos horas adicionales de franca incomodidad.

Cuentan que hubo en León a principios del pasado siglo un pellejero borrachín, de nombre Genaro, que murió atropellado por el primer camión de la basura que tuvo la ciudad.Acababa de salir nuestro hombre de una casa de lenocinio, y empezaba a desahogarse de orines o de vientre, que eso no está claro, al arrimo de la muralla romana cuando, ¡zas!, el camión, conducido por manos inexpertas, lo atropelló. Una mujer salió del cercano lupanar y con unos periódicos viejos tapó sus heridas. Desde entonces, y ya van para casi cien años, todos los Jueves Santos, el día central de la Semana Santa, en la ciudad se conmemora su muerte con una procesión algo estrafalaria, en paralelo a la del Santo Entierro. Julio Llamazares escribió sobre ello. ¿Por qué traigo esto a colación? ¿Se imaginan lo que hubiera hecho de esto el afamado Dan Brown, en complicidad con los productores de Hollywood? Superchería por superchería, me parece mucho más interesante la del entierro de Genarín que la de El Código. El entierro esconde, bajo una envoltura de aparente ingenuidad, lo que le permitió sobrevivir al franquismo más duro: una enorme carga contestataria y contracultural.

Y, aunque todo esto ya nada tenga que ver con el cine o con la literatura, dado que la atención que le prestamos, hasta el punto de dedicarle este artículo, es por causa de su enorme impacto social, me gustaría añadir que, a mi juicio, la Iglesia católica ha actuado con falta de finura en su rechazo al engendro. Hombres de poca fe. Si la imagen de Cristo ha podido salir indemne de los dos mil años de torpe administración que se ha hecho de su nombre, cómo va a resentirse de las pobres invectivas de Brown. Ítem más. Poner a Brown a la altura de los grandes autores que han alcanzado los honores del Índice de Libros Prohibidos, con el Abate Marchena, o nuestro querido don Pío Baroja, es de una torpeza inconmensurable, y lo único que personalmente y como escritor envidio de este Dan Brown.

 

El Código Da Vinci está distribuida por Columbia.

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