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Ensayo siglo XX: perdidos en la selva

EL ENSAYO ESPAÑOL. SIGLO XX

Jordi Gracia (ed.), Domingo Ródenas (ed.)

Crítica, Barcelona

1.008 pp.

33 €

EL ARTE DE ENSAYAR. PENSADORES IMPRESCINDIBLES DEL SIGLO XX

Fernando Savater

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona

120 pp.

18 €

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Buena parte de los autores que eligen la modalidad ensayística o que saben que van a ser encasillados dentro de ella no pueden evitar, casi como cuestión previa, el impulso de justificarse ante un hipotético público que presumiblemente va a pedirles cuentas de su osadía o va a echarles en cara su falta de basamento «científico» o simplemente va a tildarles de superficiales y diletantes, como si fuesen lenguaraces poco o nada diferentes de esos contertulios pedantes –pseudoexpertos– que tanto abundan en los medios de comunicación. El ensayo es además, por sí mismo, un género muy propicio para ese tipo de aclaraciones o justificaciones preliminares, inserto en una tierra de nadie entre la demostración y la opinión, entre la ciencia y la literatura, entre la frialdad analítica y la voluntad de estilo, entre el dato y la metáfora, participando casi siempre un poco de todos esos ingredientes. Respondiendo a ese esquema, hasta el sintético volumen que firma Fernando Savater dedica un hueco –sus páginas preliminares, ¡cómo no!– a unas reflexiones, tan escuetas como certeras, sobre el «arte de ensayar». La comparación con un acto familiar le viene pintiparada al filósofo español: el ensayo es algo parecido a lo que trata de hacer el niño que quiere comer solo, un intento que se realiza con fuerza de voluntad y determinación, pero también sobre la base de que (¿aún?) no se sabe o se puede realizar plenamente. En términos complementarios, el ensayista, antes que invasor o conquistador, es, sencillamente, un «explorador audaz». Por alejarnos de las metáforas tan caras al pensador vasco, aunque siguiendo su estela argumentativa, digamos simplemente que el ensayista es consciente de que el tema le desborda y por ello no pretende tanto establecer como sugerir, del mismo modo que no ansía agotar el campo de estudio sino ensancharlo. Un cierto escepticismo es consustancial al autor de este género y, con ello, un cierto inacabamiento es el resultado (asumido de antemano) de su obra.

Si bien esas premisas resultan aceptables y hasta atractivas para algunos, sus consecuencias en el orden práctico dibujan un panorama de confusión o, si se prefiere, de permeabilidad y desdibujamiento de fronteras que hace muy difícil establecer los límites mismos del ensayo (aunque es cierto que un parecido proceso de hibridación afecta también hoy a la novela y a otras expresiones literarias, artísticas e incluso científicas). El libro que editan Jordi Gracia y Domingo Ródenas, tan distinto en todo al de Savater (empezando, sin más, por la extensión), no puede prescindir tampoco de unas reflexiones de esta índole, es decir, sobre el sentido, carácter, objetivos y especificidad del género. También en este caso se busca la metáfora clásica, la del ensayista como cazador, que proviene de Ortega. Pero este cazador se ha hecho con el tiempo más complejo de lo que hubiera podido predecir el filósofo madrileño: su ego se ha hipertrofiado y no se esconde, antes al contrario, se exhibe de un modo novelesco y arbitrario, sin por ello abdicar de sus roles de poeta, cronista o profeta, entre otros muchos. En palabras de Marichal, «la maleabilidad del ensayo» convierte al escritor en «camaleónico» y, con ello, y a mucha honra, en inclasificable e impredecible. A esas alturas, hablar como Dobrée de «crisis del ensayo» es algo que, simplemente, carece de sentido. ¿Qué no está en crisis en la posmodernidad? Más funcional resulta remitirse a los hechos mismos y, como apuntan Gracia y Ródenas, instaurar un marco general para el ensayismo contemporáneo, un género que va y viene entre los vértices de un triángulo cuyos lados son «la reflexión ecléctica sobre el mundo, la reflexión especializada y la reflexión sujeta a la actualidad periodística».

Ahora bien, el establecimiento de ese marco elemental no supone gran cosa en la resolución de los problemas fundamentales ni apenas sirve para lo más inmediato; por decirlo en términos contundentes: qué es exactamente un ensayo, a qué cosa queremos hoy día dar categoría de ensayo o cómo discriminamos lo que es ensayo de lo que no lo es (y a ver qué nombre damos a «esto otro» y dónde lo clasificamos: ¿en el apartado de prensa, memorias, testimonios, actividades académicas, monografías, manifiestos, estudios técnicos o sectoriales…?). No quiero ni puedo extenderme en una cuestión que terminaría por conducirnos muy lejos de lo que debe ser una reseña, pero no tengo más remedio que insistir en que el asunto es medular y, por supuesto, trasciende la elucubración ociosa. Cuando Savater recibió del Círculo de Lectores el encargo de urdir una «colección de ensayo contemporáneo» eligió la vía más difícilmente cuestionable y procedió por acumulación: así salieron, unos detrás de otros, en promiscuidad justificada por la mera acotación cronológica (siglo XX), Unamuno y Foucault con Russell y Weber, Mishima y Lukács con Benda y Freud, McLuhan y Lévi-Strauss con Monod y Aron… Bueno, ¿y qué? ¿Quién se atreve a lanzar la primera piedra? La etiqueta o subtítulo de «Pensadores imprescindibles del siglo XX» lo aguanta todo porque, en efecto, todos son pensadores fundamentales de nuestro tiempo, aunque, a todo esto, hayamos perdido de vista de qué «pensamiento» estamos hablando.

Convengamos, en suma, que la indefinición misma de una antología de pensadores, es decir, la misma adaptabilidad del cauce, hace que quepan todos o que nadie en particular tenga que rendir cuentas profundas de su presencia. Pero esta inhibición, esta permisividad a la hora de pedir la entrada –por decirlo de la manera más neutral que se me ocurre– tiene un alto precio, paradójicamente, cuando se estrechan las coordenadas espacio-temporales. Porque cuando lo que se nos propone es dar un panorama coherente (y quisiera enfatizar este último concepto) de lo que ha sido el ensayo –obsérvese: en singular– en la España del siglo XX, es inevitable que nos hagamos algunas preguntas, mantengamos determinadas exigencias mínimas y procuremos no rendirnos –por lo menos, de entrada; por lo menos, sin alguna lucha y cierta resistencia– a esa labilidad del género. Entiéndaseme bien: ahora mismo no pretendo poner en cuestión la labor –por otro lado, encomiable y brillante, como luego especificaré– de los compiladores, ni quiero discutir en cuanto tal la nómina de autores seleccionados, sino que me refiero a algo que está en la base misma de la iniciativa, es decir, de la propuesta que sustenta un libro sobre el «ensayo español» del pasado siglo.

Argumentaré con casos concretos: si, como pone de relieve el excelente y dilatado prólogo (174 páginas), subyace a este empeño la determinación de trazar «el curso del ensayo español del XX» en el contexto de «la historia entera de la España contemporánea» –y de ahí las múltiples y pertinentes alusiones a los avatares políticos, económicos, sociales y hasta bélicos–, ¿por qué no han sido seleccionados autores y obras que en su momento marcaron un hito o determinaron el rumbo de las ideas? ¿Tiene sentido omitir en la antología, en un panorama general del ensayo español del siglo XX, el debate Castro-Sánchez Albornoz? (por cierto, este último ni aparece). ¿Y la polémica entre Laín y Calvo-Serer? ¿Y las discusiones sobre el quijotismo al hilo de la celebración del tercer centenario? ¿O, por irnos al otro extremo del siglo, la estela del «desencanto» en la Transición? ¿Y qué decir de la hidra del regeneracionismo, o del europeísmo, del compromiso antifranquista o de la supuesta especificidad hispana, por limitarme a un ramillete de asuntos insoslayables? Puede argumentarse que aquí hay autores antes que temas, pero dejando a un lado lo discutible, artificioso y hasta arbitrario de la distinción, tal defensa se encontraría con dos constataciones demoledoras. La primera, que hay páginas bastante prescindibles cuya inclusión sólo se entiende como intento de reflejar el pulso o las preocupaciones (es decir, temas y, en este caso, muy menores) de una época: así, los «Quince años de literatura española», un viejo texto de Arconada (1933) o la reseña que hace Antonio Espina de El nuevo romanticismo de José Díaz Fernández. Pero además, en segundo término, puede apreciarse fácilmente que se incluyen autores que sí están representados por alguno de los temas seminales del momento: Manuel Sacristán con el célebre texto de la «filosofía en los estudios superiores», Antonio Machado con el «Juan de Mairena», Azaña con las «causas de la guerra», Giménez Caballero con su «genio», Juaristi con su «bucle»…

Lo curioso del caso es que las ya aludidas páginas introductorias que escriben Gracia y Ródenas sí recogen el panorama general de las ideas, las inquietudes y las controversias de la España del siglo XX, hasta el punto de que logran construir un sucinto pero esclarecedor entramado de la historia intelectual de nuestro país en ese período. Es verdad que estas densas páginas, encabezadas por un titular categórico («Biografía sintética de un género literario») terminan teniendo un tono de manual universitario, en la medida en que predomina lo extensivo, el afán enumerativo y el tono frío y distante sobre la interpretación personal y arriesgada. Pero en el contexto que estoy trazando ese no pasaría de ser un reparo muy menor y probablemente una opción casi inevitable en un libro de estas características. Tampoco creo que tenga mucho sentido detenerse en las ausencias, aunque hay algunas que llaman la atención (por ejemplo, Eugenio Noel, Gutiérrez Solana), sobre todo teniendo en cuenta determinadas presencias (Marichalar, Sánchez Rivero), del mismo modo que no se entienden bien otros contrastes, como que Tierno Galván esté representado por un texto muy menor y otros (Castilla del Pino, José Antonio Marina) por sus obras más representativas, que esté el Idearium de Ganivet pero no el Sentimiento trágico de Unamuno, o que aparezca el texto de reconocimiento a Ortega de Laín en vez de La generación del 98. Apunto todo ello porque no tengo más remedio que consignarlo, pero no quiero entrar al trapo del criterio de selección de autores y obras, que constituye la eterna y estéril discusión en cualquier antología.

Volviendo a la cuestión central, el problema básico está en el sentido mismo del género ensayo y en su capacidad para recoger y reflejar las grandes preocupaciones intelectuales de nuestro tiempo. Pero si ya de partida confesamos que no sabemos muy bien qué es eso del ensayo, que es tanto como decir que no sabemos muy bien de qué estamos hablando, no podemos extrañarnos luego de que el resultado sea un totum revolutum, una audaz iniciativa –«ahí queda eso»– con la que el antólogo se cubre las espaldas a costa de dejar perplejo al lector que recibe la andanada. Dice Fernando Savater que el único criterio –cursiva mía– de su selección es «que sean obras decididamente relevantes» –cursiva suya–, y aclara que con ello quiere decir «capaces a su vez de engendrar nuevas vías fecundas de ensayismo». Si esto no es un círculo vicioso, ya me dirán. Por su parte, Gracia y Ródenas, al hablar de la frontera entre el ensayo y los artículos de prensa que escriben los Ayala, Vicent o Millás, sostienen que «a nadie se le ocurrirá decir, acerca de cualquiera de esos artículos, que se trata de un ensayo, y sin embargo comparecen en esos textos los requisitos enunciativos y temáticos para serlo» (p. 170). Algún ingenuo se agarrará al clavo ardiendo de la extensión para desecharla al momento: «Y es que el argumento de la extensión, tan reiterado a la hora de distinguir entre uno y otro [ensayo y artículo], acaba resultando inconsistente» (ibídem). Podemos demorarnos así en el laberinto sin avanzar un paso hacia la puerta de salida. Sólo queda entonces, dicho en plan castizo, cortar por lo sano, y sea lo que Dios quiera.

Y lo que sale, como hubiera adivinado hasta el más lerdo, tanto en el caso de la colección de Savater como en la antología de Gracia y Ródenas, es una relación de autores más o menos sagrados, de obras más o menos discutibles, de fragmentos más o menos significativos y, en última instancia, tomados como conjunto, de pensamientos que fluyen hacia todas las direcciones imaginables, desde los presupuestos más variopintos, con los utillajes metodológicos más irreductibles, en el cauce de las disciplinas más dispares y con los objetivos últimos más heterogéneos. Permítanme dos apuntes para terminar: en la antología sobre el pensamiento español del siglo XX hay mucho ensayo literario y algo de otras disciplinas, desde la historia a la psicología, pasando por la política, la estética, la gastronomía, la ética o la música, pero destaca de manera clamorosa la ausencia de la biología, la física y, en general, de las disciplinas científicas, como si el ensayo, una vez más, arrastrando viejos defectos hispanos, fuera cosa «de letras» (en el fondo, ¿especulaciones metafísicas?). Por no aparecer, no comparece siquiera el pobre Ramón y Cajal, tan socorrido siempre en estas lides, que escribió páginas de divulgación que hasta los niños pueden leer sin atragantarse. Y una última cosa que puede parecer menor, pero que en mi opinión trasciende la mera anécdota y se convierte en categoría al hilo de lo que aquí se ha argumentado: de los tres autores españoles de la selección de Savater –Unamuno, Ortega y Zambrano–, sólo uno, el segundo, coincide con el mismo texto en la antología de Gracia y Ródenas: resulta que, al final, La rebelión de las masas es lo único indiscutible que nos queda y el único punto en común cuando queremos hablar de ensayo.

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Ficha técnica

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