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Edgar Allan Poe vuelve a América

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A las puertas de un bicentenario que promete situar definitivamente a Edgar Allan Poe (1809-1849) en lo más alto del panteón literario de los Estados Unidos, son al menos cuatro las ciudades norteamericanas que compiten por la paternidad simbólica del escritor: Richmond, Filadelfia, Nueva York y Baltimore. En todas ellas el escritor vivió, trabajó y escribió la mayoría de sus más famosos relatos y poemas; todas presumen de casas reales o reconstruidas con mayor o menor fortuna en las que habría pasado algunos años de su breve, pero atormentada, existencia, y que hoy se han convertido en lugares de peregrinación; algunas de esas ciudades cuentan incluso con un “museo” más bien prescindible en el que se almacenan escasos recuerdos, primeras ediciones o supuestos objetos personales del gran hombre, así como reproducciones de lo que, a su vez, han conseguido recopilar o inventarse otras instituciones. Y, sin embargo, Poe no nació en ninguna de ellas, sino en Boston, donde sus padres, cómicos ambulantes, estaban trabajando a la sazón. Huérfano muy pronto –su padre los abandonó y su madre murió cuando el bebé tenía dos años-, adoptado por una familia que nunca lo aceptó del todo, Edgar (que había estudiado en Gran Bretaña –donde su familia adoptiva vivió cinco años– y en la Universidad de Virginia) ensayó la carrera militar antes de decidirse por la literatura e intentar –algo entonces insólito– ganarse la vida con su trabajo como escritor. No le fue fácil, sobre todo en sus comienzos: al no existir leyes internacionales que protegieran el copyright, a los editores norteamericanos les era más rentable “piratear” las obras de autores británicos consagrados que arriesgarse a pagar el trabajo de desconocidos escritores norteamericanos.

La posteridad de Edgar Allan Poe en su patria ha sido tan azarosa como su existencia, siempre precaria y sometida a una constante presión económica. Aunque logró cierto reconocimiento en vida gracias a la difusión de algunos de sus cuentos y poemas –publicados en revistas en las que su autor trabajaba como redactor jefe o editor– lo cierto es que Poe constituye el primer ejemplo norteamericano de la influencia que una mala reputación puede ejercer en la recepción de una obra literaria. Tras su nunca del todo aclarada muerte en Baltimore, su albacea testamentario –incomprensiblemente, un antiguo enemigo literario sediento de venganza– difundió, desde el mismo obituario, una imagen distorsionada de Poe que lo presentaba como una especie de alcohólico irresponsable y depravado, un tipo mediocre, poco fiable en asuntos de dinero y entregado a las drogas y al desorden sexual, y cuya obra, oscura y atormentada, era fiel trasunto de los cataclismos de una mente enferma y decadente.

Esa imagen negativa fue la que se impuso en el clima intelectual “gótico” y morboso importado de la Inglaterra victoriana, difundiéndose rápidamente en ambientes académicos y literarios. Durante mucho tiempo el llamado “romanticismo negro” de Poe, tan opuesto al optimismo de los trascendentalistas, y especialmente de Emerson y Thoreau, constituyó una especie de rareza sin más valor que el de ejemplificar literariamente los abismos psicológicos y morales a los que puede llevar una naturaleza descarriada.  Y fueron escasos los autores norteamericanos del XIX y de la primera mitad del XX que lo contaron entre los grandes, aunque sin duda muchos lo leyeron.

Fue paradójicamente esa misma imagen –alimentada en vida por el propio Poe– lo que contribuyó al entusiasmo con que Baudelaire lo adoptó tras descubrir en él un “alma semejante” a la suya que se había alzado, a través de una obra de gran magnetismo literario, contra una sociedad filistea y corrupta. Durante casi diecisiete años, el autor de Les fleurs du mal tradujo y difundió los escritos del autor norteamericano, en los que siempre encontró inspiración y aliento: fue gracias a él como Poe se convirtió en el primero de una larga lista de creadores y artistas norteamericanos más apreciados en Europa (por Dickens y Nietzsche, entre otros) que en su propio país. 

Tras Mallarmé –que dedicó un célebre poema a Le Tombeau d´Edgar Poe–,Valéry, otro de sus grandes divulgadores europeos, subrayó lo obvio: el carácter inaugural de muchos de los relatos de Poe. La novela policial de deducción –el clásico whodunit– debe mucho a las tres historias protagonizadas por el detective Auguste Dupin (antecedente de Sherlock Holmes y Hercule Poirot) y, de modo especial, al espléndido Los crímenes de la calle Morgue; sus mejores relatos de terror (desde La caída de la casa Usher hasta la modernísima novela de aventuras La narración de Arturo Gordon Pym) suponen otra vuelta de tuerca en la evolución del gothic, sin la que difícilmente podríamos concebir a autores como Bram Stoker o, más tarde, a Lovecraft; su curiosidad ante los avances de la técnica le hizo responder con notables obras seminales de la moderna ciencia ficción, como El camelo del globo. Como crítico y teórico de la literatura, Poe estaba firmemente convencido de que un significado evidente alejaba a una obra de la literatura, lo que no era incompatible con la búsqueda de los más amplios públicos: de ahí que trabajara sus narraciones y poemas a partir de un complejo sistema de referencias al que no eran ajenas las citas clásicas o las lecturas filosóficas de su juventud.

Poe comenzó su viaje de vuelta a la apreciación de sus compatriotas a partir de que William Carlos Williams descubriera en un célebre artículo su profundo americanismo, reflejado en su temprano rechazo de la tradición europea y la fijación en su obra de motivos y temas locales. Y algo aún más importante: “Poe comunicó la sensación, por primera vez en América, de que la literatura es algo serio”.

Dos siglos después de su nacimiento, Edgar Allan Poe se ha convertido en un icono literario de lo genuinamente estadounidense. En Filadelfia, su casa-museo, gestionada y custodiada por funcionarios del Ministerio del Interior, forma parte del Independence National Historic Park, una especie de “parque temático” de la Revolución Americana en el que se veneran los escenarios, personajes y mitos fundadores de la nación. Y hace ya tiempo que sus compatriotas han descubierto la profunda influencia que ha ejercido en escritores que habían negado su magisterio y efectuado reproches de vulgaridad (Henry James) a una obra que hoy se muestra compleja y rica en significados (como han señalado Lacan o Derrida). Junto con Melville y Hawthorne –opuestos también al trascendentalismo luminoso–, Poe apuntaló con talento la muy fructífera oposición del bien y el mal que ha sido una constante de la narrativa norteamericana, introduciendo géneros, temas y motivos que han fecundado tanto la literatura “seria” como la popular. Aunque sólo fuera por eso, se merece el homenaje de todos los lectores.

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Ficha técnica

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