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Genoma del deseo

Edén

FELIPE HERNÁNDEZ

Seix Barral, Barcelona

352 págs.

2.800 ptas.

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Pongamos que la democracia sea la tierra prometida. Imaginemos una ciudad inmensurable regida por una burocracia gris y anónima, hormiguero de lenguas, presidida por una torre inacabada y mítica. Enfoquemos al quimérico arquitecto de esa monstruosidad heredada y, enseguida, al elegido intérprete de su libro indescifrable, en el que alienta el código que permitirá conocer el sentido de las nuevas fases de su edificación. Veamos cómo el intérprete, Samuel Molina, es objeto de una zancadilla terrible que amenaza su trabajo y luego su vida, una zancadilla que no viene de arriba (porque ya no hay «arriba», sólo unos andamios que se tambalean al viento en la cúspide de la torre) sino de sus propios compañeros funcionarios. Ese hombre vive entre palabras extrañas y murmullos foráneos; jamás ha conocido el hálito animal de la existencia, apenas sabe de seres vivos ni de plantas, nunca ha trascendido su propio cuerpo ni ejercido el amor. Además, ha perdido su agudeza visual y una funcionaria tiránica y sin escrúpulos lo ha elegido para que se enamore de ella. Su destino en tanto que traductor y amante medio ciego, será el del profeta: la persecución, la revelación y posiblemente el olvido. Así, a grandes rasgos que no hacen justicia a esa sencilla complejidad que distingue una novela seria, ha planteado Edén Felipe Hernández. Y lo ha hecho siguiendo aquella máxima de Italo Calvino según la cual la literatura permanece viva sólo si nos proponemos objetivos enormes, más allá de toda esperanza de logro.

Uno de esos objetivos es establecer un diálogo homicida con la tradición narrativa. Si el autor está pensando en modelos anteriores, fabricados por Melville, Orwell o Kafka, los invoca para entrar en conflicto con ellos. Ninguno es perfecto y por eso él va a intentar trascenderlos enarbolando una voz propia. Veremos al K. de El proceso; la atmósfera opresiva y sin esperanza de Bartleby; el control incesante de 1984 en la figura del oidor que conoce toda la historia del intérprete Molina desde que nació. Sin embargo, hay una diferencia ideológica esencial: las tres novelas citadas señalan un responsable vertical, inalcanzable –llamémosle Dios o Gran Hermano–, mientras que Felipe Hernández urde una fábula humana horizontal en la que los responsables de la arbitrariedad y el horror son los mismos compañeros de trabajo. No hay Dios en Edén, pues Decelis, el arquitecto, carece de influencia real y además muere cuando cree haber concluido los planos de la torre. Tampoco hay ningún dictador o autoridades que lo puedan todo: Urrutia, el jefe de departamento de traductores, es tan inocuo como un bedel. Los altos funcionarios, como Zigot, Aristos o la tentadora Brígida Munin, ocupan unas oficinas provisionales, plagadas de polvo y cascotes; ostentan unos poderes reglamentarios y su misma parcialidad parece formar parte del espíritu de la ley. Porque el autor nos está contando con prolijos detalles, en ocasiones con machaconería, no la excepción del engranaje de una sociedad sino la regla. La regla es que todo ciudadano despierta sospecha, que la igualdad nos convierte a todos en igualmente peligrosos.

Edén nos remite a la Biblia muchas veces. Si Decelis proyecta la sombra de un Yahvé ciclotímico y Molina la de un Jonás engullido por el perfume de una mujer cuyos encantos físicos no puede apreciar, el relojero Gaús es el providencial Noé que salva el enjambre y los pájaros, Osorio el ángel exterminador, Camargo el Caín que envidia a su hermano funcionario hasta el punto de querer borrar su identidad. Todos ellos son personajes esbozados con increíble precisión y frescura. El lema de la novela podría ser «ojos que no ven corazón que siente», pues la pérdida de sus gafas es lo que precipita a Samuel en el delirio sensual. Cuando recobra la vista su impetuoso deseo se diluye en la zafiedad de esa mujer de egoísmo insaciable. En el fondo, la base emocional de esta novela es el deseo considerado como tributo de una dominación. Sí, Decelis y Samuel hablan del amor que sienten por Dora Uzelay y Brígida Munin, pero en realidad lo que bulle en sus mentes es un abrazo profundo y utópico (en el que no hubiese consciencia ni «después»), no en vano las dos mujeres nos son presentadas como prostitutas: la una bella pero mutilada y la otra una arpía. «Sólo escapamos al tiempo cuando nos fundimos con ellas», afirma Gaús, el relojero apicultor, en cuyo pequeño jardín la funcionaria Munin baila, rodeada de abejas, la melodía del enjambre. Se trata de la masa, de la colmena que produce el zumbido que luego surgirá del libro de Decelis, «un sonido formado por ecos de innumerables actos de reproducción y muerte, por gemidos de las especies exterminadas y de tantas criaturas sufrientes, agónicas». Si a esa imagen añadimos la ejecución de los mirlos, la amputación de una falange y el encierro en un armario de ese Samuel que empieza a ser Job, ingresamos en el verdadero territorio de Felipe Hernández (ya conquistado en La deuda y La partitura): el dolor, su cambiante coloración y su particular música, orgiástica y fúnebre.

Es cierto que en esta novela echamos de menos algo de humor, que la extensión un poco excesiva se resiente en algunos episodios a los que no hubiera dañado cierta elipsis, y que el final podría haber sido más explícito y redondo. Pero en el otro lado de la balanza tenemos un impecable punto de vista único, una estructura a prueba de hilos sueltos y mucho diálogo. Y sobre todo tenemos el alcance de sus flechas. Edén ensaya una interpretación sinfónica de América. Ahí es donde late esa fanática defensa de la masa y el implacable control del individuo: la ubicua vigilancia de unos por otros, la envidia, el combate. Ahí es donde más veces se hace –o no se hace– el amor (la señorita Munin nos lo recuerda siempre), pero también donde la violencia entre individuos y sexos se despliega con parecida feroz contumacia, con bíblica resonancia. Felipe Hernández piensa en Canetti y en el desciframiento del genoma humano. La originalidad de su mirada radica en que cuestiona tanto la fe democrática triunfante, como la solidez emocional de esa tierra prometida cuyo implacable sol borra año tras año los caracteres del libro que traza el origen de la especie y vaticina su inevitable disolución en el odio y la soledad.

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Ficha técnica

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