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Economía y pandemia: España en Europa

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No es infrecuente oír a los economistas decir que cada crisis que vivimos no tiene precedentes, lo cual, en el fondo, es una tautología. Me perdonará por tanto el lector si comienzo este artículo diciendo que las últimas dos crisis a las que el mundo, en general, y España, en particular, se han enfrentado no tienen precedentes. Y más en el caso de la zona euro, con su particular arquitectura institucional y política.

En este artículo intentaremos argumentar por qué la crisis actual se va a ensañar con España en mayor medida que con muchos países de nuestro entorno por motivos que son económicos, relacionados con la estructura de nuestra economía, pero, fundamentalmente, políticos, relacionados con la inestabilidad de los últimos años. Pasaremos después a analizar la respuesta europea y en qué medida afecta a España, para lo que hay que considerar, primero, el contexto institucional de la Unión Europea y de la zona euro en el que se produce. Mención destacada merece el papel fundamental del Banco Central Europeo (BCE) y las repercusiones que puede tener la reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán. Con estos mimbres será posible discutir las consecuencias para España de los acuerdos recientemente alcanzados sobre los presupuestos de la Unión para los próximos años y el Fondo de Reconstrucción y en qué medida las instituciones europeas tienen capacidad para influir en las decisiones del gobierno español.

La crisis en España

La crisis global de 2008 comenzó en el sistema financiero de los países avanzados y, rápidamente, se trasladó a una crisis de deuda pública en el seno de la zona euro. Esa crisis, si bien fue global y afectó fundamentalmente a la demanda, no perturbó tanto a los países emergentes una vez pasado el arreón inicial. La salida de esa crisis ha sido lenta y dolorosa sobre todo para aquellos países que, como España, tenían unos endeudamientos públicos o privados elevados. Reducir deuda es un proceso lento que mientras dura deprime el consumo y la inversión manteniendo alto el desempleo. Cabe recordar que la enorme deuda privada que ha supuesto un lastre tan importante para la economía española se acumuló en los años de euforia previos a la crisis de 2008 y fueron financiados con ahorro externo. A riesgo de una simplificación excesiva, España estuvo de fiesta desde la incorporación al euro, fiesta financiada en gran medida por el ahorrador alemán. El posterior ajuste del sector privado y hasta la pandemia actual ha sido espectacular y novedoso para la economía española, acostumbrada a pasar las resacas económicas con la aspirina de la devaluación. Espectacular por el dinamismo mostrado por el sector exportador, que ha superado sistemáticamente las proyecciones más optimistas y mostrado que el arduo proceso de hacer más competitiva la economía ha sido posible con bastante éxito. Y novedoso, porque es la primera vez que la economía española se enfrenta a una crisis sin el tipo de cambio como mecanismo fundamental de ajuste.

Estábamos apenas saliendo
de la última gran crisis
cuando ha llegado
la pandemia del Covid-19

Y estábamos apenas saliendo de la última gran crisis cuando ha llegado la pandemia del Covid-19. Centrándonos, primero, en los aspectos económicos, predecir el impacto de esta crisis es muy complicado; no en vano es la primera vez en la historia de la humanidad que la mayoría de los países del mundo, sobre todo los avanzados, deciden voluntariamente suspender buena parte de su actividad económica. Los economistas realizan sus proyecciones sobre crecimiento, bien proyectando los distintos componentes de la demanda (consumo, inversión, exportaciones, importaciones y gasto de gobierno), o los componentes de la oferta, estudiando los distintos sectores económicos (agricultura, manufacturero, etc). En cualquiera de las dos proyecciones, hay dos factores a estudiar: el componente predecible, para el que se desarrollan modelos económicos y estadísticos, y el ‘shock’ impredecible. Normalmente, el segundo componente tiene una importancia mucho menor que el primero y por ello, si bien no perfectas, las proyecciones que realizan los expertos son razonablemente buenas. Sin embargo, con la pandemia estamos enfrentando un shock sin precedentes, tanto cualitativa como cuantitativamente. Desconocemos su impacto total final, su duración, en qué forma va a desarrollarse y cómo va a afectar al comportamiento de la gente, porque no tenemos claro cuál va a ser la evolución del virus, el descubrimiento y aplicación de posibles vacunas, la aparición de tratamientos efectivos, o cuándo se generará la inmunidad de grupo. Al contrario de lo que suele ser habitual, las proyecciones actuales se basan en un factor predecible que es mucho menor que el impredecible.

Esta distinción nos permite entender por qué las proyecciones de crecimiento para España son de las más pesimistas de cualquier país avanzado. En cuanto al componente predecible de la proyección, España es un país en el que el sector servicios, incluido el turismo y restauración, contribuye de forma muy importante a la actividad económica. Al mismo tiempo, España aplicó uno de los confinamientos mas restrictivos y largos del mundo. Un confinamiento tan estricto va a tener un gran impacto en la actividad económica este año. Habiéndose declarado el estado de alarma el 14 de marzo, es decir, a sólo un par de semanas del final del primer trimestre del año, uno hubiera esperado que el impacto económico del confinamiento fuera relativamente menor en ese periodo y abrumador en el segundo trimestre del año. Pero, hete aquí que los datos para el primer trimestre del año dieron unas cifras muy negativas, más de los esperado, para Francia y España, que se asemejan a las cifras italianas, país que empezó su confinamiento semanas antes. Por el contrario, Alemania y otros países de los denominados ‘frugales’ tuvieron unos datos, o bien en sintonía con las expectativas, que ya de por sí eran más positivas que para España, o mejores de lo esperado. Similares diferencias se reflejaron en los datos de crecimiento del segundo trimestre del año, muy negativos en general dado el confinamiento, pero mas negativo para los países del sur (España, Italia y Francia) que del este, centro o norte de Europa.

Esta crisis, a diferencia de la del 2008-2011, no se ha generado como consecuencia de desequilibrios en nuestras economías, lo que sugeriría que debería ser más temporal y con una recuperación más rápida. Pero, desgraciadamente, estos desequilibrios se están generando como consecuencia de la crisis y cuanto mayor y más duradera sea la crisis, mayores serán los desequilibrios que habrá que corregir en la recuperación, que será, por tanto, más difícil y lenta.  Teniendo en cuenta todos estos elementos, los diferentes analistas, incluyendo la Comisión Europea y el Fondo Monetario, además de agentes privados, se han vuelto crecientemente pesimistas con respecto a España. Por un lado, los datos que vamos teniendo sugieren que el impacto económico está siendo muy duro porque, al efecto de un confinamiento particularmente estricto se ha unido el colapso del turismo este verano, lo que, inevitablemente, llevará al cierre de muchos negocios en los próximos meses y a una peor posición financiera de aquellos que sobrevivan. Además, la recuperación en España puede ser más complicada dado el peso de sectores a los que el distanciamiento social afecta desproporcionadamente como, por ejemplo, los negocios asociados al turismo o restauración.

Cicatrizar todas estas heridas llevará más tiempo en España que en otros países, como Alemania y Holanda, países que, además, han demostrado tener un sistema político e institucional más robusto, lo que se ha manifestado, entre otras cosas, en una posición fiscal mucho más sólida. Hay una creciente desconfianza respecto a la capacidad del sistema político español de tomar las medidas duras que son necesarias. Y el problema aquí es doble:  por un lado, el sistema político está en la actualidad profundamente fragmentado, haciendo muy difícil consolidar mayorías estables en el parlamento, sobre todo en torno a medidas impopulares. Por otro, está el hecho de que el actual gobierno, particularmente sus socios de Podemos y de lo que queda del Partido Comunista, no parecen estar dispuestos a tomar esas medidas, mientras que el PSOE no está dispuesto a formar una ‘gran coalición’ a la alemana con el PP.  Por tanto, la inestabilidad política no se va a disipar en los próximos, y muy difíciles, meses. A esto hay que añadir la inestabilidad institucional, no ya por las ambiciones, digamos, “constituyentes“ del actual vicepresidente segundo del gobierno, sino por la distribución del poder territorial en Comunidades Autónomas, una estructura política y administrativa que en momentos de crisis evidencia serias disfuncionalidades. Por ejemplo, ¿alguien cuestiona que contar con 17 sistemas sanitarios ha hecho más complicada la lucha contra la pandemia? Afortunadamente, España no está sola para enfrentar estos retos. La pertenencia a la zona euro y a la Unión Europea no sólo van a proporcionar valiosos recursos con los que enfrentar la crisis, sino que son factores fundamentales de estabilidad. Sin embargo, las instituciones europeas no podrán hacer frente, por sí solas, a las carencias de nuestro sistema político, ni ser una panacea para todos nuestros, cada vez más graves, problemas sociales y económicos.

Una unión imperfecta: Integración económica pero no fiscal

La unión europea tiene su origen en una integración económica que, con el tiempo, se ha ido traduciendo en una mayor integración política. Sin embargo, por el momento, e incluso después de crearse el euro, no se ha establecido una unión fiscal, línea roja inviolable para algunos países miembros. Existe, por tanto, una tensión entre aquellos que quieren una mayor integración fiscal y política, y aquellos que quieren una mayor integración económica e, incluso, política, pero no fiscal. Esta tensión quedó reflejada en la arquitectura institucional de la zona euro.

El BCE, con el impulso político de Francia, se creó a imagen y semejanza del banco central alemán para vencer el inicial recelo alemán. Su mandato se centra exclusivamente en la inflación (y no en otros indicadores económicos como el desempleo), tiene un diseño institucional de gran independencia de los distintos poderes políticos tanto nacionales como europeos y una prohibición explicita de financiar a ninguno de los gobiernos de los países miembros. Pero como las últimas dos crisis han reflejado, y cualquier crisis futura mostrará, no es posible tener una unión monetaria sin tener, al mismo tiempo, una capacidad fiscal central. Para ser más concretos, es posible en teoría, pero no en la práctica, porque aquellos países con menor disciplina fiscal, como España e Italia, al importar credibilidad de países más disciplinados, como Alemania, pueden endeudarse en unas condiciones muchos más beneficiosas que cuando tenían su propia moneda susceptible de devaluaciones. Con unos tipos de interés bajos por la credibilidad alemana y sin riesgo de devaluación, los inversores se relajan pues perciben menos riesgo en estos países que, por tanto, pierden el incentivo más poderoso que tenían para mantener cierta disciplina en los momentos de vacas gordas: la (imperfecta) presión de los mercados.

Cicatrizar todas estas heridas llevará más tiempo en España que en otros países, como Alemania y Holanda

La pregunta que puede hacerse hoy, por tanto, es: ¿por qué se diseñó el euro con una falla estructural tan importante que, hasta que se corrija, llevará a momentos de inestabilidad cada vez que haya una crisis sustancial? Una posible respuesta es que el euro es irreversible, dado el enorme coste que supondría a cualquier país, y para la Unión Europea en general, abandonarlo.  Por tanto, puede argüirse, cualquier fallo estructural se podrá ir subsanando en el camino, pues la alternativa será siempre mucho peor. Como muchas de las grandes reformas en la arquitectura europea, nos acercamos al abismo para, unos centímetros antes de caer, llegar a un acuerdo de madrugada que mantiene el proyecto vivo.

Cuando se creó el euro se estimó que esta tensión nunca sería existencial, porque con los criterios de déficit y deuda de Maastricht, la disciplina fiscal mínima que daría estabilidad al euro quedaba garantizada. Es interesante recordar que la entonces primera ministra Thatcher se opuso al euro por considerarlo, no un proyecto monetario, sino el camino hacia una Europa federal dominada por Alemania. El tiempo parece haberle dado la razón. ¿Se hubieran unido al euro algunos de los países frugales de saber que estas serían las consecuencias? Lo importante es que lo hicieron y que, como ya hemos indicado, ahora ya no pueden salir.

Expansión cuantitativa o financiación monetaria

Todas estas tensiones llevaron al BCE, durante la crisis del 2011 y en esta más reciente, a tener que tomar una serie de medidas para garantizar la supervivencia del euro y compensar la falta de una capacidad fiscal central. En la primavera-verano del 2012 los mercados empezaron a dudar de la supervivencia del euro. Aunque esta posibilidad fuera remota, el impacto en ciertos países periféricos fue grande, cuestionando su capacidad para hacer frente a los vencimientos de deuda. En términos técnicos nunca ha habido ninguna duda de la capacidad del BCE, como la de cualquier banco central, de evitar la quiebra de cualquier país miembro al tener el poder de crear el dinero que estos gobiernos necesitan para pagarla. La duda era y, en parte, sigue siendo, sobre la capacidad legal y la voluntad política de hacerlo. Mario Draghi disipó buena parte de las dudas en este sentido el 26 de julio de 2012 en sólo siete palabras: ‘el BCE hará lo que sea necesario’. Este anuncio, junto a la decisión alemana de apoyar la permanencia de Grecia en el euro en la reunión del Ecofin en Chipre en septiembre de ese mismo año, disiparon el riesgo de estos países, reduciendo significativamente lo que pagaban por emitir deuda. Al mismo tiempo, el BCE creó varios instrumentos que en términos efectivos financiaban a los distintos gobiernos de los países miembros, o bien de forma indirecta, dando liquidez a un muy bajo coste a los bancos comerciales que poseen buena parte de la deuda de sus gobiernos, o bien de forma directa, a través de la expansión cuantitativa, es decir la compra en el mercado secundario de deuda pública.

Los programas de expansión cuantitativa están diseñados de tal forma que no violen la prohibición explicita que tiene el BCE de financiar a los distintos gobiernos. Así, el objetivo del BCE es mantener la estabilidad de la zona euro y alcanzar el objetivo de inflación, pero no rescatar a un país en concreto en un momento determinado. Para ello, el BCE ha establecido ciertas restricciones, siendo la más importante la de tener que comprar deuda de todos los países en proporción al capital que cada país tiene en el BCE. Al mismo tiempo, solo puede comprar deuda en el mercado secundario y no directamente a los gobiernos y no comprar más allá de una determinada proporción de las distintas emisiones de deuda, permitiendo, en teoría, que los precios, en este caso el tipo de interés de la deuda, sean determinados en buena medida por el mercado y no por el BCE. A pesar de todas estas restricciones, el observador cínico puede pensar que en la práctica el BCE acaba ayudando a los países en problemas, España e Italia últimamente. Para ello determina cuánta ayuda necesitan estos países y después, para justificar que cumple con todos los requisitos antes enunciados, compra deuda de todo el resto de los países de la zona euro en cantidades que satisfagan las distintas restricciones.

Mucho se ha discutido sobre si las acciones del BCE desde la anterior crisis suponen, si no de jure, sí de facto, financiación monetaria de los gobiernos de la zona euro en vez de acciones de política monetaria. Dado que la inflación de la zona euro está por debajo del objetivo del BCE, esta discusión es fundamentalmente teórica, algo así como discutir sobre el sexo de los ángeles (o en su versión laica, sobre el orden entre el huevo y la gallina). Mientras que el BCE no alcance su objetivo de inflación, y dado lo que le está costando alcanzarlo, todas las medidas tomadas pueden y son justificadas por el consejo de gobierno del banco en términos de política monetaria si bien, al mismo tiempo, suponen una financiación monetaria de los gobiernos de la zona euro. Dado lo improbable de que la inflación se acerque al 2 por ciento que se le exige al BCE, no parece que este conflicto vaya a suponer un problema en los próximos años. Las acciones del BCE son acordes con su mandato y, por tanto, legales. ¿O no?

El tribunal constitucional alemán entra en escena

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán puede tener consecuencias que, aunque improbables, podrían ser muy importantes. La más destacada es la capacidad de un tribunal nacional de entrometerse en asuntos que, hasta ahora, parecían bajo la jurisdicción exclusiva de las instituciones europeas y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Banco Central Europeo

El tribunal alemán considera que tiene jurisdicción sobre el Banco Central Alemán y, por tanto, de forma indirecta, sobre el BCE, porque entiende que los poderes de la Unión Europea son limitados y delegados por los distintos países miembros. Por ello, sostiene, es el garante último de que las medidas adoptadas por las instituciones de la Unión, incluido el BCE, sean compatibles con la Constitución alemana. En este sentido y tras la experiencia nazi, hay una serie de derechos inalienables reconocidos en su Constitución que no son susceptibles de ser modificados y que, entre otros, incluye que la autoridad fiscal es competencia exclusiva e irrevocable del parlamento alemán. La financiación monetaria que estaría desarrollando el BCE podría suponer, por tanto, una intromisión en una competencia exclusiva del parlamento. Las buenas noticias son que los programas de expansión cuantitativa fueron declarados constitucionales y la sentencia simplemente obliga al BCE a argumentar por qué son proporcionales dado el mandato del BCE, es decir, argumentar por qué son necesarios para alcanzar el objetivo de inflación, cosa que ya se ha hecho, quedando el asunto resuelto.

Las malas noticias, aún improbables, son de consecuencias impredecibles. Por un lado, la sentencia apoya la constitucionalidad de estos programas dadas las restricciones establecidas por el BCE y antes discutidas. Sin embargo, en la medida en que los programas aprobados en el contexto de la pandemia actual flexibilizan estas restricciones, haciendo posible al BCE apoyar de forma más directa a algunos países en concreto, son susceptibles de nuevos recursos de inconstitucionalidad, que ya se están preparando. Con esto se podría poner en duda la capacidad legal que tendrá el BCE para poder responder de forma agresiva y sin restricciones a futuras crisis, perdiendo credibilidad la premisa de que el BCE hará lo que sea necesario cuando la supervivencia del euro esté en duda. Y esa credibilidad vale oro, como pudo comprobar, a las bravas, la presidenta Lagarde cuando, en mitad de la pandemia, dijo que entre las funciones del BCE no está la de reducir la prima de riesgo de los países, contradiciendo implícitamente a Draghi y cuestionando la voluntad política del BCE de sofocar una crisis potencialmente ‘existencial’ para la zona euro. Como era de esperar, las primas de riesgo se dispararon provocando que el consejo de gobierno del banco corrigiera en horas el desaguisado, aprobando nuevos programas de expansión cuantitativa con mayor flexibilidad y, por si acaso, presentando estos programas por escrito sin dejar a Lagarde explicarlos en rueda de prensa.

Es decir, la sentencia del constitucional alemán, y posibles futuras sentencias, podrían restringir la capacidad futura del BCE de responder a una crisis y evitar la inestabilidad de la zona euro. Esta sentencia ha puesto el problema donde siempre estuvo, es decir, en los países miembros y su incapacidad de acordar la estructura fiscal necesaria para evitar que una crisis económica en la zona euro se convierta, a través de una crisis soberana de ciertos países, en una crisis existencial del euro. Esta incapacidad es la que ha obligado al BCE a ejercer el papel de garante último del euro, papel que no ha buscado y en el que nunca, y con razón, se ha sentido cómodo. Por cierto, y aunque por ahora resulte una posibilidad remota, el BCE sería incapaz de ejercer este papel si una recuperación económica asimétrica en la zona euro llevara a una inflación en torno al objetivo del BCE a pesar de que algunos países siguieran en problemas. En este contexto, la compra de deuda soberana de los programas de expansión cuantitativa no podría ser justificada como parte de la política monetaria y serían, por tanto, ilegales. No parece, al menos por ahora, que esto sea una eventualidad de la que tengamos que preocuparnos.

Los frugales frente a los manirrotos

Y es en este contexto de una integración europea incompleta en el que hay que entender las discusiones actuales sobre las medidas a tomar para apoyar a los países más afectados por la crisis, entre ellos, como argumentábamos antes, España. Por un lado, los que más tienen que ganar han abogado por un paquete de ayudas basado en transferencias y permitiendo que la Comisión emita deuda y recaude ciertos impuestos. En el bando opuesto están aquellos que ven en todas estas propuestas los elementos fundacionales de una incipiente autoridad fiscal centralizada en la Comisión similar a la que tiene cualquier país soberano.

En su momento se argumentaba, aun careciendo de sustento teórico alguno, que uno de los efectos del euro sería una mayor convergencia económica entre los distintos países miembros. A estas alturas es evidente que esto no ha sucedido o, al menos, no con la intensidad esperada. De la simple observación de las divergencias regionales dentro de los distintos países (Italia y España son buenos ejemplos), parecería fácil haber concluido que nada garantizaba tal resultado. Es esta realidad la que lleva a muchos países dentro del euro a rechazar una mayor integración fiscal que perpetúe divergencias económicas y que se traduzca en transferencias permanentes norte-sur, de Alemania y Holanda a España, Italia y Portugal. Y la verdad es que una integración fiscal real se justifica sólo después de una integración política que, por el momento, no existe en Europa.

Es en este contexto de una integración europea incompleta en el que hay que entender las discusiones actuales sobre las medidas a tomar para apoyar a los países más afectados por la crisis

Mucho se habla de que Europa necesita su ‘momento Hamilton’. En efecto, en Estados Unidos, en 1790, el gobierno federal asumió toda la deuda que los estados habían acumulado durante la guerra de independencia y estableció un nuevo impuesto a las importaciones, creando un gobierno federal con una importante capacidad fiscal (cada vez mayor a medida que han pasado los años). Nótese que, para llegar a ese momento, los estados de Estados Unidos habían luchado por su independencia, habían fracasado en un primer proyecto de unión política y habían aprobado una nueva constitución que establecía una unión política muy estrecha. Es decir, a la unión fiscal, precedió una unión política fraguada a partir de la guerra y de un experimento fallido. En Europa se pretende llegar a la unión fiscal evitando la unión política. Las dificultades que esto plantea quedaron plasmadas en una de las primeras reuniones del Eurogrupo que atendía el entonces ministro de finanzas griego, Varoufakis. En ella argumentó a favor de transferencias a Grecia para evitar recortes en las pensiones. Algunos ministros, principalmente de países del este que habían pertenecido a la Unión Soviética, indicaron la dificultad de justificar ante sus ciudadanos, más pobres en promedio que los griegos y con pensiones mucho menos generosas, que parte de sus impuestos debían dedicarse a subsidiar a los pensionistas griegos. Preguntas similares se plantearán siempre que se presente un proyecto de transferencias que favorezcan a unos países frente a otros.

Las magnitudes propuestas en esta ocasión, aunque importantes, no parecen ser el problema que hace a los países frugales escépticos, sino la certidumbre de que lo que se apruebe pueda constituir el cimiento de una integración fiscal a la que siempre se han opuesto y que avanzará, aún más, en la siguiente crisis. Son conscientes de que las medidas adoptadas en mitad de las crisis, que siempre se anuncian como temporales, acaban siendo permanentes y promueven la integración que ellos rechazan, pero a las que no se pueden oponer para evitar males mayores. El comodín usado hasta ahora por estos países para impedir una mayor integración fiscal, evitando al mismo tiempo una crisis del euro, ha sido el papel cada vez más predominante del BCE. Si, como argumentan algunos, la sentencia del Tribunal Constitucional alemán va a limitar la capacidad del BCE de ejercer este papel en el futuro, las inconsistencias estructurales del euro llevarán, tarde o temprano, a una situación en la que, o bien los países periféricos se reinventan y ejercen la austeridad exhibida por sus socios del norte, o los países frugales tendrán que dar su brazo a torcer y aceptar una integración fiscal permanente ejercida por la Comisión Europea. En cualquier caso, la decisión se tendrá que tomar, como siempre, en Bruselas, de madrugada y en mitad de una profunda crisis.

Por qué desconfían de España

Puede ser mera casualidad, pero los países más afectados y que peor han gestionado la crisis de la pandemia, España, Italia o Bélgica, son, al mismo tiempo, los países con políticas fiscales más irresponsables y los que sufrirán un mayor impacto económico por la pandemia. Y a la inversa, países como Holanda o Alemania enfrentaron la pandemia en una posición fiscal envidiable y han gestionado la crisis de forma mucho más eficiente, juzgando al menos por el número real de muertos en términos de población y el impacto, hasta ahora, en el crecimiento económico.

Es interesante contrastar a Portugal con España, ambos considerados países del sur y por tanto con fama de derrochadores. Ambos tuvieron que hacer ajustes muy importantes, fiscales y macroeconómicos, tras la crisis de 2011, ambos están gobernados por coaliciones de partidos de izquierdas y ambos tenían un déficit primario, el que excluye los intereses pagados por la deuda pública, en torno al 3 por ciento del PIB en 2014. Desde entonces, mientras Portugal mejoraba su posición fiscal hasta cerrar 2019 con un superávit primario del 3 por ciento del PIB (mejora que continuó con el gobierno de izquierdas), España, primero bajo el gobierno de Rajoy y luego con el de Sánchez, se estancaba y no aprovechaba los buenos años de crecimiento manteniendo un déficit primario cercano al 1 por ciento. Esto se ha traducido en una deuda pública constante en torno al 100 por ciento del PIB en España y claramente decreciente en el caso de Portugal, pasando del 130 al 115 por ciento del PIB en el mismo periodo. En este contexto, ¿es de extrañar que el ministro de finanzas de Portugal consiga ser presidente del Eurogrupo mientras que el de España no? La realidad es que el gobierno de España tiene poca credibilidad en Europa en un momento en que, independientemente del impacto económico exacto de la pandemia, es evidente que tendrá que hacer ajustes fiscales muy importantes, parte de los cuales son, como acabamos de ver, los que no hicimos en los años previos a la pandemia.

Qué se puede esperar de Europa

Son muchos los críticos con el gobierno en España que confían en que las imposiciones europeas para disponer de los recursos comunitarios, incluyendo los provenientes del Fondo de Reconstrucción, restrinjan su capacidad de hacer disparates e, incluso, le obligue a hacer reformas que de otra forma no haría, o a evitar hacer reformas que querría hacer, como la contrarreforma del mercado laboral, pero que van en la dirección equivocada. El caso de la contrarreforma laboral es sintomático, ya que dicha reforma ha demostrado ser efectiva facilitando la creación de empleo en la reciente recuperación económica. Sin embargo, las modificaciones propuestas recientemente por el gobierno son sustanciales e irían en la dirección equivocada, dificultando la creación de empleo en la próxima, esperemos que pronta, recuperación. Si bien es cuestionable que las instituciones europeas puedan parar esta contrarreforma, sí parece evidente que la credibilidad del gobierno en Bruselas, ya de por sí escasa, se vería más menguada si finalmente se aprueba.

Es curioso, y en este caso infundado, pensar que otros van a solucionar los problemas que uno no puede solucionar por sí mismo. Es cierto que la pertenencia a la Unión Europea y al euro hace imposible una deriva económica y política como la venezolana. Pero esto se antoja poco consuelo dado lo extremo de tal escenario. También parece evidente que entre los programas del BCE y el recientemente aprobado Fondo de Reconstrucción, cubrir las necesidades de financiación del gobierno, a poco que ajuste un poco el gasto o suba la recaudación, deberían no constituir un problema significativo en los próximos años. 

Lo cierto es que con tal de que el gobierno mantenga una política fiscal relativamente razonable, no hay ninguna razón para pensar que ‘Europa’ va a frenar políticas populistas o irresponsables. A los países frugales no les importa que un país del sur de Europa tenga mayor o menor tasa de crecimiento y desempleo mientras su déficit público sea razonable y no tengan que financiarlo sus contribuyentes. Es decir, mientras que las exigencias cuantitativas de ajuste fiscal serán importantes, las reformas cualitativas e, incluso, cómo se lleve a cabo este ajuste, no lo serán y quedarán en manos del gobierno. Italia ha recibido muchos tirones de oreja en las últimas décadas por su elevada deuda sin ninguna consecuencia práctica porque no ha requerido de financiamiento de la Unión para mantener ese nivel de deuda, a pesar de tener un crecimiento más que mediocre y un desempleo elevado. Y si bien es cierto que la Comisión exige reformas estructurales para recibir los fondos a los países que, como España, muestran desequilibrios, no hay lugar para el optimismo aquí tampoco, pues el árbitro que determinará si las reformas son adecuadas y se están desarrollando es la propia Comisión Europea. Ésta es una institución tecnócrata conformada por expertos que en la práctica toma sus decisiones siguiendo criterios eminentemente políticos. No nos olvidemos de que fue la desconfianza de ciertos países, fundamentalmente Alemania, sobre la capacidad de la Comisión de ejercer de árbitro neutral, lo que llevó a invitar al Fondo Monetario Internacional a formar parte de los programas de Grecia, Portugal e Irlanda. No era el dinero de los hombres de negro de Washington lo que se quería, sino su análisis técnico como contrapunto al político de la Comisión.

No sorprende que lo aprobado en Bruselas como parte del presupuesto de la Unión Europea para los próximos siete años perpetúe ese equilibrio inestable en el que todos son ganadores y perdedores al mismo tiempo. Los países frugales han aceptados mayores transferencias y la emisión de deuda por la Comisión, mientras que los del sur han aceptado que parte de la ayuda sea condicionada y que la capacidad de emitir deuda y recaudar impuestos se transfiera desde los gobiernos nacionales a la Comisión, pero solo de forma temporal, no permanente como exigían en un principio. Es decir, se avanza, sin avanzar mucho, en la integración fiscal sin solucionar los problemas que hacen del euro un proyecto que seguirá teniendo momentos de tensión cada vez que haya una crisis importante. Esta estabilidad inestable se apoya en el hecho de que el precio de destruir el euro es tan grande que siempre se encontraran soluciones en momentos de crisis. Siendo esto cierto, también lo es que los accidentes, a veces, ocurren. En lo que se refiere a España las buenas noticias, ¿o son malas?, es que, mientras que ‘Europa’ proporciona una estabilidad institucional y una ayuda económica inestimable, nuestro destino nos pertenece a nosotros: nuestras son las decisiones que, como sociedad, seamos capaces de tomar en los próximos y difíciles meses.

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