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Ética para revolucionarios: Eagleton y lo Real

TROUBLE WITH STRANGERS: A STUDY OF ETHICS

Terry Eagleton

Wiley/Blackwell, Oxford

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Como uno de los críticos literarios y culturales más conocidos y respetados del mundo anglosajón, todo libro de Terry Eagleton es recibido con interés y analizado con el debido escrutinio, y el que nos ocupa no cambia esta costumbre. Escritor prolífico y variopinto, sus libros se centran, como es natural, en la literatura (su libro más famoso y vendido es Literary Theory), pero no ha dejado de escribir sobre problemas como el del terrorismo, sobre la obra de filósofos críticos o incluso sobre la actual polémica entre ateísmo y religión, en un libro de mayor impacto mediático que el que reseñamos, y en el que defenestra los –según él– simplistas intentos de intelectuales como Christopher Hitchens o Richard Dawkins (Hitchkins, llama Eagleton, con burla, al tipo de intelectual que representan) de inmiscuirse en un debate de corte teológico sin tener mayor idea de lo que hablan, como si un cocinero se pusiera a debatir de fisiología. Esta es una constante en su obra: su carácter polémico y hasta ácido, no exento de humor y de gran ingenio verbal. De tradición marxista y asociado al catolicismo izquierdista, ha sabido también dejarse influir por las nuevas filosofías continentales, hecho que demuestra en el presente libro.
 

Trouble with Strangers: A Study of Ethics, como el título indica, se ocupa de ética. Eagleton realiza un recorrido por alguna de las figuras más importantes de la historia de la misma, como Hume, Hutcheson, Kant o Lévinas, y pone en marcha su aparato interpretativo para el análisis de unas cuantas obras de ficción. Así expresado, el libro parece una introducción más de las tantas que abundan en el mercado. Su originalidad e interés proviene del marco interpretativo del que se vale: las categorías lacanianas de lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real, bajo cuya égida sitúa una u otra teoría ética. Valerse de esta estrategia le permite hacer innovadoras incursiones en su terreno de análisis, pero también le hace deudor de los vicios analíticos de su figura rectora. Lacan, como se sabe, no es un dechado de claridad expositiva, y es proclive, como otros escritores de su generación y área cultural, al exceso retórico. Eagleton, escritor brillante y de prosa accesible, atempera los exabruptos lacanianos, pero no es inmune a su contagio.

El principal problema del libro deriva directamente de las mencionadas categorías. El uso que hace de ellas Eagleton no permite decidir si se trata de categorías psicológicas, antropológicas, metafísicas o incluso teológicas (o de todo lo anterior); si se trata de meras metáforas organizativas o de intentos reales de descripción de la realidad empírica. Este problema no impide el análisis, pero le hace incurrir en saltos hermenéuticos que confunden más que sugieren. Lo Imaginario se refiere a aquella etapa prelingüística en el supuesto desarrollo del sujeto en que el niño está hechizado por su imagen, por todo aquello que hace referencia a su directa experiencia no mediada del mundo. El sujeto está encerrado en sus sensaciones y percepciones, y cree que el mundo responde a su deseo, como la imagen del espejo responde a nuestros movimientos. A esta categoría pertenecen la filosofía de Hutcheson o la de Hume, por ejemplo. La ética se sustenta en un instintivo sentido moral, en una simpatía natural que suscita la reacción moral adecuada. La moral se asienta en nuestra comunidad de experiencia, forjada por la tradición y el hábito. Pero –arguye Eagleton– esta es una ética insular, que funciona mientras los objetos de nuestra actitud moral sean miembros del mismo club, pero que incurre en problemas en cuanto quiera extenderse a aquellos que se sitúan por completo fuera de nuesta experiencia, como los extranjeros o la humanidad en general. Por ello, el sujeto, para constituirse como tal, tiene que evolucionar hacia lo Simbólico, apropiarse de un lenguaje hecho de conceptos y principios generales, y extrañarse hasta cierto punto de su experiencia primaria para acceder a lo universal. Esta evolución es, a su vez, una alienación y una cesura, una contradicción que perdurará a lo largo de la vida humana. A esta categoría pertenecen las leyes, las normas, las regulaciones y responsabilidades mutuas del ciudadano. Eagleton cualifica las éticas de Spinoza y de Kant como pertenecientes al orden simbólico, dado su carácter racional y universalista. Pero al elevar la ética de la esfera particular de lo imaginario a la impersonal normatividad de lo simbólico, se pierde la especificidad de lo individual, la consideración de la situación única en la que tienen lugar los actos morales, si bien se gana en universalidad e inteligibilidad. Esta transición –sugiere esta teoría– implica violencia, una suerte de desencarnación de lo humano y el olvido del trasfondo imaginario y experiencial de donde surge la conciencia.

Además, implica ignorar otro (y más importante, al parecer) aspecto de la condición humana, que Lacan denomina como lo Real, una dimensión experiencial más allá de lo simbólico y que se resiste a toda domesticación por la razón. Esta es, sin duda, la categoría que más problemas genera en este esquema explicativo por su propia indefinibilidad. Entre los éticos de lo Real se encuentran Kierkegaard, quien hace de la fe un drama agónico que supone un salto fuera de la razón, o Lévinas, cuya categoría de lo Otro es más o menos asimilada a la de lo Real por Eagleton, un Otro absoluto para relacionarse con el cual no valen las simples transacciones de lo simbólico. Lo Real es muchas cosas, pero entregarse al mismo supone un deseo absoluto que no admite compromisos o medias verdades. Eagleton nos brinda un ejemplo de ética de lo real a través de la novela corta Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist. Este personaje, Michael Kohlhaas, se convierte en una especie de guerrillero al cometerse una injusticia en contra de él: sus caballos han sido maltratados por el patrón de la zona, el arrogante Junker von Tronka, y Kohlhaas exige justicia. Al no concedérsele, se rebela y amenaza la estabilidad de todo el Estado. Al final, consigue justicia para sus caballos, pero acepta morir, siempre y cuando se castigue al culpable. Su deseo de justicia es tan extremado, tan obsesivo, que no puede sino surgir de un deseo absoluto que en el fondo tiene a su objeto sólo como motivo de operación. Lo que opera en realidad es la experiencia de lo Real.

Eagleton se desvive por hacer de esta categoría algo comprensible y por momentos lo logra. Es difícil comprender, sin embargo, cómo es posible conciliar en la misma el deseo en estado de pureza y que sólo se tiene a sí mismo como justificación y el deseo de lo absoluto o lo trascendente. Lo Real adquiere por momentos una coloración mística, mientras que en otros se parece más bien al corazón del Che Guevara. Para Eagleton ambos no están tan lejos el uno del otro, dado su trasfondo cristiano y socialista. Eagleton es muy crítico con las autocomplacencias del posmodernismo, y no desdeña lo simbólico, que en fin de cuentas puede ser también vehículo de justicia y solidaridad. Pero parece querer decir que, sin una confrontación con aquello que es más uno mismo que nuestra propia conciencia, aquel fondo de deseo que se resiste a toda categorización, lo Real, no es posible el cambio (la necesaria revolución permanente, se diría) que acerque a los hombres a un mayor desarrollo de sus potencialidades y a una mayor justicia social. Eagleton puede comprender, por tanto, las críticas posmodernas a la racionalidad y los límites, pero tiene siempre en mente objetivos concretos de orden político, un orden que es correlativo al ético y jamás algo antagónico o un simple complemento del mismo. La compasión cristiana, por ejemplo, el perdón o la justicia, no son asimilables por entero al orden político, por su propia naturaleza, que excede lo simbólico y los sitúa en el orden de lo Real. Pero no puede hacerse política sin la presencia redentora del amor sin cálculo ni medida, so pena de convertirla en burocracia o, peor aún, en mero instrumento de poder. La pregunta, no obstante, sobre cómo ha de distinguirse el sacrificio terrorista, por un lado, del misionero en África, por otro, no se responde adecuadamente, a mi parecer, por la misma ambigüedad de la categoría invocada. Ambos operan bajo la tutoría de un exceso y el deseo de un ideal superior, allende sus individualidades. Ambos persiguen, en principio, un mundo mejor. Eagleton se ve obligado a apelar a lo simbólico y lo imaginario para salvar a lo Real del sacrificio criminal. Es como si quisiera tener lo mejor de todos los mundos, pero acaba hasta cierto punto en la confusión y la arbitrariedad (como hace uno de sus admirados filósofos de lo Real, Žižek, cuando justifica a Robespierre).

Por su propia elección interpretativa, el libro es algo repetitivo, aunque el cuidado estilo del autor consigue insuflarle bríos de modo constante. Es probable que este libro no satisfaga al filósofo profesional especializado en la ética. Eagleton ha manifestado en varias ocasiones que no es un filósofo profesional y que usa la filosofía para ordenar sus argumentaciones y proponer ideas. Pero es probable también que satisfaga al gran público interesado en estos temas, sobre todo al educado en la era posmoderna o al público europeo más sofisticado. Sus ideales cristiano-socialistas parecerán, me temo, menos relevantes, aunque el ascenso del islam puede prestarles nueva relevancia en nuestros tiempos, no sin peligro argumentativo, como dije. Es de esperar que algún editor inteligente se decida a traducirlo al español. Cualesquiera que sean sus problemas internos, los libros de Eagleton son siempre sugerentes y buenos instigadores de polémica inteligente, algo a todas luces necesario en nuestro panorama cultural.

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Ficha técnica

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