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El estafador

The Private Worlds of Marcel Duchamp: Desire, Liberation and the Self in Modern Culture

JERROLD SEIGEL

University of California Press

Duchamp: A Biography

CALVIN TOMKINS

Henry Holt / A John Macrae Book

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«Le vrai héros s’amuse tout seul.» BAUDELAIRE

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Durante cincuenta años, después de haber dejado de pintar, Marcel Duchamp dedicó buena parte de su tiempo a aconsejar a sus amigos qué obras de arte coleccionar. Ayudó a Katherine Dreier a formar su personal museo de arte moderno, la Société Anonyme, Inc. Cuando en los años cuarenta se hicieron planes para donar la colección a la Universidad de Yale, Duchamp escribió treinta y tres noticias críticas y biográficas de una página sobre artistas desde Archipenko a Jacques Villon. Si hubiera decidido, lo que no habría sido raro en él, incluir una noticia sobre sí mismo como uno de los artistas de Dreier, probablemente habría producido una astuta mezcla de verdad y fábula, como las otras que hizo. Déjenme imaginar esa reseña plagiando términos y frases de las noticias que sí escribió.

«Jugador de torneos de ajedrez y artista intermitente, Marcel Duchamp nació en Francia en 1887 y murió siendo ciudadano de los Estados Unidos en 1968. Se sentía en casa en ambos mundos y dividía su tiempo entre ellos. En el Armory Show de Nueva York, en 1913, su Desnudo descendiendo una escalera divirtió y ofendió a la prensa, provocando un escándalo que le hizo famoso in absentia a la edad de veintiséis años, y le atrajo a los Estados Unidos en 1915. Tras cuatro años excitantes en Nueva York, abandonó aquella ciudad y dedicó la mayoría de su tiempo al ajedrez hasta 1954. Algunos jóvenes artistas y conservadores de museos de varios países redescubrieron entonces a Duchamp y su obra. Él había regresado a Nueva York en 1942, y durante su última década allí, entre 1958 y 1968, volvió a ser famoso e influyente.

Con la fuerte personalidad de un pionero, siguió su propio rumbo en torno a los credos cubista y futurista y lejos de las teorías de la abstracción durante el período «heroico» de 1912-1913. Fue un hábil caricaturista, y se interesó también por la física y las matemáticas. Desde una edad temprana, Duchamp se orientó hacia dos cuestiones: ¿Se pueden producir obras de arte mentales que no se basen en efectos primariamente retinianos? ¿Es posible producir obras que no sean obras de arte? Su serie de objetos manufacturados ––escogidos, firmados, expuestos y bautizados «readymades«– y su Gran Vidrio (La novia desnudada por sus solteros, incluso, 1913-1923, acompañado de extensas notas y dibujos publicados) despliegan una inteligencia inquieta y juguetona que a veces buscaba un refinado estado estético. Duchamp demostró que podían inventarse nuevas formas de arte después del dominio del impresionismo. Siendo una persona retraída, disfrutó no obstante de la lealtad y el cariño de muchos amigos.»

¿Podemos mejorar esta escueta sinopsis? La valoración breve más penetrante de las realizaciones de Duchamp puede encontrarse en una docena de páginas a dos columnas cerca del comienzo del libro de William Rubin Dada and Surrealist Art (Abrams, 1969). Desde 1960 ha aparecido una multitud de escritos sobre todos los aspectos de la vida, las obras y la influencia de Duchamp. Así descubrimos, cualquiera que sea el significado de estos datos, que nunca aprendió a nadar, ni a conducir, ni a bailar ni a escribir a máquina; que su familia apoyó su decisión de ser artista aunque a los 18 años suspendió el examen de ingreso en la Escuela de Bellas Artes de París, y que este supuesto solitario dejó tras de sí una extensa correspondencia con familiares, amigos, admiradores y críticos. El joven Duchamp vuelve a la vida durante la breve secuencia de una partida de ajedrez en el soberbio film de vanguardia Entr ‘acte (1924), de René Clair y Picabia. Allí hace los gestos sueltos y desmañados de un adolescente, tal como le describiría Julien Levy dos décadas después y como yo mismo pude observarle en unos cuantos encuentros en los años sesenta.

Una manera de situar el caso singular de Duchamp en el desarrollo del arte moderno y vanguardista es enumerar los diferentes papeles que desempeñó, cómodamente y con naturalidad, a través de muchas circunstancias sociales.

1. Despegado y lacónico por temperamento, Duchamp se comportaba con una serenidad irónica que aumentó con la edad. Algunos le consideraban un verdadero dandy, en la tradición baudeleriana de convertirse uno mismo en obra de arte; un aristócrata posrevolucionario. Su amigo Henri-Pierre Roché le dio el aval más seductor: «Su obra más bella es su uso del tiempo».

2. Tanto en palabras como en acciones, Duchamp era un bromista incorregible. Produjo una vasta colección de retruécanos verbales y anagramas, entre ellos algunas perlas (objet dard, anemic cinema). Sus pocas obras de arte de madurez podrían considerarse retruécanos visuales-verbales.

3. Estos retruécanos estéticos brotan del papel de Duchamp como un pionero que prosperó en las dos fronteras que él mismo contribuyó a situar en el centro de la expedición vanguardista: la frontera entre arte y no-arte y la frontera entre arte y vida. En estas lindes antes inexploradas y hoy sobreexploradas, actuó como agente provocador pacifista, guía turístico y contrabandista tolerado.

4. Como jugador de ajedrez, Duchamp compitió internacionalmente y dedicó mucho tiempo a estudiar las jugadas. Toda su vida se entrenó en la estrategia a largo plazo, ejercitando su imaginación dentro de las reglas inflexibles de un juego antiguo.

5. Duchamp era un donjuán; guapo, esbelto, tranquilo y afable, nunca depredador, disfrutando del campo de juego en vez de dominarlo. Pudo haberse casado con más de una heredera americana. En vez de eso, su primer y breve matrimonio con una improbable chica francesa desconcertó a sus amigos. Su segundo matrimonio, a la edad de sesenta y seis años, duró hasta su muerte e irradió sentimientos cálidos en todas direcciones. Las mujeres formaban una parte importante de su vida.

6. Duchamp aprendió a retirarse de proyectos en los que parecía comprometido. A los veintitantos años dejó de hacer pintura tradicional y se dedicó a empresas irregulares en las afueras del arte. El tema central del Gran Vidrio parece ser la no-consumación de un acto sexual intrincadamente ofrecido y recíprocamente deseado. Las tres mujeres más proximas a él a lo largo de la mayor parte de su vida, dos de las cuales fueron presuntamente amantes suyas, atestiguaron que había en él «algo muerto» y una «extraña tendencia […] a ser neutral en las relaciones». Aquel donjuán benigno no ocultaba lo que los demás podríamos llamar su falta de corazón. Este «Hombre de lata» pudo haber encontrado su Dorothy una vez, pero demasiado tarde.

7. Como asesor de coleccionistas de arte, galerías y museos, Duchamp tuvo una amplia influencia en el mercado de arte en los Estados Unidos durante medio siglo. John Quinn, Walter Arensberg, Katherine Dreier, Julien Levy, Peggy Guggenheim, Sidney Janis y Walter Hopps le escuchaban con confianza. En general, sus recomendaciones eran sólidas y libres de celos mezquinos. Sólo las formas más doctrinarias del expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York le incitaron a hacer observaciones ácidas.

Este abstencionista no combatiente se las ingenió para situarse en el ojo del huracán que aún recorre el arte vanguardista. ¿Fue suerte o sagacidad? Durante su vida, su ejemplo proporcionó un impulso esencial para Dadá, el surrealismo, el Pop Art y el arte conceptual. Le dio su bendición a los Happenings. Durante el cuarto de siglo transcurrido desde la muerte de Duchamp, sus valores culturales han seguido subiendo. Entre el diluvio de estudios especializados, catálogos y volúmenes colectivos dedicados a él, no había aparecido hasta hace poco ninguna biografía a gran escala en francés ni en inglés. Ahora tenemos dos nuevos libros en inglés para el lector inteligente en general. Ellos prolongan la saga Duchamp con efectos que tendré que considerar despacio.

2

Escritor de Nueva York y de la revista New Yorker, Calvin Tomkins publicó un ensayo admirativo de sesenta páginas sobre Duchamp en 1962. Aquel ensayo originó, tres años después, su libro The Bride and the Bachelors, en el que Duchamp aparece como la novia o el modelo de cuatro artistas de vanguardia: John Cage, Jean Tinguely, Robert Rauschenberg y Merce Cunningham. A través del azar, el humor y el coqueteo con lo vulgar, todos ellos rompieron la frontera entre el arte y la vida. Rellenando aquel homenaje de los sesenta, Tomkins ha producido una biografía legible y bien documentada de una figura esquiva. El libro en su conjunto sostiene que Duchamp es un artista ejemplar que dio forma a su vida con más éxito que a su arte. ¿Por qué entonces comienza Tomkins con un capítulo sobre el Gran Vidrio, si se siente obligado a decirnos casi desde el principio que esta obra multimedia «arroja relativamente poca luz sobre el misterio de Marcel Duchamp»? Las cosas se vuelven más claras cuando Tomkins comienza por el principio y se pone a describir la vida de Duchamp en una prosa narrativa bien acabada.

Avanzando cronológicamente, Tomkins divide la vida en 28 capítulos o racimos de sucesos, que transmiten la sensación de una carrera episódica, alternando entre la retirada y la renovación. Tomkins ha descubierto una cantidad considerable de información nueva a partir de entrevistas con los supervivientes y con los hijos de aquellos que le trataron y de los archivos del Museo de Arte de Filadelfia, la Smithsonian Institution y otros. Estos materiales se refieren a la vida personal de Duchamp más que a su obra como artista.

De los seis hijos del próspero notario normando Eugène Duchamp y de su tímida esposa, cuatro llegaron a ser artistas con la aprobación paterna y una modesta asignación. A los 17 años, una vez aprobado el bachillerato, Marcel siguió a sus dos hermanos mayores a París. Se relacionó con los artistes humoristiques y produjo caricaturas antes de ponerse a pintar, pasando por dos años de recapitulación de los principales estilos desde el impresionismo: fauvismo, cubismo y futurismo. En un capítulo titulado «El nuevo espíritu», Tomkins revisa el agitado ambiente intelectual de los años anteriores a la primera guerra mundial, desde el élan vital de Henri Bergson hasta el destructivo Père Ubu de Alfred Jarry. Hay una frase de Tomkins que merece nuestra atención: «Para los artistas más sensibles de esta época, además, el esfuerzo de convertir la vida en arte pudo parecer la única esperanza de cordura en un mundo donde Ubu había tomado el mando». Tomkins simpatiza con las tendencias estetizantes de la vanguardia frente a la violencia política creciente. No considera cuánto contribuyeron esas tendencias al desarrollo del fascismo en Italia y Alemania y del comunismo soviético en Rusia Véase mi ensayo «Old Ideas, a New Book», en Salmagundi, otoño 1989, que incluye una discusión del libro de Modris Ekstein Rites of Spring (Houghton Mifflin, 1989)..

Tres capítulos sobre los años cruciales de 1911 a 1914, que cubren la productiva visita de dos meses de Duchamp a Múnich en el verano de 1912, reúnen los acontecimientos en una secuencia cronológica algo confusa. Recobramos la orientación con la llegada triunfal de Duchamp a Nueva York, la repentina ampliación de su vida social, y su decisión de hacer pública su invención reciente, el readymade. Su fuerza destructora superó gradualmente la del Desnudo descendiendo una escalera. El readymade es un objeto manufacturado corriente, por ejemplo una pala de nieve, escogido por el artista, cuya firma presuntamente lo transforma en una obra de arte digna de ser expuesta y admirada en público. Una broma de atelier se convirtió así en un gesto revolucionario dirigido al corazón de la institución llamada «arte».

Tomkins trata la primera visita de tres años de Duchamp a Nueva York con vivos detalles. Por entonces se produjo el alboroto en torno a la negativa de la exposición de los Independientes de 1917 a exponer un urinario sobre un pedestal firmado R. Mutt, el escultor apócrifo de Duchamp. Con esta pieza, titulada Fuente, Duchamp entró en la historia del arte por segunda vez en tres años y luego se retiró a Buenos Aires y Europa. Pasó la mayor parte de los años de entreguerras en Francia, compitiendo en torneos de ajedrez, publicando copias de sus notas y facsímiles en miniatura de su obra temprana, e impidiendo que las mujeres enamoradas de él entraran en su monástico apartamento. Sin detenerse en lo procaz ni en lo escandaloso, Tomkins descubre en la perezosa actitud de Duchamp hacia las mujeres un síntoma de su carácter. Mientras todos sus presuntos íntimos se quejaban de su retraimiento, ninguno parece haber renunciado a él como compañero. Tomkins exhumó una carta de Janet Flanner a Kay Boyle sobre Mary Reynolds, que fue la amante de Duchamp durante cuarenta años, en sus últimos días. Agonizante de un cáncer y padeciendo dolores, Reynolds no soportaba la compañía de nadie, ni siquiera de sus amigos; excepto la de Duchamp. Flanner recoge la explicación de Reynolds: «Marcel es la única persona que conozco que no era gente. Podía estar en una habitación conmigo y yo seguía sintiéndome sola». Tomkins comenta oportunamente que éste era un extraño cumplido.

Las páginas más sorprendentes de Tomkins se refieren a una hermosa y llamativa escultora de cuarenta años, Maria Martins, esposa del embajador brasileño y anfitriona de éxito en Washington. En los años posteriores a la segunda guerra mundial, ella fue la única pasión en la tranquila vida de Duchamp. Entre otras obras, él le regaló una amorfa pintura abstracta, Paisaje culpable. El análisis posterior estableció que uno de los medios usados era semen humano. Sin embargo, la hija de Martins consideraba aquella relación «más cerebral que física». En cualquier caso, al parecer Martins dio nuevo ímpetu al último de los grandes proyectos de Duchamp, Étant donnés… o Dados: 1. La cascada, 2. El gas del alumbrado, un espectáculo, visto a través de una mirilla, de lo que Duchamp llamaba en sus cartas «mi chica con el conejito abierto». En 1947 le envió a Martins el dibujo preliminar para el desnudo frontal sin cara y trabajó en secreto en el proyecto durante veinte años.

En las últimas décadas de su vida, Duchamp superó algunos problemas de salud, se casó con una divorciada americana próxima al mundo del arte, mostró su falta de entusiasmo por el expresionismo abstracto como algo demasiado retiniano Se ha utilizado mucho la declaración de Duchamp a James Johnson Sweeney en 1946, en la que atribuía a Courbet el énfasis moderno en el aspecto físico de la pintura: «Me interesaban las ideas, no simplemente los productos visuales. Quería poner a la pintura de nuevo al servicio de la mente». Duchamp se refería con frecuencia al indeseable lado «retiniano» de la pintura. Estas opiniones citando a Courbet como quien sacó a la pintura del dominio de la mente y la subordinó a la retina proceden verbatim de la primera página del ensayo de Gleizes y Metzinger Du cubisme (1912). Cualquiera que sea su fuente, estas opiniones no hacen plena justicia a la obra socialmente radical y de búsqueda intelectual de Courbet. Y las observaciones de Duchamp implican una distinción simplista entre mental y retiniano que es difícil de sostener en el caso del mismo Duchamp, y en los de la mayoría de los pintores modernos desde Turner hasta Cézanne, hasta O’Keeffe o Clifford Still. La mente y el ojo son casi inseparables en cualquier persona que ve, y especialmente en un artista., y asistió al pujante resurgir de su posición e influencia como artista. Fueron los libros, no las exposiciones, los que lograron el cambio: Michel Sanouillet compiló las notas y escritos de Duchamp en Marchand du sel (1958); Robert Lebel publicó el primer estudio amplio, con catálogo ilustrado, Sur Marcel Duchamp, en 1959; y en 1960 se editaron las notas completas para La Novia desnudada por sus solteros, incluso o Gran Vidrio, en una versión tipográfica diseñada por el artista británico Richard Hamilton y traducida por el historiador del arte norteamericano George Heard Hamilton. Parecía una conspiración. La exposición retrospectiva Duchamp en 1963 en el Museo de Arte de Pasadena, cuyo comisario fue Walter Hopps, atrajo una enorme atención de la prensa y de la crítica. Para entonces, la flaca figura de Duchamp se movía fácilmente de la tarima de las conferencias a los estrenos, las poses fotográficas o las entrevistas televisivas. Su inglés de acento encantador se había vuelto fluido. La Tate Gallery de Londres le dedicó una importante exposición en 1966.

Dos años después, en Buffalo, durante el último año de su vida, asistió al estreno de Walkaround Time, una danza de la compañía de Merce Cunningham basada en el Gran Vidrio. El decorado de Jasper Johns reproducía imágenes del Vidrio en formas de plástico hinchables. Más tarde, Cunningham describiría cómo Duchamp subió las escaleras del escenario para unirse a los demás y recibir los aplausos: «Los ojos brillantes, la cabeza alta, nada de aquel mirar los escalones… Era un comediante nato». Duchamp murió súbita y calladamente aquel otoño en su apartamento de París.

Tomkins no oculta sus simpatías por los hábitos de discreción y contención de Duchamp. Su biografía combina un amplio conocimiento de la figura y el fondo con un estilo que habitualmente maneja con destreza tanto la marcha del relato como el análisis de personas y obras de arte. Cuando es oportuno, Tomkins sabe distanciarse de las manifestaciones estúpidas del culto a Duchamp. En la cita siguiente vuelve su atención hacia los admiradores del artista (y se olvida del modificante suspendido al comienzo del pasaje).

«Deslumbrados por su ejemplo, era muy fácil caer en la seductora falacia de que todo vale. Y es cierto que en arte todo vale, como Duchamp demostró con los readymades, pero sólo cuando el arte se aborda como él lo abordaba: no como autoexpresión o terapia o protesta social o cualquier otro de los usos a los que es sometido regularmente, sino como la actividad libre de una mente rigurosa y aventurada. La incapacidad para captar este punto esencial sobre la obra y la vida de Duchamp ha dado lugar en nuestro tiempo a una prodigiosa cantidad de arte aburrido y autocomplaciente, y en tal sentido es sin duda posible sostener que Duchamp ha sido una influencia destructiva.»

El retrato de Tomkins no abandona el sentido común. Su biografía no será desplazada pronto. Volveré sobre el tema de la libertad.

3

Profesor de historia en la Universidad de Nueva York, Jerrold Seigel ha publicado un libro sobre Marx y una buena historia cultural, Bohemian Paris: Culture, Politics, and the Boundaries of Bourgeois Life, 1830-1930 (Viking, 1986). Su reciente libro sobre Duchamp es más breve y más ambicioso que el de Tomkins. Seigel ofrece, no una biografía que siga una vida singular, sino un estudio temático de la obra de Duchamp «para mostrar que su carrera forma un todo coherente… de ideas e impulsos interrelacionados, vinculados a una serie de temas personales que persistieron a lo largo de su vida». Sólo el marchante y autor italiano Arturo Schwarz, acechando el incesto y la alquimia en su profuso volumen The Complete Works of Marcel Duchamp (Abrams, 1969; edición revisada, 1996), ha afirmado tan rotundamente la coherencia. Seigel mantiene que ha descifrado el código Duchamp y que puede exponerlo ante nosotros en 250 páginas. Pese a incurrir de vez en cuando en una prosa expositiva, The Private Worlds of Marcel Duchamp merece atención más allá del campo especializado de los estudios sobre Duchamp.

El capítulo 2, sobre el trasfondo decimonónico, y el capítulo 4, sobre el Gran Vidrio, y buena parte del capítulo 8, sobre el sentido del yo del artista, mantienen la atención del lector. En comparación, pesan más que los dos capítulos flojos, uno sobre los readymades y el otro al final, «El arte y sus libertades». Seigel tiene cosas importantes que decir sobre la historia del arte moderno, pero su teoría unificada de Duchamp no detendrá la marea de comentarios en años venideros.

Uno de los primeros pasos de Seigel es explicar la enorme fama del Desnudo descendiendo una escalera en el Armory Show atribuyéndola al carisma weberiano de la persona de Duchamp. Esta explicación me parece engañosa. Duchamp no llegó a Nueva York a pasear su persona hasta dos años después. Y cuando lo hizo, a la gente su carácter le pareció relajado, atractivo y secreto, todo lo contrario del don divino del carisma. Seigel sostiene de modo pertinente que puede verse en Duchamp la culminación de una larga tradición de vanguardia que va de Baudelaire hasta Jarry, tradición que incluye la tendencia al culto a la personalidad y el desdén hacia el trabajo y la moralidad corriente, y que ofrece el estatus de artista sin necesidad de producir arte. El subtítulo del libro enumera los tres temas de que trata: el deseo, la liberación y el yo.

Al comienzo, Seigel define el deseo en Duchamp citando frecuentemente su nota críptica de 1913 sobre el anhelo de poseer un objeto expuesto en un escaparate y la decepción consiguiente si se logra aquel objeto. En otras palabras, fantasía, imaginación y deseo proporcionan una recompensa superior a su consumación. Luego, en el último capítulo, Seigel reformula la actitud con un nuevo énfasis:

«La libertad pura de Duchamp exige que el juego interior de la fantasía y el mundo de las cosas materiales se encuentren por completo en los términos del primero: se pierde cuando uno rompe el escaparate y descubre que los objetos que llaman desde allí sólo se entregan a la posesión imponiendo la realidad de sus limitaciones sobre el infinito anhelo del deseo. Tal libertad no puede experimentarse a través de la interacción directa con el mundo, sino sólo a cierta distancia, en la perpetua demora del Gran Vidrio, en la abstracción del tablero de ajedrez respecto a las relaciones sociales o en el recinto protegido de las Boîtes en valise [esto es, las cajas que contienen reproducciones en miniatura de 69 de sus obras que Duchamp reunió en 1939].»

Tal libertad es «pura» porque no está mermada por ningún encuentro con el mundo contingente. La libertad a través de la abstención, a través de la renuncia. ¿Se trata de un nuevo ascetismo? ¿De un hedonismo superior? En modo alguno pretendo burlarme de esta línea de pensamiento y de conducta Examino la importancia de este tema en Emily Dickinson y Madame de Lafayette en el capítulo cuarto de mi libro Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography (St. Martin’s, 1996): Algunos fragmentos de este capítulo aparecieron en estas páginas en los números del 6 y 20 de junio de 1996..

Seigel consigue mostrar cómo este principio de la separación corresponde a ciertos aspectos de la vida personal de Duchamp, en particular a su relación con las mujeres. Y el capítulo sobre el Gran Vidrio presenta una obra irónica, incluso tonta, pero impresionante, que escenifica y celebra la libertad pura de la no consumación; una versión noble del coitus interruptus (Seigel no usa este término). Como han hecho otros críticos, incluyendo a Tomkins, Seigel contempla Dados, el lascivo «ambiente» de una mujer sin cara espatarrada en un lecho de ramas en un campo, como el exacto opuesto del Gran Vidrio. En Dados hallamos la naturaleza, el encuentro con la contingencia, la consumación, la decepción, el desastre. En el Gran Vidrio, un mundo mental, el retraimiento, la incomunicación, el incremento de la tensión, un permanente mantenerse aparte: «La capacidad del deseo para elevar a los seres humanos, macho o hembra, hasta el dominio de la imaginación se vuelve desilusión una vez que ellos se conforman con la mera posesión física».

Sí, está claro el contraste entre el temprano Vidrio y el tardío Dados, y Duchamp sin duda así lo quiso. Pero Seigel omite un aspecto igualmente importante del peepshow de Dados. Durante años las aguas habían permanecido en calma en torno al hombre cuyo nombre hizo famoso el escándalo del Armory Show y luego Fuente, el urinario sobre un pedestal. ¿Había renunciado a su nicho en la historia del arte? Así parecía, pues casi nadie sabía que los planes de Duchamp llevaban al resto del mundo una ventaja de veinte años. Ese fue el tiempo que le llevó construir una explosión semi-póstuma que llevaría a cabo, en un momento cuidadosamente estudiado, la bofetada en la cara del gusto público. Dados ostenta, en efecto, algunos rasgos propios de un cuento moral; como si fuera una escena de la mañana siguiente de La carrera del libertino. Pero lo que esta obra representa ante todo es un regreso de Duchamp a las más tempranas caricaturas sociales obscenas de su juventud. Sigue siendo el chico que oculta una palabrota en un acróstico. Una respuesta anticipada es la risa –reírse de la fundación privada que compró Dados, reírse de los conservadores y patronos del Museo de Arte de Filadelfia que lo instalaron como una consumada obra de arte–. «El traje nuevo del Emperador» se escenifica diariamente en un augusto edificio municipal dedicado a los monumentos de la cultura. Pero rara vez brota esa risa.

El desafío más conocido de Duchamp contra el límite entre arte y no-arte tomó la forma del readymade: una reductio ad absurdum del proceso creativo en la que el artista planta una firma en cualquier objeto designado. (Por ejemplo, él canonizó una rueda de bicicleta, un peine de perro, un cheque bancario y la funda de una máquina de escribir.) Duchamp ejercitó muy contadas veces este cortocircuito que ahorraba trabajo; nunca (excepto en caso de pérdida) escogió dos veces el mismo objeto, pero permitió que se hicieran y se vendieran facsímiles. ¿Cómo se integran estos objetos patrocinados por el artista en el «todo coherente» de ideas e impulsos que Siegel contempla como la vida y la obra de Duchamp? ¿Cómo se relacionan los readymades con obras tan minuciosamente concebidas, planificadas y construidas como el Gran Vidrio, que «vincula firmemente el arte con la trascendencia y con la libertad frente a la existencia material»? La respuesta de Siegel se basa en un fenómeno central en el universo mental de Duchamp: la homofonía o retruécano. «Readymade» equivale a «ready maid» [doncella dispuesta] y significa la Novia deseosa de alcanzar el «florecimiento» largamente anticipado. El lenguaje por sí solo fragua el vínculo. Pero Seigel reconoce la naturaleza conjetural de tal vínculo:

«Es extraño, pero no parece existir prueba alguna de que Duchamp fuera consciente del retruécano que ligaba el Gran Vidrio con su giro hacia los objetos ordinarios: una novia desnudada es una doncella dispuesta [ready maid]. Pero parece imposible que no lo supiera.»

Ésta me parece una base frágil para incluir los readymades dentro del mismo universo estético y personal que las obras sobre cuya manufactura Duchamp se tomó tantas molestias personales. Creo que hay algo más que un juego de palabras tras las obras artesanales, y tras los gestos aparentemente improvisados pero devastadores que produjeron la escasa docena de objetos catalogados como readymades. Habrá que profundizar mucho más para alcanzar un cimiento firme.

A lo largo de los capítulos 6 y 8, Seigel habla cada vez más de la «aspiración [de Duchamp] a la experiencia de la trascendencia», confirmada por sus experimentos con el lenguaje. El siguiente paso en este argumento asocia a Duchamp con Arthur Rimbaud, el poeta precoz que abandonó la poesía con poco más de veinte años para ir a la caza de fortuna. Seigel afirma que a través de un sereno distanciamiento «purificado de los residuos de la vida ordinaria», Duchamp alcanzó «una totalidad radical como la que Rimbaud buscaba en su programa desesperado de desarreglo de los sentidos». Este insistir en la trascendencia en un artista materialista no me deja satisfecho. The Private Worlds of Marcel Duchamp abunda en agudas observaciones e imprevistas perspectivas históricas. Pero la tesis de la totalidad radical basada en la trascendencia descansa finalmente en una tergiversación común de Duchamp. En sus notas y bocetos y dibujos mecánicos, Duchamp empieza a parecerse misteriosamente a Leonardo da Vinci y nos anima a tratarle como a un maestro. Sin embargo, debemos avanzar con cuidado. Es posible que estemos tomando demasiado en serio al bufón de corte del vanguardismo.

4

Tanto en el estudio de Seigel como en la biografía de Tomkins, la ejemplaridad de Duchamp para los artistas modernos consiste en la libertad que creó para sí mismo. Para Seigel, es la libertad de sondear su yo profundo; para Tomkins, la libertad de hacer arte. Este último, en sus páginas finales sobre la influencia liberadora de Duchamp, declara que éste «demostró con su propio ejemplo que la meta del arte no es la obra misma sino la libertad de hacerlo». En la medida en que las tradiciones de la vanguardia y de la bohemia nos han llevado a creer en un mito del arbitrio personal sin restricciones sociales, no han beneficiado ni a la vida ni al arte. Pues lo que se encuentra en tal dirección no es tanto la ligereza y el distanciamiento que Seigel y Tomkins contemplan cuanto la posibilidad del egoísmo, la crueldad y los estragos a los que ellos cierran los ojos. La vida de Rimbaud, entendida plenamente, podría haberles iluminado.

Tomkins y Seigel construyen sendos relatos fiables del otoño de 1912 y la primavera de 1913. Aquellos meses precipitaron la decisión de Duchamp de abandonar las convenciones e innovaciones de la pintura occidental, que él había aprendido parcialmente, en aras del arte por otros medios. Ambos libros insisten en la loca fascinación de Duchamp por Jarry, creador de Père Ubu y de la grandiosa ciencia de la Patafísica, y por Raymond Roussel, cuyas obras de teatro y novelas escenifican un mundo de pura fantasía verbal. Pero Tomkins y Seigel se ocupan sólo de pasada de un aspecto importante de la cultura del cambio de siglo. Éste es tratado a fondo en un capítulo de un libro reciente de Jeffrey Weiss, The Popular Culture of Modern Art: Picasso, Duchamp and Avant-Gardism.

Basándose primariamente en periódicos y revistas, Weiss esboza la historia de la blague (la broma de atelier) y la mystification como acusaciones comunes esgrimidas en Francia contra los artistas, aproximadamente desde Manet hasta los cubistas y sin excluir a los escritores. Una famosa parodia de la poesía decadente, Deliquéscences, poèmes décadents d’Adoré Floupette (1885), engañó a tanta gente que hoy día constituye un capítulo de la historia literaria. Tanto por divertirse como por burlarse de la libertad irrefrenada del Salon des Indépendants, exento de jurado, algunos bromistas del cabaret Lapin Agile presentaron un lienzo pintado por los latigazos de la cola del burro Lolo. Expuesta con un título impresionista, la obra fue atribuida a un pintor inexistente, Boronali. La blague fue filtrada a la prensa carcajeante y, algunos años después, inspiró una de las escuelas de la vanguardia rusa, que se llamó «Cola de Asno». Caricaturistas y columnistas trataron a los artistas fauves, cubistas y futuristas como bromistas y charlatanes que vendían cosas sin valor.

En 1912, la Cámara de diputados francesa fue escenario de una disputa muy divulgada sobre la supuesta ofensa a la nación y al Grand Palais cometida al permitir a los cubistas «criminales» y «rufianes» exponer sus obras allí en el Salon d’Automne. Weiss documenta el hecho de que el espectáculo de un artista firmando un lienzo en blanco y endosándolo como obra de arte tenía una historia en el music-hall y la caricatura que se remonta a 1877. La escuela paródica del Amorfismo reclamaba un espacio sustancial en el diario Paris-Midi y defendía «dejar al observador […] que reconstruya la forma». Duchamp y otros se harían eco de estas palabras medio siglo más tarde.

La casi definitiva monografía de Francis Naumann de 1994, New York Dada 1915-23, así como el catálogo que el mismo autor editó dos años después para la reciente exposición del Whitney Museum, presta una amplia atención al motivo del humor en las aportaciones tanto europeas como americanas a las extravagancias en Nueva York. Pero Naumann no ve más allá de una euforia sexualizada y maquinista, y deja sin explorar los dominios más oscuros de la blague y la mystification. Corresponde a Abraham A. Davidson, quien aporta un breve ensayo al catálogo del Whitney, detectar «una seriedad mortal», una vena de nihilismo, bajo las travesuras neoyorquinas de dadaístas europeos como Duchamp y Picabia. Los dadaístas americanos como Man Ray y Joseph Stella, más festivos, se dedicaban a crear un estado de ánimo alegre más que a minar una tradición.

El sustrato europeo de la blague y la mystification, en parte amable y en parte conspiratorio, es esencial para entender un episodio que ni Tomkins ni Seigel tratan adecuadamente. Duchamp contribuyó a fundar la Sociedad Neoyorquina de Artistas Independientes, cuyas exposiciones prescindían del jurado y de los premios como su precursora francesa. Actuó como presidente del comité organizador para la primera gran exposición en abril de 1917, en el mismo momento en que los Estados Unidos declaraban la guerra a Alemania. Una hora antes de la inauguración, dimitió del comité como protesta cuando la escultura titulada Fuente y firmada R. Mutt –un urinario masculino sobre un pedestal– fue rechazada por no ser «según ninguna definición, una obra de arte». Alfred Stieglitz fotografió el impertinente sanitario y de este modo lo certificó como objeto estético. Los periódicos divulgaron la historia; luego el urinario desapareció de la vista. La pequeña revista de Duchamp Blind Man, publicó una información detallada desde dentro, reproduciendo la fotografía de Stieglitz, con un editorial y dos artículos firmados defendiendo la escultura contra la exclusión. Sólo gradualmente se divulgó que Duchamp había planeado y ejecutado el incidente para poner a prueba la buena fe de los Independientes.

Una recopilación de charlas, publicada con el título The Definitively Unfinished Marcel Duchamp (1991), dedica 150 páginas a dos estudios que cubren todas las facetas del episodio de Fuente. William Camfield resume su extensa investigación sobre el tema y establece que, para los admiradores de Duchamp, el encumbrado urinario posee, como la mayoría de los demás readymades, un atractivo estético formal que llevó a llamarlo el Buda y la Madonna del cuarto de baño. La historia del arte ha apilado montañas de textos en torno al timo llamado Fuente, tratándolo como fetiche, anti-arte, símbolo oculto, pura forma sensual y arte-como-filosofía. Camfield está convencido de su lugar creciente en la historia del arte.

En el mismo volumen, un historiador del arte belga-canadiense, Thierry de Duve, insiste mucho en cómo Duchamp «se metió a todo el mundo en el bolsillo» usando la astucia y el fraude en el asunto de Fuente. Creciéndose con entusiasmo en la discusión que siguió a su charla, Duve celebra el hecho de que un urinario pueda convertirse en arte y señala a Duchamp como la «palanca con que levantar de nuevo el mundo estético». Duve continúa preguntándose de modo inconcluyente cuál es la fuente de legitimidad para un artista que firma y hace nacer una obra como Fuente (¿somos todos artistas?) y para los conservadores de museo y las instituciones que podrían acreditarla.

En la montaña de publicaciones recientes sobre él, Duchamp se nos presenta todavía envuelto en perplejidades.

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Para atravesar estas perplejidades, estoy dispuesto a proponer que a través de los largos trechos tranquilos y de los ocasionales incidentes ruidosos de sus ochenta y un años, Duchamp logró tres cosas. Las pongo en orden de importancia histórico-artística decreciente.

1. Antes de cumplir los cuarenta, Duchamp produjo unas pocas obras de arte sumamente personales y originales, muy diferentes entre sí y casi todas expuestas hoy en un mismo lugar: el Philadelphia Museum of Art. La lista escueta incluye El arbusto (1910-1911); Desnudo descendiendo una escalera, número 2 (1912); La novia (1912); Tu m’ (1918); Para ser mirado (desde el otro lado del vidrio) con un ojo… (1918) y La Novia desnudada por sus solteros, incluso (1915-1923). He omitido todos los readymades y su última construcción, Dados (1946-1966). A los que conozcan las obras que he enumerado no habrá que recordarles cuán insistentemente tienen como tema el acto sensual de mirar. Este artista de la mente nunca pudo desprenderse del ojo al que deseaba someter.

2. Trabajando desde el juguete casual de Rueda de bicicleta (1913) a través de la hábil subversión de Fuente hasta el pícaro acertijo de L.H.O.O.Q. (1919) (Mona Lisa afeada con bigote y perilla), Duchamp maquinó los readymades como un desafío a la soberanía del arte occidental. Sigo viéndolos en una tradición carnavalesca como obras de arte por un día, que luego se hunden en un estatus accesorio de obras en la historia del arte. Podrían ser coleccionadas en un equivalente de la Smithsonian Institution. Igual que la Smithsonian Institution alberga el avión de Lindbergh, que ya no vuela, podríamos construir un museo de los objetos heteróclitos que fueron arte alguna vez Véanse mis observaciones en el simposium de 1961 que incluía Duchamp, «The Art of Assemblage». Las actas completas están publicadas en Studies in Modern Art, núm. 2 (1992). En aquella ocasión, Duchamp leyó su definitivo tratamiento del asunto en media página: «A Propos of Readymades»..

La idea del arte espurio o arte por un mero «hágase» que representan los readymades ha fascinado a ciertos filósofos como Arthur Danto y ha orientado a buena parte de la crítica y la historia del arte hacia la estética y la abstrusa disciplina de la ontología. Pero, en realidad, los readymades pertenecen a un categoría más simple y más fundamental del arte en general y del arte de Duchamp en particular. Cuando se asocian con la tendencia compulsiva al retruécano verbal y visual como medio de saltar entre distintos marcos de referencia, y con medios poco comunes como el vidrio y la madera, los readymades se reúnen y fluyen en un principio de metamorfosis universal. Duchamp es nuestro Ovidio maquinista del objeto industrial y de todo lo demás a su alcance. Una ventana francesa [french window], a través de permutaciones cuidadosamente controladas pero imprevistas, incluyendo el hablar con catarro nasal, se convierte en Fresh Widow [viuda fresca] (1920). Duchamp construyó una maqueta de una ventana ocluida con cuero negro que obstruye en vez de permitir la visión. Usando equívocos verbales, visuales y metafísicos se puede transformar cualquier cosa en cualquier otra. Al aplicar el principio de la metamorfosis en el área sumamente sensible de la estética, los readymades localizan el hueso de la risa colectivo. Nos reímos de nuestra propia incomodidad en cuanto a lo que es y lo que no es arte.

3. Tomkins y Siegel y otros autores fidedignos que escriben sobre Duchamp no nos lo pintan motivado por el afán de dinero, de mujeres, de poder o de una verdad última esotérica o alquímica. Rechazó contratos de marchantes de arte y propuestas de mujeres ricas a fin de vivir, como un Thoreau de nuestros días, con un mínimo de necesidades. Parecía contento con su suerte y con flotar respondiendo a las demandas de otros. El resto de su tiempo –varias horas al día durante la mayor parte de su edad adulta– los dedicó a una actividad en la cual quien se limita a flotar se busca la derrota: el ajedrez. En un período de su vida, Duchamp fue un entretenido objetor de la política, la terapia y las orgías de autoexpresión que han importunado a los artistas desde los años veinte. Decía haberse retirado. En otro período, se entrenó incansablemente para ser un jefe victorioso en una contienda bélica que exige vigilancia y planificación.

¿Llegó a unir alguna vez estos dos lados de su temperamento y de su vida? Creo que lo hizo, de manera evidente, en la estrategia total de su carrera, que fue amortiguada, ocasionalmente escandalosa y en fin alcanzó un éxito sorprendente. En algún punto entre el inesperado destino del Desnudo descendiendo una escalera (rechazado primero en 1912 por su propio círculo familiar de cubistas, y un año después llamada a ser la obra con más publicidad del Armory Show) y el episodio de Fuente en 1917, Duchamp decidió hacer una apuesta consigo mismo sobre la cultura artística e intelectual a la cual pertenecía. Apostó a que podía ganar la partida sin hacer prácticamente nada, con sólo quedarse sentado. Su táctica mínima, cuidadosamente planeada, exigía que firmara sólo unos cuantos objetos cuidadosamente seleccionados. Usada con habilidad, esa táctica le traería la única cosa que quería: fama. Y aquel paso coincidió con su plan ya formado de abandonar la pintura en el sentido tradicional. Envuelto en notas arcanas e irreparablemente roto durante su transporte, el Gran Vidrio encajó con facilidad en esta mistificación de toda una vida. Duchamp, el prudente operario inexpresivo que maquinaba estas travesuras, nunca se delató. La estrategia funcionó perfectamente. Sí, nos metió a todos en su bolsillo Para el contraste y la comparación, mencionaré otros tres timos famosos. Finnegans Wake (1939) de James Joyce tardó en producirse 18 años. Su íntimo amigo y principal rival literario, Oliver St. John Gogarty (el modelo para el Buck Mulligan del Ulysses), se burló de los admiradores del libro como «víctimas de un gigantesco fraude, de una de las mayores tomaduras de pelo de la historia». En 1984 apareció en francés un libro ––Le Miroir qui revient– que atribuía los orígenes de la escuela francesa de la «Nueva novela» a una impostura. Esta inteligente mistificación fue lanzada supuestamente por Alain Robbe-Grillet y secundada por el crítico académico Roland Barthes. Los devotos de le nouveau roman prefirieron mirar hacia otro lado, puesto que el autor del exposé era el propio Robbe-Grillet. Éste describe la facilidad con la que él y Barthes desacreditaron las nociones de autor, narrativa y realidad y se refiere a aquella maniobra como «las actividades terroristas de los años 55 al 60». Al confesar sus astutos cálculos en los años cincuenta sobre cómo demarcar y reclamar un lugar prominente en la vida literaria francesa, Robbe-Grillet no se degrada a sí mismo. Se supera a sí mismo como estafador. Con dignidad y seguridad, Le Miroir qui revient gana un nuevo título para la autobiografía de ficción. Robbe-Grillet, un jugador magistral del juego literario, nunca yerra un golpe cuando permite a su entero corpus de nuevas novelas asumir el estatus de una apuesta o un bluff. El hecho de que representen un número ganador en los lotería literaria no les quita un ápice de la gran calidad de su escritura. Adoré Floupette apenas produjo un librito de versos decadentes falsificados. Robbe-Grillet compuso más de una docena de nuevas novelas; y prendieron tan bien que el impostor puede contar ahora su propia historia con perfecta seguridad. A veces se acerca a la jactancia..

Estafó incluso a sus amigos y al Museo de Arte de Filadelfia haciéndoles creer que el indecente diorama Dados debía ser considerado una obra de arte. Después de todo, lo había mantenido escondido durante veinte años. Medio siglo después de que Fuente fuera excluida de una exposición, Dados fue abrazado sin oposición por un museo distinguido. Sigo creyendo que la obra representa el «definitivo y más audaz de los timos en la historia del arte, perpetrado (con su connivencia) sobre museos, críticos, historiadores del arte, reseñistas de libros, un público pasmado y él mismo» Roger Shattuck: The Innocent Eye (Farrar, Straus and Giroux, 1984), pág. 70.. Los comentarios impacientes y perspicaces de Clement Greenberg poco después de la muerte de Duchamp sugieren que Greenberg albergaba una opinión parecida pero no tuvo estómago para llamar a Duchamp blagueur y mistificador.

Pero hemos aprendido a respetar a los embaucadores, a los Till Eulenspiegel de nuestra condición civilizada. En su nota para un prefacio no escrito para Las flores del mal, Baudelaire aconsejaba al artista que no revelara sus secretos más íntimos; y así revelaba el suyo propio:

«¿Acaso mostramos a un público ora aturdido, ora indiferente, el funcionamiento de nuestros artificios? ¿Explicamos todas esas revisiones y variaciones improvisadas, hasta el modo en que nuestros impulsos más sinceros se mezclan con trucos y con el charlatanismo indispensable para la amalgama de la obra?»

En este pasaje, el charlatanismo se convierte casi en sinónimo de «imaginación». Las dos grandes novelas sobre charlatanismo que retratan a un estafador, la obra de Melville de 1867 que lleva ese título y la novela inacabada de Thomas Mann Confesiones del estafador Felix Krull (1954), transmiten una latente admiración hacia el ser humano que puede metamorfosearse en múltiples identidades. El extranjero en el barco fluvial de Melville ejecuta una broma maravillosamente duchampiana sobre sí mismo, sobre los demás pasajeros y sobre el lector al pegar «un cartel junto al despacho del capitán, ofreciendo una recompensa por la captura de un misterioso impostor, supuestamente recién llegado del Este; un genio original en su vocación, se diría, si bien no estaba claro en qué consistía su originalidad».

Nadie atrapa al extraño impostor de Melville; como nadie atrapa tampoco a Duchamp.

Felix Krull disfruta viendo el mundo como un tablero de ajedrez sobre el cual puede manipular las piezas a voluntad y cultiva su ambición y su conocimiento de las maneras del mundo pasando días enteros mirando los escaparates elegantes. Una vez más, una novela arroja luz sobre el universo camuflado de Duchamp. La formación de Duchamp como artista no excluye su proeza como impostor.

La fría hazaña de Duchamp reside, más allá de sus obras de arte y de no-arte, en haber ganado la apuesta de que podía embaucar al mundo del arte para que le honrara sobre la base de credenciales falsificadas. Por otra parte, las credenciales eran auténticas si las examinamos a la luz de la tradición alternativa de la blague y la mystification. Puedo oír a Duchamp riéndose todavía entre los sanitarios celestiales no sólo de nuestra credulidad sino también de los estafadores inferiores que buscan su recompensa no en la risa, sino en el dinero o en el sexo o en el poder; o en la fama convencional. Cuando Duchamp subió a escena al final de su vida para recibir los aplausos, no tuvo que mirar los escalones. Por un largo y cuidadoso cálculo, sabía exactamente dónde estaban. Lo había planeado todo como un Maestro Deseo dar las gracias a Hellmut Wohl por sus comentarios sobre un boceto de esta reseña. Él no está de acuerdo en modo alguno con todos mis comentarios e interpretaciones..

Traducción de Guillermo Solana.

© The New York Review of Books.

Otros libros comentados en este artículo:

JEFFREY WEISS: The Popular Culture of Modern Art: Picasso, Duchamp, and Avant-Gardism, Yale University Press.

THIERRY DE DUVE (editor): The Definitively Unfinished Marcel Duchamp, MIT Press.

FRANCIS M. NAUMANN: New York Dada 1915-23, Abrams.

FRANCIS M. NAUMANN WITH BETH VENN (eds.): Making Mischief: Dada Invades New York, Whitney Museum of American Art/Abrams.

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