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Adiós a los cuentos de hadas

¿Qué fue de Delia Grinstead?

ANNE TYLER

Plaza y Janés, Barcelona, 1997

Trad. de Carlos Milla Soler

440 págs.

Nadie como tú

ANNE BEATTIE

Thassalia, Barcelona, 1997

Trad. de Beatriz López-Buisán

463 págs.

Acontecimientos perturbadores

ANITA BROOKER

Thassalia, Barcelona, 1997

Trad. de Ersi-Marina Samará

250 págs.

Doña Oráculo

MARGARET ATWOOD

Muchnik Editores, Barcelona, 1996

Trad. de Sofía Carlota Noguera

416 págs.

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Ya es bien conocida en nuestro país la obra narrativa de la canadiense Margaret Atwood, una escritora que va dejando en sus novelas huellas inconfundibles de su personalísimo compromiso estético. Constituye, por ello, una actividad ciertamente gratificante releer Lady Oracle (1976) y descubrir cómo después de dos décadas de su aparición el oráculo esteticista que adelantó en ella ha planeado sobre sus alardes experimentales posteriores. En cierto modo, y aunque los caminos de la ficción de Atwood conducen a destinos a veces contrapuestos, podemos advertir cómo la autora de Lady Oracle parece haber cumplido la promesa que hace su narradora, Joan Foster: no ha vuelto a tejer más cuentos góticos, ha flirteado con la ciencia ficción (¡qué asombrosa y punzante sigue pareciéndonos la distopía desplegada por los fantasmas del puritanismo teocrático en El cuento de la sirvienta!) y ha realizado maniobras narrativas menos escapistas que las diseñadas en esta novela. No pasa el tiempo en balde para una escritora tan exigente con el arte de narrar.

Doña Oráculo, ciertamente, parece un ejercicio deliberado de transformismo narrativo, una huida irremediable, en compañía de la Sibila, hacia los infiernos de los traumas infantiles, hacia los monstruosos laberintos de la femineidad (Penélope, Medusa), los cuentos de hadas o las figuras emblemáticas del decadentismo inglés (The Lady of Shalott, en particular). Sobre la fecundidad de este entorno fantástico teje Atwood las peripecias esquizofrénicas de Joan hasta consumar su regresión placentera y seductora con la representación de su propia extinción. El efecto es simultáneamente mágico y cómico, serio y absurdo, profundo y artificioso. Cada experiencia de Joan pone en evidencia este contraste, expresión inequívoca de la paradoja articulada por la novela: la vida es una maldición, la realidad un sinsentido, sólo el arte y la fantasía merecen la pena.

La relación de Joan con su madre, por ejemplo, se sustenta en el mito de Blancanieves, y es objeto de una elaboración narrativa ambiguamente mágica, rubricada al mismo tiempo por la negativa de Joan a dejarse modelar por su «madrastra» y la imposibilidad de liberarse de ella y exorcizar sus fantasmas. Se libra obviamente esta confrontación en el territorio del cuerpo, como la misma narradora reconoce, exponiéndose a una obesidad peligrosa o menguando exageradamente hasta límites anoréxicos, una vez que la muerte de su tía Lou le ha garantizado la independencia económica.

El territorio del cuerpo es una de tantas metáforas narrativas que conjuga ilusión y realidad, ficción y vida, y sólo adquiere sentido dentro del tapiz de «vestidos góticos» que va componiendo la propia Joan. Todo el «cuerpo» textual de Doña Oráculo, puede así resultarnos ingenioso, calculadamente artificioso, sugerentemente autorreferencial, pues va sincronizando los instantes más decisivos de las múltiples identidades de Joan con extractos de los cuentos góticos que ella misma escribe, en un alarde creativo que culmina precisamente con la publicación de esta novela. Doña Oráculo es, pues, un «cuento de cuentos», el tapiz resultante de todos esos relatos que se niegan a dejar el mundo de la fantasía. Al concluir la novela, Redmond, el caballero de los romances que escribe Joan, se confunde con su marido Arthur y ella misma puede encontrar un lugar entre las víctimas asesinadas por Redmond. El relato de su propia muerte no es una coda macabra, sino una gesta nuevamente fantástica. Como la dama de The Lady of Shalott, Joan se atreve a mirar a la realidad, aunque ésta la conduzca a la muerte.

No es probable que el lector de esta novela se quede satisfecho del todo con las justificaciones estéticas de su artificiosidad ni con el recurso al humor fácil. Hay momentos en los que empieza a sospechar lo que la misma narradora termina por reconocer: que parece que todas sus fantasías acaban en trampas. Y tales trampas no proceden del terreno de la ficción, o de sus laberintos metaliterarios, sino de la forma de asomarse a la realidad o de obligarse a hacerlo. Su confesión es más sincera que el intento narrativo de Lady Oracle: «Alguna vez había hablado de amor y compromiso, pero el verdadero romance de mi vida fue aquel entre Houidini y sus cuerdas y el baúl trancado; entrar en el abrazo del cautiverio para luego deslizarse y salir. ¿Qué otra cosa había hecho en toda mi vida?».

Frente a la ficción de evasión que augura Doña Oráculo, el lector puede advertir que la magia tiene sus límites, el romance sus convenciones, las fantasías sus pruebas de realidad y la caricaturización de sus amantes –incluso la de su marido, Arthur– cierta justicia «narrativa» que les asigna funciones acomodaticias al espejismo de las identidades de Joan. Los poderes asombrosos de la narradora se revelan en las sesiones de espiritismo con Leda Sprott, en su descubrimiento y aplicación de la escritura automática y en el éxito clamoroso que obtiene su Doña Oráculo. ¿Pero quedan confinados al virtuosismo creativo, a una fuga irremediable hacia el romance, a una persecución incomprensible? Por cierto, ¿por qué se esconde detrás de las imágenes que de ella tiene Arturo, por qué busca su aprobación sobre los cuentos góticos, por qué suplanta a Redmond, por qué…? ¿Por qué toda la narración aparece relatada a un reportero a quien no suele decir grandes mentiras?

Si estas interrogaciones dejan entrever ciertas reservas sobre la orientación de esta fuga fantástica a partir de las regiones imaginarias femeninas, Acontecimientos perturbadores (1996), de la británica Anita Brooker, equilibra de manera asombrosa los mundos del hombre y de la mujer, sus respectivas sensibilidades y sentimientos, sus correspondencias y animadversiones, ya sean secretas o manifiestas. No hay trampa en esta novela, ni procedente de aspiraciones estéticas, ni de reclamos metaliterarios o ideales feministas. Su transparencia es tal que cabe maravillarse de la forma en que la autora de Hotel Du Lac demuestra conocer el mundo masculino, colocarse en la pupila de Allan –un narrador que cuando le da por leer ficción se inclina por novelas de misterio típicamente tradicionales– y contemplar los cambios y alteraciones (Altered States es su título original) que le afectan dentro de su círculo londinense, especialmente el de la seductora presencia de Sarah y su final alejamiento. Los acontecimientos que asoman en esta obra no son espectaculares, ni siquiera relevantes, pero su efecto sí altera profundamente las relaciones humanas y reverbera insistentemente en los rituales cotidianos que discurren de velada en velada o en torno a la mesa de té, tan frecuentes en la vida social inglesa. Son los instantes de intensa conmoción que provoca y evoca la figura de Sarah –vulnerando la aparente estabilidad emocional de Allan, suscitando en él reacciones inquietantes, despertando fantasías jamás alimentadas por amor–, los que confieren a los acontecimientos un efecto profundamente turbador, en especial su matrimonio, su escapada a París o la muerte de su hija.

Hasta cierto punto Acontecimientos perturbadores es una novela de misterio sin trampa formal alguna y sin emociones resonantes. Tan sólo las que tiende la complejidad de la vida, la sutileza de las impresiones, los presentimientos, la insinuación amorosa o la pura necesidad de recibir atenciones. Una pretensión estética de poca monta, tal vez más ejemplar que los oráculos de Joan.

Frente a pretensiones estéticas tan diferenciadas como las que advertimos en estas dos novelas, las que muestran Nadie como tú de Anne Beattie y ¿Qué fue de Delia Grinstead? se mueven en espacios narrativos invariablemente trazados por inquietantes obsesiones sobre la familia norteamericana. Diríase que las relaciones familiares siguen constituyendo el filón creativo más inagotable para muchas escritoras, especialmente si, como ocurre en estos dos casos, el hechizo costumbrista de su admirado maestro Updike se sustenta en una sensibilidad femenina deliberadamente acusada, o mejor, conscientemente crítica.

Anne Beattie contempla ese espejismo costumbrista de la sociedad norteamericana desde el mundo académico. Anne Tyler lo hace, como en sus otras novelas, desde las márgenes provisionales y cambiantes de las relaciones familiares. No deben causar perplejidad ambas opciones. Puede, por ejemplo, encontrar el lector en Nadie como tú filiaciones innegables con obras de Allison Lurie o Marilyn French a este respecto, e incluso con alguna de David Lodge si lleva la ironía a sus extremos más afilados. Nadie como tú procede de una escritora que conoce muy bien las instituciones académicas norteamericanas (ha enseñado en las Universidades de Harvard y Virginia) y las viñetas aparentemente superficiales que la componen remiten a sus precursoras The Burning House (1982) o Love Always (1985). De la misma manera, la autora de El turista accidental y de la insuperable Dinner at the Homesick Restaurant (1982) (¿Cuándo será traducida al castellano?) recupera en Delia Grinstead algunos cabos sueltos sobre el alcance de la liberación de la mujer.

No son estos paisajes fáciles de resaltar, no obstante, si nos encontramos con un título como el escogido por la traducción española de la novela de Beattie, Nadie como tú, pues aquí no aparece propuesta moral o social digna de emulación, ni revelación espectacular, ni mucho menos perfil de ejemplaridad. Una traducción más ortodoxa del original Another you, por muy sesgada que hubiera sido, jamás hubiera obviado la hiriente dislocación que manifiesta Marshall abriendo los ojos a las relaciones y acontecimientos más sombríos de su existencia y que componen, de hecho, su otro yo caleidoscópico, disperso e irrecuperable. Por más que Beattie haya tomado en serio el reto de escribir una novela completa en torno a experiencias claramente conectadas, no parece haber razones importantes para conceder a Marshall control alguno sobre las demás voces narrativas.

Realmente puede el lector suponer que la trayectoria narrativa de esta novela constituye toda una caja de sorpresas, que Marshall solventa éstas con una ingenuidad e incluso entereza encomiables y que la revelación final de su madrastra Evie cierra convincentemente esa trayectoria, contraponiendo las diferencias generacionales entre padres e hijos y, sobre todo, despejando sus relaciones amorosas y familiares con una desenvoltura que ya quisieran para sí Marshall, Gordon, McCullum y sus mujeres respectivas. Si desde la superficie de Nadie como tú se echa una mirada retrospectiva a la Norteamérica de hace cuatro o cinco décadas, ciertamente Evie podría ser considerada pionera. Nadie como ella.

Mas tanto Marshall como su alumna Cheryl, o su amigo y colega McCullum, o su mujer Sonja, o su hermano Gordon, e incluso su madrastra Evie parecen estereotipos y objetos de un paisaje animado por corrientes subterráneas que ya no pueden afectarles, sino sólo cambiarles de lugar, como los recorridos por New Hampshire o hacia el Sur dan a entender… Los descubrimientos de Marshall sobre las implicaciones de él mismo y de su amigo McCullum con Cheryl, Livan Baker y Janet le llevan a la comprobación casi detectivesca de su propia miopía e ingenuidad, a la constatación de que el texto de la vida no se asemeja en nada a un texto literario, ni siquiera en cuanto campo de probabilidades.

En este sentido, Nadie como tú resulta decididamente irónica. La contraposición de estos dos textos, mantenida estratégicamente como clave narrativa de la novela, es desmontada al enfrentarse los dos hermanos, Gordon y Marshall, con su pasado y su madrastra, Evie. Llama poderosamente la atención la abundancia de referencias a la literatura (Frost, Yeats, Beckett), al cine, a la música y a la cultura popular que acompasan este viaje retrospectivo… Tal parece ser uno de los paisajes más frecuentados por Anne Beattie. No debe ser una obsesión minimalista, pero si intentamos seguir los viajes de Marshall con tal acompañamiento perderemos definitivamente el rumbo.

El viaje en el tiempo de Delia Grinstead no precisa de andamiajes literarios más o menos acomodaticios, pues la transformación a la que voluntaria y desafiantemente se somete a raya en un feminismo abiertamente testimonial que acalla cualquier retintín de cuentos de hadas. Ciertamente cuesta imaginar que la niña que desgrana estrofa a estrofa de la canción Delia's Song llegue a protagonizar una huida tan insólita y arriesgada del yugo matrimonial y familiar sin equipaje fantástico alguno, sino propulsada por una voluntad decidida de encontrarse a sí misma, de estar sola, precisamente dentro de un círculo de amigas y conocidas tan conectado como el que aparece en la periferia urbana de Baltimore. Es ésta una paradoja que subraya la quiebra alarmante de las fronteras familiares y de su descomposición narrativa, a la par que augura un retorno al punto de partida de la novela, aunque sólo sea para evitar la huida sin retorno de sus hijos y mostrar «su sencillo, auténtico y casero yo interior». Un descubrimiento, a estas alturas de la ventura feminista, ciertamente menos perturbador de lo que parecía prometer Anne Tyler en las primeras páginas de la novela.

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