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¿Qué hace que el mundo siga girando?

Dinero y poder en el mundo moderno, 1700-2000

NIALL FERGUSON

Taurus, Madrid

Trad. de Silvina Marí

600 págs.

22,54 €

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En 1987, el historiador Paul Kennedy publicó un controvertido libro titulado Auge y caída de las grandes potencias: Cambio económico y conflicto militar de 1500 a 2000. Su mensaje era que Estados Unidos padecía de un «sobreestiramiento» imperial. Su economía había dejado de ser lo bastante grande o dinámica para hacer frente a sus compromisos estratégicos. Tenía que aceptar un papel menor en un mundo «multipolar». Este mensaje se hallaba inserto dentro de una grandiosa narración histórico-geopolítica. Kennedy distinguía una correlación a largo plazo entre el poder económico y militar. Esto daba lugar a un modelo histórico de «ascenso y declive», en el que los sucesivos poderes dominantes veían cómo el coste de defenderse contra sus adversarios acababa consumiendo su vitalidad económica.

En sus cálculos de tiempo, Kennedy fue excepcionalmente desafortunado. Cuatro años después de la publicación de su libro, el mundo bipolar se había desvanecido, como él predecía. Pero el motivo fue que la Unión Soviética, no los Estados Unidos, se derrumbó. En el mundo postcomunista, Estados Unidos sigue manteniéndose indiscutiblemente a la cabeza. Posee un poder y una autoridad, únicos en la historia, para moldear la organización política y económica del planeta. Cómo decida afrontar esta tarea será algo que determinará en gran medida el rumbo que tome nuestro nuevo siglo.

Este es el trasfondo del nuevo libro de Niall Ferguson. En un nivel, es una respuesta tardía a Kennedy: hoy, Estados Unidos, en opinión de Ferguson, sufre no de «sobreestiramiento» sino de «infraestiramiento»: sus recursos económicos son más que suficientes para las responsabilidades globales, pero en vez de utilizar su poder de un modo constructivo, Estados Unidos, durante la presidencia de Bush, se ha comprometido a una búsqueda ilusoria de seguridad tras una celestial Línea Maginot. Ferguson ve esto como el síntoma de una «estrechez de miras profundamente arraigada que es el reverso mismo de lo que el mundo necesita de su potencia más rica». Escribe: «Lejos de retirarse como un caracol gigante tras un caparazón electrónico, Estados Unidos debería estar dedicando un mayor porcentaje de sus vastos recursos a hacer que el mundo sea seguro para el capitalismo y la democracia», imponiendo la democracia a la fuerza si fuera necesario en los «estados incontrolados» (rogue states). Desgraciadamente, «los líderes del único estado con los recursos económicos para hacer del mundo un lugar mejor carece de las agallas para hacerlo».

A otro nivel, el libro de Ferguson es una exploración histórica de los motivos del «error» de Kennedy. Al igual que la mayoría de los historiadores de su generación, Kennedy es un determinista económico. Cree que el cambio económico es el motor de la historia. Pero la historia, señala Ferguson, no ofrece ninguna justificación para esta afirmación. Por el contrario, la conclusión central de Dinero y poder en el mundo moderno es que «el dinero no hace que el mundo siga girando». Han sido más bien los acontecimientos políticos –sobre todo, las guerras– los que han moldeado las instituciones de la moderna vida económica. Sexo, violencia y poder son «individual o conjuntamente capaces de anular al dinero».

Ferguson es uno de los historiadores técnicamente más capacitados de cuantos escriben en la actualidad. Su inteligencia, energía, imaginación y mordacidad son sus señas de identidad; pero también es el producto de una revolución en la escritura de la historia, basada en una buena formación lingüística, procesadores de texto, bases de datos informatizadas, generosas becas de investigación y equipos de investigadores ayudantes. Estas ayudas han aumentado enormemente el poder y el espectro de la explicación histórica, así como las ambiciones de los jóvenes historiadores más capaces.

Hasta ahora la mayoría de los historiadores profesionales han sido miniaturistas, evitando el gran lienzo en favor de estudios detallados de episodios o períodos concretos, generalmente dentro de los confines de la historia nacional. De hecho, el particularismo ha sido ensalzado como una virtud especial de la historia, permitiendo una exploración detallada del contexto y un entendimiento imaginativo de la mentalité. (Los historiadores neomarxistas fueron la principal excepción a esta regla, con la ideología como un sustituto adecuado de los hechos.) Dudo que la historia llegue a convertirse alguna vez en una gran disciplina generalizadora. Su papel es esencialmente escéptico, minando las generalizaciones de los economistas, los científicos políticos y los sociólogos. Y esta es una de las principales funciones del libro de Ferguson. Sin embargo, cuando se amplían los límites de lo que puede conocer una sola persona, el poder de la historia para discernir modelos en el tiempo y en el espacio se ve reforzado en igual medida.

Un signo de la ampliación de su espectro es que los historiadores han empezado por fin a tomarse en serio la economía. La anterior generación de historiadores carecía casi por completo de conocimientos de economía. Esto les impedía llegar a un entendimiento pleno de los hechos económicos. Ferguson ha puesto la economía al servicio de la historia. Dos influencias de la «ciencia lúgubre» han conformado su perspectiva histórica. La primera es la teoría y la historia de las finanzas públicas, un producto de su estudio del mercado internacional de obligaciones mientras trabajaba en una historia de los RothschildThe House of Rothschild: Vol. 1: Money'sProphets, 1798-1848; Vol. 2: The World's Banker, 1849-1999, Viking, 1998, 1999. Véase mi recensión en The New York Review of Books, 16 de diciembre de 1999.. La principal conclusión de esa extensa obra era que aunque el dinero y el poder están inextricablemente unidos –las finanzas públicas son la hebilla que las ata–, es el poder el que determina habitualmente lo que le sucede al dinero. La demostración clásica, y horrenda, de esto era la primera guerra mundial. Una segunda influencia sobre Ferguson ha sido el historiador económico, galardonado con el Premio Nobel, Douglass North. Éste identificó la innovación institucional, especialmente el desarrollo de derechos de propiedad eficientes, que canalizan el esfuerzo individual en actividades que añaden valor, como la causa del crecimiento económico. «La organización económica eficiente es la clave del crecimiento; el desarrollo de una organización económica eficiente en Europa occidental explica el auge de Occidente»Douglass North y R. P. Thomas, The Rise of the Western World, Cambridge University Press, 1973, pp. 1-2. [Existe traducción española: El nacimiento del mundo occidental. Una nueva historia económica, trad. Javier Faci, Madrid, Ed. Siglo XXI, 1991.] . Ferguson amplía la tesis de North al defender que las instituciones económicas eficaces se desarrollaron inicialmente para servir a las necesidades de obtención de ingresos de los estados guerreros. «Las instituciones –escribe– que existieron inicialmente para servir al estado financiando la guerra promovieron también el desarrollo de la economía en su conjunto.»

Dinero y poder en el mundo moderno está organizado en torno a tres ejes: un examen histórico de la capacidad del estado para obtener ingresos, un análisis de la política de deudas públicas y la implicación de estos descubrimientos para la política exterior en la actualidad.

«En el principio –escribe Ferguson– era la guerra.» Esta es la base de su argumentación. La guerra es una característica permanente de la condición humana, aunque su frecuencia e intensidad han variado considerablemente con el paso del tiempo. Ferguson cita el cálculo del científico político Jack Levy, según el cual las grandes potencias han estado implicadas en guerras durante el 75% del tiempo desde 1495 a 1975. Francia ha sido la más belicosa, seguida de Austria, España e Inglaterra. El «promedio anual de guerra» alcanzó su punto más alto en el siglo XVI y el más bajo en los siglos XIX y XX. (El siglo XX conoció dos de las guerras más feroces de la historia humana, pero quedaron comprimidas en períodos mucho más cortos que las anteriores guerras de las grandes potencias.) Esto podría inducir a pensar que las guerras van disminuyendo gradualmente. Los estados desarrollados son estados del bienestar, no del guerrear.

Pero creer que la guerra (o, más precisamente, el uso, o la amenaza de uso, de la fuerza) desempeña ahora un papel sólo marginal en los asuntos humanos, sostiene, no es más que una ilusión típicamente liberal y democrática; una ilusión alimentada por el hecho de que el precio de ejercer el poder ha descendido enormemente. Medida por «disparos por dólar», la tecnología militar más moderna es ahora más barata que nunca. Y un pequeño grupo de países encabezados por Estados Unidos (la conocida como «comunidad internacional») poseen una supremacía militar tan abrumadora que pueden imponer su voluntad a otros con un pequeño riesgo militar para ellos. A este respecto, la Pax Americana de hoy en día se asemeja a la Pax Britannica del siglo XIX, con la Operación «Tormenta del Desierto» como «un Omdurman de nuestros días».

La lucha competitiva entre las naciones coloca en situación ventajosa no a los estados con los recursos más amplios, sino a los estados que pueden movilizar recursos más eficazmente para sus objetivos de política exterior. Las instituciones para movilizar recursos son un parlamento, una burocracia fiscal, una deuda nacional y un banco central. Ferguson defiende que el desarrollo superior de este «cuadrado de poder» financiero en la Gran Bretaña del siglo XVIII le proporcionó no sólo una ventaja decisiva sobre su principal rival, Francia, sino también una tasa más rápida de crecimiento económico.

El parlamento es uno de los componentes básicos del «cuadrado del poder». La base consensual del sistema fiscal inglés, finalmente confirmado por la Revolución Gloriosa de 1688, situó ciertamente a la monarquía británica en una situación ventajosa sobre su rival francés. Pero, en general, los resultados del control parlamentario sobre el sistema fiscal han sido ambiguos. En el siglo XVIII fortalecieron el poderío guerrero del estado; en el siglo XX, el control democrático ha transformado el estado del guerrear en el estado del bienestar. Todo depende de la constitución política. Si hay más contribuyentes directos que votantes, la presión será limitar los impuestos directos y basarse en impuestos del gasto regresivos; si hay más personas que tienen el voto de las que pagan impuestos directos, será incrementar los impuestos directos y redistribuir la recaudación de cualquier impuesto dado de la guerra al bienestar. La implicación de esta «ley» es que mientras el impulso constitucional se desplaza de «los impuestos sin representación a la representación sin impuestos directos», la carga fiscal crecerá y la proporción de impuestos gastados en defensa descenderá.

Los hechos se ajustan a la teoría razonablemente bien. El crecimiento del estado del bienestar coincidió con la gran expansión en el ratio de votantes y contribuyentes directos a finales del siglo XIX. Incluso hoy en día «la democracia británica concede el derecho al voto a más de dieciocho millones de personas que no pagan impuesto sobre la renta». La situación es similar en Estados Unidos. Ferguson insinúa que lo que mantiene los impuestos relativamente bajos en Estados Unidos es el bajo número de votantes en las elecciones, especialmente entre los pobres. «En 1990 votaron sólo unos 61 millones de estadounidenses; casi 114 millones […] pagaron el impuesto sobre la renta. En la actualidad, millones de americanos han de pagar impuestos sin tener representación; al contrario que sus antepasados coloniales, sin embargo, su privación del derecho al voto es en gran medida voluntaria.»

Más importante para la superior capacidad fiscal del estado hanoveriano británico fue la centralización de la recaudación de impuestos en una burocracia pagada en lugar de basarse en la cesión fiscal (ceder la recaudación de impuestos por contrato a agentes privados) y en la venta de cargos. Esto permitió que Gran Bretaña viera aumentar el 12,4% del PIB en impuestos en 1788, comparado con el 6,8% de Francia. Sin embargo, dado que la democratización también coincide con el crecimiento de empleo público, «la burocracia, que de entrada optimizó la facultad de obtención de ingresos por parte del Estado, pasa a convertirse en un gasto». Ferguson resume esta parte de la argumentación del siguiente modo: «Los procesos de parlamentarización y burocratización resultaron necesarios por primera vez por el coste de la guerra. Pero en el siglo XX cobraron un impulso propio, desviando cada vez más recursos del empleo militar hacia el civil y las transferencias redistributivas».

Un estado guerrero próspero necesita ser capaz no sólo de cobrar impuestos de modo eficaz, sino de solicitar préstamos baratos. Las dos cosas están conectadas: un gobierno con ingresos fiscales seguros podrá solicitar prestado más dinero, y menos caro, que otro sin ellos. En cien densas páginas, que abarcan tres siglos, Ferguson logra dejar brillantemente al descubierto las conexiones esenciales entre economía y política en el desarrollo de instituciones, instrumentos y políticas financieras. El estudio incluye la historia de bancos centrales, mercados de obligaciones, bolsas de valores, tipos de cambio, tasas de interés y filosofía fiscal. Esta es la parte más original del libro.

El principal ponente del relato es la deuda pública. En la lectura de Ferguson, la atención que se presta a su sostenibilidad y a su efecto en la actividad del sector privado explica la historia fiscal del mundo moderno, así como una gran parte de su historia general.

Ferguson sitúa los orígenes de la moderna financiación de la deuda en una serie de innovaciones financieras en Inglaterra, comenzando con la creación del Banco de Inglaterra en 1694, incluida la adopción del patrón oro en 1717, y culminando, en 1751, con el nacimiento de los «valores consolidados», la deuda consolidada del gobierno británico en forma de obligaciones líquidas, pero perpetuas, liquidables a la par. El efecto de estas innovaciones era incrementar el tamaño de la deuda pública sostenible. Adoptadas por motivos guerreros, permitieron no sólo que Gran Bretaña derrotara a Francia en una larga lucha por obtener la supremacía y que culminaría en las guerras napoleónicas, sino que también estimularon el crecimiento del comercio. El punto clave aquí es que la proliferación de instrumentos de deuda pública comercializables «crearon eficazmente el mercado privado para las obligaciones y las acciones del sector privado» permitiendo una más amplia distribución del riesgo. Además, «la aparición de los obligacionistas como un influyente lobby dentro del parlamento redujo el riesgo de mora del estado británico e incrementó por tanto su capacidad para conseguir préstamos baratos».

Al razonar de este modo, Ferguson contradice a Adam Smith, que en su Riqueza de las naciones señalaba en un famoso pasaje que existe un equilibrio entre «defensa» y «opulencia», del mismo modo que haría Paul Kennedy doscientos años más tarde. Un equilibrio de este tipo no puede discernirse fácilmente en la Inglaterra hanoveriana. Era una brillante máquina de guerra, un centro comercial y una «primera nación industrial», todo a la vez. Las posteriores generaciones liquidaron su enorme deuda pública con el dinero del crecimiento económico que la deuda había ayudado a crear, controlando una buena parte del mundo con poco dinero y creando las condiciones de confianza que permitieron que las tasas de interés a largo plazo británicas –y mundiales– del siglo XIX fueran más bajas que en cualquier otro período de la historia. La monarquía hanoveriana del siglo XVIII en Gran Bretaña, que sentó las bases de la Pax Britannica, es el modelo implícito de Ferguson para un comportamiento estatal satisfactorio.

En una sección del libro titulada «Política económica», Ferguson niega, al contrario de la tan arraigada creencia popular, que los acontecimientos económicos determinan invariablemente los resultados en unas elecciones: el comportamiento electoral «parece estocástico e impredecible». Más interesante es su idea de que la lucha por la financiación de la deuda pública entre obligacionistas, empresarios y trabajadores ha sido mucho más importante para la conformación de la moderna política económica que el conflicto marxista clásico entre capitalistas y trabajadores.

La deuda pública representa un paso del presente al futuro. El gobierno toma prestado ahora y promete devolver el dinero más tarde. Los tenedores de deuda gubernamental (rentistas) esperan que les paguen en dólares o libras «reales», esto es, apoyan políticas monetarias «ortodoxas». Los empresarios, que han de pagar los impuestos extraordinarios para devolver la deuda, reciben de buena gana la reducción de la deuda por medio de una (suave) inflación. Los trabajadores favorecen la mora de la deuda (o un gravamen sobre el capital) más un impuesto sobre la renta progresivo para financiar los servicios sociales.

En el siglo XIX predominaron los intereses de los obligacionistas, con el sistema financiero de la época diseñado para hacer del mundo un lugar seguro para el rentista, a pesar de que, en Gran Bretaña, los rentistas representaban menos del 1% de la población. Entre las dos guerras mundiales se produjo un cambio: en Gran Bretaña y en Estados Unidos los obligacionistas consiguieron una deflación de los precios a comienzos de la década de 1920, debido en buena medida a que su número había aumentado enormemente por la emisión de obligaciones de guerra. Francia, Italia y Alemania eligieron el camino de la reducción de la deuda por medio de la inflación y la mora. Tras la segunda guerra mundial, la lucha por la distribución del sacrificio se resolvió a favor de la coalición entre negocio y trabajo. El alza de los precios afectó al coste real de la deuda pública, mientras que la recaudación de los impuestos progresivos se destinó a proporcionar bienestar universal, que mantenía a las clases unidas. El gran perdedor fue el obligacionista, que acabó por pagar el mayor «impuesto furtivo» de la historia. Con un rendimiento de las obligaciones negativo, una vez descontada la inflación, durante todas las décadas de la posguerra hasta los años ochenta, la «eutanasia del rentista» con la que soñaba Keynes parecía estar próxima. Deben de haber intervenido la poderosa ilusión del dinero o la inercia institucional «para convencer a los inversores de perseverar con las obligaciones del estado y los bonos del tesoro en los inflacionarios años setenta».

En los años ochenta, la política volvió a cambiar. Una alta proporción de los costes crecientes de las transferencias de bienestar y los subsidios a empleados públicos se habían financiado por medio de préstamos, esta vez no de una diminuta élite de ricos, sino de los mucho más ampliamente distribuidos inversores en fondos de pensiones y fondos de inversión. La proporción creciente de la población que suscribía obligaciones indirectamente por medio de instituciones a finales de los años setenta podría explicar, sugiere Ferguson, la decisión de los gobiernos de liquidar la inflación y el «regreso a tasas positivas reales de interés en los años ochenta y noventa».

La liberalización de movimientos de capital también fortaleció la posición del obligacionista. El mercado internacional de obligaciones es una «encuesta diaria de opinión» de una muestra no representativa: «Una caída en el precio de las obligaciones de un gobierno puede interpretarse como un "voto" del mercado contra su política fiscal, o contra cualquier política que el mercado vea como favorecedora de la posibilidad de mora, inflación o depreciación».

Ferguson sugiere que se ha abierto una nueva fase de la lucha distributiva, esta vez entre las generaciones. Lo que el gobierno debe en la actualidad habría de incluir con toda razón la totalidad de las pensiones que ha prometido pagar en el futuro. Al tiempo que las poblaciones envejecen, crece el ratio de futuros solicitantes y contribuyentes actuales. La política fiscal debería ajustarse ahora para pagar por el monto creciente de deuda preprogramada, bien subiendo los impuestos, bien reduciendo los derechos. Pero «sólo dos o tres de las economías desarrolladas del mundo han equilibrado generacionalmente las políticas fiscales». Como señala el economista Robert Barro, de Harvard, «los miembros de las generaciones actuales [pueden] morir en un estado de insolvencia dejando deudas a sus descendientes». La inmigración a gran escala aportaría una nueva remesa de trabajadores que mitigarían el problema contribuyendo a las pensiones de los jubilados, pero esto es políticamente poco atractivo. Ferguson cree que los gobiernos con serios desequilibrios generacionales –como sucede en la mayoría de los países de la Unión Europea– buscarán reducir el importe de sus obligaciones de deuda pública por medio de la inflación. Por ello, es probable que el triunfo actual del obligacionista acabe por ser transitorio.

Hay muchas cosas sugerentes en este planteamiento, pero también algo criticable. Ferguson ignora el hecho de que los beneficios empresariales, y no sólo los rendimientos de las obligaciones, estaban exprimiéndose en los años setenta, lo que se aproxima mucho más al tradicional escenario marxista. La inflación resulta mala para las empresas si el trabajo organizado se halla en una posición de forzar que los salarios suban por encima de los beneficios. Lo que hizo que la política de los años ochenta fuera «thatcheriana» o «reaganiana» fue la coincidencia de los intereses de empresas y obligacionistas para debilitar el poder de los sindicatos.

La predicción de Ferguson de una lucha inminente entre generaciones es también demasiado sombría. Supone que la «jubilación» continuará empezando a partir de los sesenta o sesenta y cinco años. Pero no hay ninguna razón por la que, si la gente vive más años, no hubieran de continuar trabajando y así «pagar por» sus pensiones de jubilación hasta los setenta o más tarde. Y, lo que es más importante, no está claro cómo toda la sección «Política económica» se relaciona con la tesis central de Ferguson de la «primacía de la política». Cualquier concepción de la política que tenga en su centro una lucha por la distribución de renta entre clases (o generaciones) es mucho más obviamente una teoría económica de la política que una teoría política de la economía.

El estudio final del libro, sobre el «poder global», puede leerse como un desafío al utopismo liberal de autores como Francis Fukuyama, que ven al mundo convergiendo «automáticamente» en las normas del capitalismo de mercado y la democracia. Ferguson recuerda al lector que el último gran experimento en términos de globalización, a finales del siglo XIX, impulsado por una creencia similar en que el mundo se había convertido en un mercado gigante en el que no podrían tener lugar grandes guerras entre estados, se vino abajo con la primera guerra mundial. Señala, acertadamente, que las condiciones de estabilidad, legitimidad y pacificación que los inversores y los analistas de entonces atribuyeron al sistema financiero global eran en realidad el resultado de las componendas políticas que hicieron posible aquel sistema, fundamentalmente el papel hegemónico desempeñado por Gran Bretaña y la libertad de migración, que sirvieron para reducir las desigualdades surgidas del dominio de los obligacionistas. Hoy, Estados Unidos tiene un menor apalancamiento financiero que el que tenía Gran Bretaña en el siglo XIX: importa, no exporta, capital. Y la migración en masa ya ha dejado de ser posible –en términos equiparables al pasado– para reducir la desigualdad global.

Ferguson se enfrenta enérgicamente a tres devociones «liberales» contemporáneas. La primera es la creencia en que los mercados financieros son inherentemente estables. Descarta la posibilidad de otra Gran Depresión. («Una segunda Gran Depresión –escribe–, si la historia financiera fuera a repetirse exactamente, haría descender al Dow desde más de 10.631 (donde estaba el 26 de septiembre de 2000) a alrededor de 1.275 en julio de 2003.») Pero predice que los acontecimientos políticos seguirán generando ciclos de «boom y caída».

En segundo lugar, señala que la economía global de la actualidad sigue careciendo de un régimen monetario que suceda al patrón oro internacional y al sistema Bretton Woods. La inflación, piensa, desacreditará a la Unión Monetaria Europea y al euro, su moneda: «Porque ninguna unión monetaria puede durar mucho tiempo cuando la movilidad del trabajo se halla tan obstaculizada por barreras culturales y por normas jurídicas; y, lo que es quizás más importante, cuando las políticas fiscales de sus estados miembros se encuentran tan desencajadas». Finalmente, Ferguson ataca la tesis tan de moda de que el crecimiento económico se protege contra las recaídas políticas por medio de la universalización de la democracia. Antes que nada, hay montones de excepciones a la «regla» de que el crecimiento económico conduce a la democracia. Tampoco la democracia es un factor determinante crucial del éxito económico. A bajos niveles de derechos políticos, la expansión de estos derechos estimula el crecimiento económico. Sin embargo, «una mayor democratización puede retrasar el crecimiento debido al reforzamiento de la concienciación por los programas sociales y la redistribución de la renta».

Finalmente, no está claro que sea menos probable que la democracia haga guerras. Si conduce a la «balcanización», como parece estar sucediendo ahora, incrementará la inestabilidad política. «La política de la identidad étnica –escribe Ferguson– puede que tenga menos rivales ideológicos en los albores del siglo XXI que hace cien años».

Todo esto lleva a la conclusión de que el poder continuará moldeando la historia, para mejor o para peor. El capitalismo y la democracia dependen de las «bases institucionales de la ley y el orden. El auténtico papel de una América imperial es establecer estas instituciones allí donde están ausentes, si fuera necesario –como en Alemania y Japón en 1945– por medio de la fuerza militar».

Ferguson es un historiador valiente y ambicioso, y es elogiable por probar suerte con tanta audacia y por asumir tantos riesgos. Mi principal crítica es que la acumulación de hechos amenaza constantemente con aplastar la argumentación. El cuadro global emerge muy raramente de entre un espeso matorral de ilustraciones y digresiones. Está claro que Ferguson disfruta haciendo alarde de su base de datos porque sí, y no como ayuda para desarrollar sus temas.

Esto es realmente una pena, porque bajo el montón de hechos se esconde una tesis poderosa y que no está de moda. Ferguson es un hobbesiano: cree que es el poder el que mantiene el caos a raya. El dinero, disciplinado por el poder, puede ser benéfico. Emancipado del poder (aunque no de la política) por una ideología vagamente liberal, es una fuerza que favorece la desintegración. Así, analiza las especiales virtudes y vicios de diferentes constituciones políticas en la tradición de Platón, Aristóteles, Montesquieu y Tocqueville. Al igual que los teóricos políticos clásicos, ve la democracia como la forma decadente del constitucionalismo. Si los británicos hubieran gastado más en defensa en el siglo XX y menos en bienestar, ambas guerras mundiales, así como el propio declive económico de Gran Bretaña, podrían haberse evitado.

Dinero y poder en el mundo moderno ofrece un importante correctivo a la ingenua historia del crecimiento económico. Al igual que Keynes, Ferguson sitúa al dinero en el centro de su narración económica. El dinero es la peculiar provincia del gobierno. La política y las instituciones influyen en el coste del dinero y esto, tanto como las fuerzas «reales» de la productividad y el ahorro, determina el progreso de la riqueza.

Ferguson se vale de un modo creativo de la «economía institucional» de Douglass North, pero deja sin contestar la principal pregunta que se deriva de este enfoque. ¿Por qué no se reproducen universalmente las innovaciones institucionales que tienen éxito, aquellas que aportan tanto poder como riqueza a quienes las adoptan? ¿Por qué algunas sociedades aprenden rápidamente de otras y otras lo hacen mucho más lentamente? Los economistas hablan de «asimetrías informativas». Pero la información se filtra a través de sistemas de creencia («cosmologías», como los denomina Deepak LalVéase su libro Unintended Consequences: The Impact of Factor Endowments, Culture and Politics on Long-Run Economic Performance (MIT Press, 1998). ) y las cosmologías cambian más lentamente que los hechos económicos.

Este solo hecho debería volvernos profundamente escépticos sobre la visión «liberal» tan de moda de que la lógica de la globalización está obligado a todos los países a converger en las «normas occidentales» de los mercados libres, la democracia, el imperio de la ley y el respeto a los derechos humanos. Pero no es esto lo que está haciendo. El tipo de liderazgo político y la creación de instituciones determinarán tanto cuan lejos llegará la globalización como si el proceso será relativamente consensuado o dará lugar a violentos conflictos. Las fricciones actuales entre Estados Unidos y Europa, aunque perturbadoras, no son nada comparadas con el desafío de integrar a China, Rusia, India, Oriente Medio, gran parte de Latinoamérica y la mayor parte de África en un sistema global que puedan perturbar pero no dominar.

David Calleo, en su reseña publicada en The New York Times Book Review25 de marzo de 2001. , criticaba a Ferguson por pintar un panorama demasiado halagüeño de las perspectivas para la hegemonía estadounidense. Calleo está de acuerdo con Paul Kennedy en que «un mundo más plural está tomando forma bajo la superficie». El consejo de Ferguson a Estados Unidos «implica oposición por la fuerza al ascenso de cualquier otro, lo que provoca una tensión verdaderamente monumental que haría que parecieran insignificantes los errores geopolíticos del siglo XX ». La realidad es que la posición de Ferguson es más matizada de lo que da a entender Calleo. No defiende la supresión de poderes emergentes a la fuerza, sino sólo la eliminación de estados incontrolados para hacer que el mundo resulte más seguro para el resto.

Sin embargo, Calleo tiene razón. La analogía de Ferguson entre las responsabilidades actuales de Estados Unidos y las guerras coloniales de bajo coste que libró Gran Bretaña en el siglo XIX no es tan esclarecedora como parece. Los países no europeos son mucho más enérgicos hoy de lo que lo fueron en el siglo XIX y tienen acceso a armas mucho más peligrosas. Además, las potencias coloniales decimonónicas estaban preparadas para soportar un cierto número de bajas en aras del imperio o la civilización, o lo que fuera, y no existe una disposición comparable por parte de Estados Unidos y sus aliados para hacerlo así. Además, como mostraron tanto la guerra del Golfo como Kosovo, el poder aéreo no es ningún sustituto del poder terrestre cuando se trata de hacer respetar un acuerdo político a un adversario derrotado o acobardado.

Ferguson no es, de hecho, un defensor de un Estados Unidos que «haga lo que le venga en gana». Como hemos visto, es hostil a los planes de defensa antimisiles del presidente Bush. Le gustaría que Estados Unidos ejerciera una hegemonía «activa», en el sentido de asumir el liderazgo en planes amplios y constructivos para el gobierno del mundo. Su enfoque se halla más cerca del de los «multilateralistas» del Departamento de Estado que del de los «unilateralistas» del Pentágono. Su libro podría interpretarse como una advertencia contra el peligro de que Estados Unidos se canse demasiado rápidamente de su papel mundial. La advertencia habría tenido más impacto si se hubiera formulado con más claridad.

 

Traducción de Luis Gago

© The New York Review of Books www.nybooks.com

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