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Dos milenios después de la desaparición de la primera Biblioteca de Alejandría, seguimos persiguiendo el sueño de reunir lo que Alain Resnais llamó «toda la memoria del mundo» en su célebre documental (1956) acerca de la antigua Bibliothèque Nationale francesa. El afán de reunir en un solo lugar toda la información escrita se pierde en el tiempo. Las primeras «bibliotecas» –que albergaban series de tabletas de arcilla con incisiones cuneiformes– fueron inventarios atrabiliarios de lo que no debía ser olvidado. En todo caso, desde sus orígenes estuvieron presididas por el intento racionalista y demasiado humano de dotar de orden al caos. Al principio sirvieron para contar y clasificar bienes heterogéneos que pertenecían a alguien (un particular: hombre o dios) o algo (una institución). De entonces al macroproyecto de Google, cuyos responsables se muestran obstinadamente decididos a escanear todos los libros y ponerlos al alcance de una tecla, ha transcurrido toda la historia del mundo: la única que cuenta, que es la que conocemos a partir de la escritura.

Alberto Manguel, un homme de lettres al estilo antiguo, prosigue en La biblioteca de noche (Alianza, 2007) su personal recorrido histórico-sentimental por el universo de la cultura escrita que inició en Una historia de la lectura, reseñado en estas mismas páginas (cuando aún no se había publicado en España) hace diez años. Ahora su atención se centra en esos monumentos imaginados para derrotar definitivamente a la muerte que son las bibliotecas. Desde los almacenes de tablillas sumerias a la Red, pasando por el resto de avatares experimentados a lo largo de varios milenios por los templos del saber escrito. En todo caso, y desde sus comienzos, las bibliotecas fueron universalmente concebidas como repositorios o almacenes del conocimiento. Tanto las públicas –sujetas a leyes, normas y criterios «objetivos» que las hacen eficaces para todo tipo de lectores– como las privadas, en las que la elección y disposición de los «fragmentos de información» toleran criterios más caprichosos e impredecibles. Dewey o Panizzi fueron algunos de los que trabajaron –en campos y desde presupuestos muy diferentes– para optimizar las eficacia de las primeras. Para las segundas, la historia muestra un rico y pintoresco anecdotario al que también presta atención Manguel.

Borges nos enseñó que una biblioteca universal es, simplemente, el mundo. Es en ese sentido en el que podemos afirmar que cualquier biblioteca es, por definición, excluyente: dada la imposibilidad real de reunir en un solo lugar la totalidad del saber, cualquier biblioteca revela sus propias sombras, sus ausencias, incluso su doble ideal: lo que no se pudo, no interesó o no se quiso conservar en ella. Las guerras (de Alejandría a Bagdad), los totalitarismos, la censura y la falta de presupuesto son sus mayores enemigos. Y, ahora, también, paradójicamente, las nuevas tecnologías. En muchas grandes bibliotecas se ha procedido, con el fin de aumentar el espacio de almacenaje, a sustituir los libros tradicionales o las revistas en papel por sus copias microfilmadas o en CD, soportes que –a pesar de la precariedad del papel– no ofrecen ninguna garantía de durabilidad y cuya utilización no está exenta de peligros. Lo malo es que, tras ser reproducidos (y no siempre correctamente), los libros o revistas originales fueron eliminados. Como puede apreciarse, la destrucción de libros no es una prerrogativa exclusiva de inquisiciones y dictaduras. Y, de modo semejante, los desbroces, désherbages o weedings (los bibliotecarios utilizan metáforas agrícolas para designar sus expurgos) que se llevan a cabo cuando el número de libros amenaza con superar el espacio a ellos dedicado no siempre se hacen con las precauciones requeridas. Tampoco en las privadas, como todos sabemos.

Según las siempre optimistas estadísticas de la Federación de Gremios de Editores, un 54,5% de los hogares españoles dispone de bibliotecas de hasta cien libros (sin contar los de texto). Una cifra importante que, en todo caso, refleja el incremento de hábitos de lectura de los españoles en los últimos años. O, cuando menos, el mayor grado de respeto al libro como vehículo de conocimiento, información y cultura (o, como presunta herramienta para el triunfo social, como reflejaba una campaña publicitaria de hace algunos años). Como decía Gaos (citado por Gabriel Zaid en Los demasiados libros, Anagrama), toda biblioteca personal es, sobre todo, un «proyecto de lectura» que expresa los deseos, intereses y evolución de quien la alimenta: por eso ninguna librería necesita ser leída en su totalidad para resultar útil. Y por eso (Borges dixit) el orden que refleja una biblioteca personal –con sus estratos cambiantes de libros que fueron importantes y ahora lo son menos– es, en cierto sentido, un modo silencioso de hacer crítica. Y de constatar, en cierto modo, una biografía intelectual.

¿Puede saberse cabalmente algo revelador acerca de alguien a partir del inventario de los libros de su biblioteca? Esa es precisamente la duda que surge tras la lectura de Hitler’s Library, de Ambrus Miskolczy (CEU Press, Bu­dapest-Nueva York, 2003). El autor, profesor de historia cultural, creyó ver el cielo abierto cuando descubrió parte de la biblioteca del dictador alemán en la sección de «raros» de la Biblioteca del Congreso de Washington (donde, por cierto, también se encuentran depositados restos de las bibliotecas personales de Goebbels, Himmler o Rosenberg). Los libros del máximo responsable de la destrucción de innumerables bibliotecas europeas (privadas y públicas) procedían de una partida encontrada en 1945 por soldados estadounidenses en una mina de sal del Obersalzberg, muy cerca del Berghof, el «refugio de montaña» que Hitler había adquirido con el dinero que le proporcionaron las ventas de Mein Kampf, hoy un libro estúpidamente censurado. Una pequeña parte de una considerable biblioteca –entre seis mil y quince mil volúmenes, según estimaciones– que el Führer debió acumular a lo largo de su vida y que, en su mayoría, provenía de regalos o donaciones.

Poco puede saberse de su examen. Muchos de ellos, como ocurre en cualquier biblioteca personal, no fueron leídos. Miskolczy, consciente de ello, se fija particularmente en aquellos volúmenes que presentan huellas –subrayados, acotaciones al margen– del líder nazi. Libros de Ernst Jünger, por ejemplo, dedicados por su autor al «líder nacional», o literatura völkisch y antisemita –de Wagner y Chamberlain a Paul de Lagarde– que Hitler leyó durante su encierro en la prisión de Landsberg– y que no revelan mucho más de lo que ya sabíamos por la imprescindible biografía de Ian Kershaw (Hitler, Península, 1999 y 2000). Y, en cuanto a las lecturas juveniles, Schopenhauer y Karl May –el autor de westerns más popular de Europa– también fueron leí­dos con entusiasmo por gentes tan distintas como Karl Liebknecht o Walter Benjamin, que no enviaron a nadie a las cámaras de gas. Libros, bibliotecas: también enigmas.

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