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Dibujos animados y estatuas de bronce

PYONGYANG

Guy Delisle

Astiberri, Bilbao

180 pp.

18 €

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Para Guy Delisle, este Pyongyang (2003) por el que lo conoce al fin el lector peninsular fue su segundo libro de viajes en viñetas. Lo había precedido Shenzhen (2000), aún inédito en español, donde contó su estancia de trabajo en China. Un dibujante canadiense que trabaja en Extremo Oriente suena a embuste extravagante, pero no: las productoras occidentales de dibujos animados contratan para los trabajos de rutina –los fill-in, los rellenos– mano de obra oriental, en Vietnam, China o Corea, adonde hay que acudir para coordinar las tareas y supervisar su calidad. Cuando es la patria socialista edificada por Kim IlSung la que ha de producir el entretenimiento de los hijos corruptos del capitalismo, se impone una estancia de unos meses allá. ¿Cómo no contarla después?

Pues la experiencia en el país más cerrado y menos conocido del mundo adquiere de inmediato el cariz de un choque cultural estruendoso. La ilustración de la cubierta lo evoca ya, mediante ese personaje solo –el dibujante– que, con expresión pasmada, camina ante la mole inmensa del monumento a la hoz y el martillo, trufada de mensajes en caracteres orientales. Luego, las primeras páginas del libro marcan la tónica: la pesquisa minuciosa del equipaje en el aeropuerto, la falta de luz eléctrica en éste, la obligación de depositar las flores recibidas al llegar ante la estatua del difunto presidente –veintidós metros de bronce, de cuerpo entero, gesto amplio que señala al futuro–, son otros tantos indicios de que la realidad que espera a Delisle, y al lector con él, está enredada en normas sin fin, inexplicables y a menudo casi cómicas, si no fueran mortalmente serias.

Su estilo de dibujo vivaz, caricaturesco, resulta especialmente apropiado para representar ese encontronazo con la desconcertante realidad del país de los Kim. Apenas lo matizan los lápices y aguadas que sombrean y dan volumen a personajes, edificios y paisajes, dotando a su grafismo de resonancias visuales del apunte del natural o incluso del documental fotográfico. Delisle, sin embargo, no se atiene en absoluto al modelo de la crónica ni exhibe mayores pretensiones de objetividad. Su lógica narrativa es la vagabunda habitual de los libros de viajes, que pasa de la anécdota al dato o al comentario de forma que parece espontánea, pero demuestra a la postre la precisión de un relato bien medido.

Por otra parte, la descripción y el comentario necesarios en obra de esta índole comportan una abundancia notable de cajas de texto narrativas y descriptivas, cuando no encargadas de traducir carteles y rótulos. Pyongyang es, en consecuencia, un tebeo con mucha letra. Pero no por eso su ritmo se resiente o desfallece su vigor narrativo.

Delisle es maestro en el juego de complicidades y discordancias entre el dibujo y el texto que lo acompaña, que maneja a menudo con ironía.A modo de contraste, inserta de cuando en cuando en su relato ilustraciones de página entera que lo puntúan, habitualmente con panorámicas de alardes arquitectónicos que desvelan el carácter del régimen en la fachada teatral de su capital. Sólo una (p. 145) se distingue por presentar personajes: se trata de una panorámica de muchachas sentadas en formación y uniformadas que tocan el acordeón, todas con la misma radiante, desmesurada sonrisa. Delisle describe un país de nunca jamás, absurdo y chocante, que cristaliza en el uso delirante del urbanismo en su capital: aquí un hotel de cincuenta pisos en el que sólo hay huéspedes y luz eléctrica –con bombillas de cuarenta vatios, eso sí– en la decimoquinta planta, pero retratos emparejados de Kim Il-Sung y Kim SongIl en cada habitación; más allá lo deja chiquito la carcasa vacía del de ciento cinco pisos y tres mil setecientas habitaciones que nunca terminaron de construir; un poco más lejos, estaciones de metro lujosas como palacios e iluminadas como hoteles de Las Vegas, y restaurantes gigantescos en los que nadie come o magníficas salas de cine que sólo abren cada dos años, durante el festival de cine socialista.Y siempre grandes avenidas impolutas y desiertas, por las que nadie pasea, y autopistas vacías, en cuyo carril izquierdo uno se puede detener por un momento sin riesgo.

A la arquitectura delirante de por sí, o usada con criterio que diríase paranoicocrítico, se suman las disonancias entre el comportamiento de los huéspedes coreanos y el de los visitantes extranjeros. En el país de los Kim nadie venido de fuera puede dar un paso sin la compañía de su camarada guía y su camarada intérprete, aunque las tentativas de esquivarlos den para varias anécdotas. Las palabras y los silencios concuerdan con pertinacia maquinal. El guía cierra una y otra vez la puerta del estudio de Delisle porque el acid-jazz que éste escucha podría ser una mala influencia para los demás (p. 90). Un colega habla de un maravilloso dibujante coreano que no trabaja en el mismo estudio, ni en ningún otro, ni en el extranjero; pero no habrá desaparecido, supone Delisle. Sorbo de té. Silencio (p. 91). Delisle combina con tino lo siniestro y lo ridículo, a veces como dos facetas de un mismo hecho. En el inicio de su relato sabemos que ha llevado en su equipaje un ejemplar de 1984 de Orwell, que asoma como referencia en numerosos pasajes. Más que un recurso fácil, que también, resulta una referencia obligada. El país «donde no existe el sentido común» (p. 102), el de los retratos gemelos de los dos presidentes vitalicios, padre e hijo, el de la propaganda y la consigna como pautas de vida, parece imaginado por la misma cabeza que concibió al Gran Hermano. En él, hasta arrojar avioncitos de papel desde la ventana de un decimoquinto piso de hotel parece una rebeldía contra tanta norma de comportamiento, tanto más estricta por cuanto no está escrita.

La ironía o el humor franco hacen fácil la lectura de desconciertos y despropósitos, pero sólo ocasionalmente suavizan la atmósfera opresiva que página a página dibuja la obra.Y a la postre, el pánico del guía al que han prestado el libro de Orwell no es acaso tan espeluznante como la ringlera de fusiles de madera en el estudio de los camaradas dibujantes, siempre alertas contra la agresión imperialista, o como la camarera que, sonriente, irrumpe cada mañana a las siete para reponer el agua en la nevera de la habitación del hotel.

 

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Ficha técnica

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