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«Dianamanía»: significado y espectáculo

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Casi en la prehistoria de nuestra posmodernidad, mucho, muchísimo antes de la Guerra del Golfo y de que los espectáculos globales de masas alcanzaran la relevancia social que han adquirido en las dos últimas décadas, Guy Debord escribía en La société du spectacle (1967): «El espectáculo se presenta a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad, y como instrumento de unificación». Y algo más adelante: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes. Es más bien una Weltanschauung hecha efectiva, traducida materialmente. Es una visión del mundo que se ha objetivado». Fin de la cita. Después de años de Realpolitik y desconcierto en las filas de la izquierda no contaminada por el estalinismo, a Debord, considerado por muchos una especie de imagen especular de Baudrillard, se le reivindica hoy un poco por todas partes. A partir de su suicidio en 1994 –catorce años casi día por día del de Althusser– se reeditan sus obras fundamentales, se publican sus papeles dispersos, aparecen biografías y «retratos de grupo», y se suceden estudios parciales acerca del pensamiento de este «estilista del pesimismo» y de las actividades de la Internacional Situacionista, el grupo de intervención revolucionaria que fundó (1957) y disolvió (1972). Recientemente, por ejemplo, la prestigiosa revista October, editada por Massachusetts Institute of Technology, ha publicado un número especial que postula un «cuidadoso análisis» del legado situacionista y, en particular, del pensamiento político y estético de Debord, con el fin de «completar el recuento de la vanguardia histórica», de la que el «situacionismo» sería la última manifestación.

Las citas de La société du spectacle, y el resto de lo que lo han leído hasta esta línea vienen a cuento, no sólo de la reciente aparición en Francia de Panégyrique II –una colección de escritos dispersos, sentencias e imágenes de Debord–, o de la esperada reedición de la colección completa de la revista L'International Situationniste, sino de algo bastante más cercano a nosotros.

Las reacciones populares y la cobertura mediática ante la muerte y el funeral de la princesa Diana de Gales habrían sido para el teórico situacionista el mejor de los trofeos. Pocas veces la «sociedad del espectáculo» ha generado un espectáculo tan repleto de subtexto social y antropológico: es como si en aquel domingo de finales de septiembre, después de que todo el planeta conociera el trágico final de la «Reina de Corazones», se hubiera dado también un enorme paso en lo que se ha llamado globalización de la cultura de masas. Nunca, en toda la Historia, tantos hombres y mujeres han estado tan unidos emocionalmente por las imágenes y, si se me apura, por lo que las imágenes transmitían.

En el mundo anglosajón, el más afectado por la tragedia de una mujer que tenía «cuerpo de modelo y corazón de Madre Teresa», las interpretaciones del «fenómeno Diana» se habían disparado mucho antes del accidente. Primero, por su posición excéntrica a los usos y costumbres de una monarquía cuya relación con sus súbditos ha experimentado pocos cambios en los últimos ochenta o noventa años. Y, en segundo lugar, porque Diana ha aparecido siempre como una figura desgraciada y desprovista de verdadero poder, al menos del poder que se atribuye a quienes la rodeaban. El drama de la princesa, aireado ante las cámaras con particular inteligencia de las posibilidades del medio, fue probablemente el punto de inflexión: por primera vez, una Royal se introducía en los cuartos de estar de los hogares británicos para hablar de un fracaso y confesar un adulterio. Lo de Eduardo VIII y Wally Simpson, con la televisión todavía en el paleolítico, había sido cosa bien distinta.

La popularidad de Diana ha crecido desde entonces en progresión geométrica, del mismo modo que no han dejado de producirse, en un país aquejado por una profundísima crisis de identidad nacional, las interpretaciones que intentan encontrar un sentido a la enorme ascendencia de Diana sobre la «gente corriente». Junto a los libros populares de Andrew Morton, confidente de la princesa –Diana: Her True Story (1992) y Diana: Her New life (1994)–, que se convirtieron en superventas planetarios con tiradas millonarias, los sociólogos y los comentaristas suministraban desde la prensa más seria interpretaciones acerca del significado del mito: nulla dies sine Diana.

El nuevo papel de Diana como abogada de los excluidos, de los enfermos –su abrazo a un enfermo terminal de sida en un hospital de Londres dio la vuelta al mundo– favoreció el proceso de identificación global. A lo que, sin duda, tampoco fue ajena –y los especialistas en «estudios culturales» lo saben muy bien– su peculiar relación con los pesos pesados de la cultura popular (de Travolta o Elton John a Tom Cruise o Rubi Wax). Como ha escrito recientemente Ian Buruma en la New York Review of Books, «Diana fue la primera estrella de cine que nunca actuó en una película, la primera estrella de rock que nunca tocó en una banda». Y, para poner la guinda en el espectáculo de su popularidad, la trágica muerte de la princesa ocurrió en el momento más cinematográficamente apropiado: más bella que nunca, feliz en una nueva relación libre (y multicultural: Dodi Al Fayed), carismática, radiante. La Eva Duarte de este fin de siglo.

El asunto del funeral y su cobertura –con la BBC dando señal a casi todas las televisiones del mundo– constituye un capítulo aparte. En un sugestivo artículo publicado en la London Review of Books, el historiador social Ross McKibbin ha suministrado algunas consideraciones interesantes acerca del comportamiento de la gente durante la ceremonia del funeral y durante la emocionalmente tensa espera de los días anteriores. De ellas son dos las que me han llamado particularmente la atención. La primera hace referencia a la literatura espontánea que la gente dejaba en forma de carteles, pasquines o cartas en las verjas del palacio de Buckingham, y que, en su opinión, habían sido escritas en un estilo funeral del mediados del siglo XIX . Quizás, explica, porque el siglo XX no ha logrado concebir un lenguaje apropiado para el dolor y el duelo, y, por ello, los que los experimentaban tuvieron que recurrir a «convenciones retóricas que en otras circunstancias habrían sido consideradas trasnochadas». La segunda consideración también se refiere a esa «literatura funeral» espontánea. En ella queda patente, según McKibbin, la amplitud de la creencia popular (que coincidiría en eso con la de la propia Diana) de que el bienestar social depende de la bondad, la amabilidad, la comprensión y, sobre todo, del amor, como virtudes individuales. No es de extrañar, añade más adelante refiriéndose a Gran Bretaña y Estados Unidos, que los dos países donde el culto a Diana es particularmente intenso sean aquellos en los que no sólo se admira más la celebridad y el glamour que la joven princesa encarnaba, sino también «aquellos donde la solidaridad social es ahora más débil y el individualismo más fuerte».

Y, mientras tanto, las transnacionales de la edición no dejan de suministrar alimento para la «dianamanía». Lo más sintomático es que, al lado de las hagiografías dedicadas a ensalzar y recordar a la llorada princesa, proliferan con éxito las diatribas «históricas» contra la casa de Windsor. La más escandalosa de todas es The Royals, recientemente publicada en español, por la que su autora, Kitty Kelley, especialista en biografías «no autorizadas», ha percibido casi cuatro millones de dólares de anticipo (unos seiscientos millones de pesetas) a cuenta de los derechos de autor. En poco más de un mes se han puesto a la venta, sólo en Estados Unidos, dos millones y medio de ejemplares y, aunque sus editores no se deciden a ponerla en circulación en el Reino Unido por miedo a las leyes antilibelo, la difusión de fragmentos a través de Internet va a proporcionar estupendos e interminables conflictos jurídicos que, sin duda alguna, animarán este tedioso otoño mediático.

REFERENCIAS

GUY DEBORD, La sociedad del espectáculo, Castellote, Madrid, 1976 (agotado), 160 págs. 
October, «Guy Debord and the International Situationniste», n.º 79, Winter, Cambridge (Massachusetts), 1997.

GUY DEBORD, Panégyrique II, Fayard, París, 1997 (sin paginar).
L'Internationale situationniste (colección completa), Fayard, París, 1997, 707 págs.

ANDREW MORTON, Diana: su verdadera vida, Emecé, Barcelona, 1992, 250 págs.

ANDREW MORTON, Diana: su nueva vida, Emecé, Barcelona, 1994. R

OSS MC KIBBIN, «Mass-Observation in the Mall», en London Review of Books, 2 octubre, 1997.

KITTY KELLEY, Los Windsor. Radiografía de la familia real británica, Plaza y Janés, Barcelona, 1997, 596 págs.

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Ficha técnica

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