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Después de la aniquilación

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Cuando a principios de los ochenta se estrenó en España la lacrimógena y muy mediocre serie televisiva Holocausto, recuerdo haber entrado con mi mujer en un café de Barcelona donde varios parroquianos, en medio de un silencio de iglesia, miraban el televisor sorbiendo sus cañas o sus vasitos de brandy. Cuando llegaba la pausa publicitaria, se miraban unos a otros y se oían comentarios muy quedos del tipo «¿Cómo es posible?», «Yo no lo sabía», «Hijos de puta», etc. Comprender de pronto que semejante barbarie había tenido lugar en el corazón de Europa hacía pocas décadas parecía inspirarles una gran indignación y, a la vez, un gran recogimiento.

Esa noche estábamos invitados a cenar en casa de amigos intelectuales. En el saloncito adyacente al comedor, y para quienes no querían perderse el episodio, el televisor estaba encendido. El dueño de la casa, sentado ante mí en el comedor, me dijo:

–Y yo, que ni sabía que los judíos habían tenido un problema en el siglo XX … Me enteré sólo cuando llegasteis vosotros, los judíos argentinos, a este país.

Los parroquianos del café me conmovieron. El comentario del dueño de la casa me deprimió. Pero no me deprimió en mi calidad de judío, ni de argentino, sino en mi calidad de intelectual. No me explicaba cómo gente de libros podía haber permanecido tantos años al margen de la mayor tragedia histórica europea, y mundial, si vamos al caso.

Quizá para paliar lo que me pareció –y me parece– un déficit cultural grave, decidí editar los cinco tomos de la monumental y definitiva Historia del antisemitismo, de Leon Poliakov. A partir de entonces, y por el mismo motivo, edité obras como Yo, comandante de Auschwitz, de Rudolf Hoess; Lo imprescriptible, de Vladimir Jankélevitch; Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados, de Primo Levi; Maus, de Art Spiegelman; y La noche, el alba, el día, de Elie Wiesel, todos inéditos en español.

Ninguno de estos libros encontró el favor del público español. En el mejor de los casos se lograron ventas de unos pocos miles de ejemplares. Es que la Aniquilación –el término Holocausto siempre me pareció impropio– no había entrado en la categoría de las efemérides.

Acaba de conmemorarse el sexagésimo aniversario de la «liberación» del campo de exterminio de Auschwitz. ¿Qué pasó en Auschwitz hace sesenta años? Lo que pasó es que los soviéticos «liberaron» Auschwitz, pero sólo para constatar la dimensión de la mayor derrota del pueblo judío. No es necesario volver a las cifras ni recordar en qué consistió el método de extermino nazi, cuyos primeros y atroces informes llegaron a conocimiento de la población mundial y, en particular y con todo detalle, al Vaticano, en el otoño de 1942. En una nutrida constelación de campos distribuidos en Polonia, Alemania, Austria e incluso Francia, pero, sobre todo, en cinco o seis centros polacos de alta tecnología, entre los cuales Auschwitz fue de lejos el más importante, se acabó con la vida y la cultura judías de Europa central, casi seis millones de seres humanos, dos tercios de la población judía europea de entonces. (La población judía actual en Europa suma apenas un millón de personas.) Nada pudieron liberar los soviéticos, hace sesenta años, en Auschwitz. Nada quedaba.

Muchos intelectuales de posguerra autocalificados de progresistas han reprochado al pueblo judío superviviente que se obstinara en mantener viva la memoria de aquella calamidad. Algunos, españoles ellos, llegaron a sostener que, voluntaria o involuntariamente, al mantener viva la memoria de la aniquilación, los judíos mantenían vivo el antisemitismo «del que tanto se quejan». No es objeto de estas líneas entrar en esta desgraciada polémica.

La cantidad de libros y películas que se han hecho sobre la aniquilación ha llevado a algunos judíos, críticos serios, a acuñar la expresión «industria del Holocausto». España, por razones contradictorias y nada sorprendentes, se mantuvo hasta ahora al margen de esta industria, cuya cifra de negocio es notable y ha enriquecido a mucha gente (no siempre bienintencionada) y llenado bibliotecas y filmotecas enteras. Digo «hasta ahora» porque, si bien el cincuentenario de Auschwitz pasó aquí sin pena ni gloria, el sexagésimo aniversario está dando pie a un interés periodístico sin precedentes. Más vale tarde…

Lo que sí sorprende, en la milenaria historia de los judíos, es que ese fetiche que es Auschwitz constituya hoy para el pueblo de la abstracción por antonomasia un altar de recogimiento. Desde la adopción de su particular forma de monoteísmo y código ético en el Sinaí, hasta el descubrimiento de la relatividad general, los frutos del intelecto judío han sido, en su abrumadora mayoría, abstractos.Tal vez y en parte por el mandato bíblico que, por ejemplo, prohíbe pintar imágenes humanas; o bien por las persecuciones, de las que resulta menos engorroso escapar con una mano delante y otra detrás (a lo sumo con un violín bajo el brazo, como dijo Isaac Stern, «nunca con un piano»); quizá por la cantidad de profesiones vedadas a los judíos por papas y reyes; lo cierto es que casi toda la contribución del pueblo judío a la civilización tal como la conocemos parece ser de tipo espiritual antes que material.

Si se acepta, aunque sea en parte, que esto es así, resulta cuando menos disonante que los judíos –en particular los de la diáspora, menos apegados a las expresiones materiales del Estado–, se hayan obstinado en conservar Auschwitz tal como estaba al final de la guerra. Pueblo de la abstracción, pueblo de la memoria, los judíos habrían debido –y deberían hoy– propugnar que un par de robustos bulldozers barrieran ese valle de los caídos sui generis y dejaran el campo libre para construir casas o escuelas o granjas o parques. De ese modo darían a la memoria de la calamidad la forma bíblica indiscutible e indiscutida y le conferirían la única aproximación a la eternidad que le es dada al hombre: la de su palabra escrita.

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Ficha técnica

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