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Desmontando a Harry – Woody Allen

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La verdad es que la mayoría de la gente parecía disfrutar de lo lindo en la sala de butacas. Ya en las primeras imágenes asistimos a una «mamada», lo que, guiños aparte, que los hay, se puede tomar como un homenaje al presidente de la nación más poderosa de la tierra. Porque antes, antes de la era Clinton me refiero, las «mamadas» pertenecían a la vida pero no a la industria cinematográfica americana que se mostraba muy renuente a aceptarlas, mientras que ahora son –o pretenden ser– tan naturales como el vino en las comidas. Curiosa forma de entender lo políticamente correcto.

Sí, ya sé que el cine de Woody no se hace en Hollywood, pero en la misma semana que vi Desmontando… vi también El irresistible Will Hunting y Mentiras arriesgadas, típicos productos hollywoodenses, y ambas rendían ese mismo tributo a las inclinaciones presidenciales. Claro que esta «mamada» de Desmontando… era bastante más graciosa porque tenía lugar delante de una anciana ciega que confundía además los jadeos con la diligencia de su hijo o de su hija en las tareas domésticas. La anciana ciega era nada menos que la madre o la suegra de uno y de otra. Imagínense, pues, los nervios de la pareja. Y no sólo por el lugar, tan insólito, sino por la entera situación, con la familia alrededor celebrando una barbacoa –la mujer y los niños del beneficiario, el marido y los niños de la actante–. La clandestinidad era más que una quimera y el riesgo de ser descubiertos una certeza absoluta. Así que la mamadora ha de interrumpir bruscamente su acción y muerde al cuñado en cuestión. Vamos, de escacharrarse de la risa.

Ya he dicho que la chocarrería fue bastante celebrada. Las carcajadas recordaban esas series de televisión que vienen ya con la risa del público incorporada. En Desmontando… a Woody se le ríe casi todo, lo mismo el chiste fácil que la bufonada. Woody nunca es más Woody que cuando gimotea y habla sin parar rodeado de huríes del paraíso que sólo parecen conseguir acelerar su verbosidad atosigante. Y no hay duda de que en ese contraste se aloja algo de su reconocida gracia. Pero es una lástima. Porque esto que pasa, en realidad no está pasando del todo, sino que es lo que Harry Block, el personaje que encarna Woody, y que no es sino el enésimo Woody, o sea el Woody de siempre, ha escrito. Harry Block es un Woody Allen cuya vida sentimental ha pasado por tres matrimonios y que no sólo habla y gimotea sin parar, como ya hemos dicho, sino que además escribe, o en este caso ha escrito varios libros, en uno de los cuales cuenta lo que acabamos de ver –y algunas cosas más de ese y parecido tenor–, lo que le provoca la enemistad de unos y de otros, de todos los que se ven retratados en él, sus mujeres, sus amigos, su cuñado, su hermana… Quizá convenga anotar que quienes interpretan los personajes sobre los que escribe Harry son actores de renombre universal, cuyas apariciones breves constituyen un expreso homenaje, no a Harry Block, sino a Woody Allen, o, vaya, a Harry Woody. Parece que Demi Moore, Robin Williams, Billy Cristal, Elisabeth Shue rebajaron sustancialmente sus tarifas –y las hubieran rebajado hasta la nada– para trabajar con Woody.

Sin embargo, lo que Woody plantea en este su homenaje es la imposibilidad de Harry, o sea de Woody, para establecer relaciones sentimentales que no sean desleales o de dominio, lo que le lleva a preferir a las putas por encima de cualesquiera otras mujeres, según él mismo explica: «Es lo ideal porque a las putas las pagas y vienen a tu casa y no tienes que discutir con ellas de Proust o de la última película que has visto». Y así se riza mucho el rizo porque es también una puta la que acompaña a Harry a recibir el homenaje que le rinde la misma universidad que en su día le expulsó.

Y decía yo que es una lástima tanta bufonada, porque ese sí es un punto de interés de la película: el juego de ficción y realidad que la sostiene, los diálogos pirandellianos entre el autor y sus personajes, el entreveramiento de personajes reales y personajes ficticios, dentro naturalmente del marco de ficción que es la película, o sea la novela de Harry. Desde ese punto de vista la película es magnífica.

Nunca sabremos, sin embargo, qué habría pasado si en esta ocasión Woody se hubiera quedado detrás de la cámara, recuerdo a este respecto la excelente Balas sobre Broadway. Seguramente ese espléndido juego de espejos hubiera dado altura a la narración, sin el pesado lastre de la autoconmiseración, el narcisismo y la verbosidad, trío de notas negativas que gravitan, en mayor o menor grado, sobre cualquier película de Woody en la que el protagonista sea el mismo Woody, y que en Desmontando aHarry le impiden que tome definitivamente el vuelo. Lo autobiográfico, o sea el Woody personaje, pierde, en mi opinión, a Desmontando…, cuyo título inicial era «El peor hombre sobre la tierra», indicio claro de la atosigante autoconmiseración que lo domina, tras la revelación de algunos episodios patéticos de su vida familiar privada-pública.

El título que ha quedado es bueno, sin embargo. Si Harry es Woody, bien desmontado está. El Woody que interpreta Woody produce fatiga. Su neurosis ya no es la neurosis moderna por antonomasia, sino una especie de pliego de descargos en el que abundan los tics y en el que, por ejemplo, las críticas al judaísmo llegan a sonar tan complacientes como la defensa de la religión católica que hace el ateo español del chiste al considerarla la única verdadera. Acaso Woody quiera decirnos algo tan simple como que él es como es porque las tías están muy buenas –sobre todo las que saca en sus películas–, pero su alegato no es irónico, sino insincero y más bien bufo, dominado por la autocomplacencia y el narcisismo, mucho narcisismo. El final apoteósico produce sonrojo. Todos sus personajes le aplauden en lo que parece ser un desagravio o una absolución. Bastante impresentable.

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