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Berlín, con y sin muro

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Hacía muchos años que no regresaba a Berlín. La primera vez fue poco después de la caída del Muro, cuando se sentía la euforia de la libertad y la ciudad gozaba de los últimos instantes de un estatuto especial y ambiguo, de un no man's land administrativo en el que cabían todas las propuestas y que acabaría definitivamente con la unificación de los dos estados alemanes en octubre de 1990, la devolución de la capitalidad y la puesta en marcha de las tareas de reconstrucción urbana. Entonces todavía se respiraba en el ambiente algo de su antigua cualidad de finis terrae, de frontera entre dos mundos antagónicos. Uno se montaba en el S-Bahn y emprendía el breve viaje hacia el otro lado deteniéndose en estaciones antes prohibidas en las que, parafraseando a William Faulkner, el pasado ni siquiera había pasado del todo: una iluminación espectral procedente de lámparas exangües subrayaba el silencio de las paredes, desprovistas de reclamos publicitarios y sumidas en una especie de torpor sinestésico. Todavía era posible pasear por céntricas calles flanqueadas por solares desolados y leprosos edificios que mostraban sin afeites huellas de los combates de abril de 1945, expresando al mismo tiempo incuria administrativa y exótica ausencia de apetito especulativo, dos actitudes impensables en el centro de las grandes ciudades del «Occidente capitalista». En torno a Friedrichstrasse, la famosa estación a la que llegaban los viajeros procedentes de Berlín Occidental, o en la intersección de Wilhelmstrasse y Niederkirchnerstrasse, donde aún hoy se alza uno de los pocos restos de la «muralla de protección antifascista», era posible evocar en los atardeceres fríos la atmósfera de grisalla y sordidez moral descrita por John Le Carré en El espía que surgió del frío, la novela que revolucionó el género de espionaje (1963) merced a la habilidad con que mostraba la convergencia en las cloacas de dos mundos paralelos y simétricos.

Berlín ha estado dividida durante 29 años, el tiempo de dos generaciones. Sin embargo, entre el 2 de mayo de 1945 (rendición al ejército soviético), y el 13 de agosto de 1961 (construcción del primer muro), casi nadie creía que la situación auspiciada en Yalta iba a ser definitiva. Ni siquiera hubo muchos que lo pensaran durante el bloqueo de 1948 –cuando la ciudad era todavía un montón de escombros– o cuando Kruschev planteó el «ultimátum» de 1958 pretendiendo que las antiguas potencias aliadas renunciaran a sus derechos sobre Berlín. Muchos de sus habitantes apostaban entonces por un estatuto especial que respetara el statu quo postbélico y lograra una plasmación política y administrativa conveniente.

La situación cambió el día que los berlineses amanecieron con un muro construido de la noche a la mañana ante sus mismísimas narices. Militares y brigadistas «voluntarios de la clase obrera» se las ingeniaron para levantar en escasas horas una muralla de 37 kilómetros que seguía el irregular trazado que separaba la zona de influencia soviética de las de sus antiguos aliados antifascistas. Paradojas de la Historia: Walter Ulbrich, cabeza del «primer estado socialista alemán», y Erich Honecker, miembro del Politburó y su futuro sucesor, se comportaron como dignos herederos del absolutismo prusiano de Federico Guillermo I, el «rey soldado» que construyó un muralla en Berlín no para defenderla de sus enemigos, sino para impedir que sus militares se escaparan. Los más de 200.000 tránsfugas del Este –muchos de ellos trabajadores cualificados y miembros de profesiones liberales– que durante 1960 se habían pasado a Occidente habían colmado el vaso de la «paciencia socialista». Las conversaciones de Viena entre Kruschev y Kennedy (junio de 1961) habían terminado con un rotundo fracaso, de manera que ante los soviéticos sólo quedaban dos soluciones para acabar con la sangría humana y económica: intentar un nuevo bloqueo del transporte aéreo a Berlín para forzar el abandono de la ciudad por las potencias occidentales, lo que hubiera conducido inevitablemente a una confrontación militar con Estados Unidos, o construir un muro que aislara para siempre a las dos mitades. Y eso fue lo que hicieron.

El Acuerdo Cuatripartito de 1971 vino a consagrar la situación diez años más tarde. Nueva paradoja: el reconocimiento oficial del muro vino a acabar con la fase más dura de la «guerra fría». Mientras los berlineses se acostumbraban a la idea de que la división sería para siempre, los gobiernos del Oeste y del Este iniciaban una serie de aproximaciones que culminarían con la Ostpolitik. El muro –del que se construyeron 4 versiones diferentes, cada una más sofisticada y más impermeable que la anterior: más de 80 muertos jalonan su siniestra historia– se fue edificando también en el interior de las conciencias de los ciudadanos. El Mauer im Kopf –muro en la cabeza– ha sido –y todavía es, en cierto sentido– una realidad tan palpable como el de piedra y hierro. Occidentales y orientales se dieron la espalda hasta tal punto que, a cada lado de la ciudad demediada, surgieron dos berlines diferentes. Tan distintos y con tanta conciencia de que así iba a ser en lo sucesivo, que la antigua urbe de los Hohenzollern se convirtió en una capital esquizofrénica y siamesa donde todo se construía repetido, como si cada parte buscara su camino mirándose en el espejo de la otra. Lo expresaba perfectamente Peter Schneider en su novela El saltador del muro (1982): «la duplicación de ciertas obras públicas, como la torre de televisión, el palacio de congresos, el zoológico, el ayuntamiento o el estadio, indica al viajero que se está acercando a una ciudad donde el mismo gusto ha producido dos veces lo mismo». La competición –socialismo versus capitalismo– llegó al máximo en 1987, cuando las dos partes celebraron con semejante pompa el 750 aniversario de la ciudad.

¿De qué ciudad? De esa aglomeración que había estado a orillas del Spree desde que en 1237 apareciera por vez primera en un contrato mercantil. De una ciudad destruida hasta sus cimientos y vuelta a reconstruir varias veces, como si se tratara de cumplir periódicamente con una maldición proferida por un dios desmadrado y colérico. De una ciudad en la que, en sus museos y bibliotecas (durante 29 años hubo dos de cada), en sus memoriales y cementerios y, sobre todo, en la memoria consciente o inconsciente de sus habitantes, puede rastrearse la huella dejada por el más sangriento de todos los siglos.

Más de una década después de mi primera visita, Berlín se me ha antojado inmersa en una frenética recuperación del tiempo perdido. El centro de la ciudad vuelve a desplazarse hacia el este, al elegante Under den Linden de entreguerras, a Friedrichstrasse y las reconstruidas calles del barrio de Mitte. Especulación inmobiliaria y urbanismo de vanguardia se ceban en el insólito pastel que ha supuesto la existencia, en el mismísimo centro de una capital europea, de inmensas extensiones de terreno que han permanecido baldías durante décadas: la más que discutible reurbanización de Postdammer Platz es tan sólo un ejemplo. Pero hay otros y de muy distinto valor.

Hoy el muro de Ulbrich y Honnecker es un recuerdo borroso. Los turistas visitan los escasos fragmentos que siguen en pie y adquieren con flamantes euros souvenirs (insignias, gorras, estrellas rojas) de los años del socialismo real. Hay que vivir: por eso construimos nuestro pasado con amnesias laboriosamente seleccionadas. El trabajo lo completa la nostalgia, que es como una melaza pegajosa que infecta para siempre la memoria.

REFERENCIAS
CUATRO NOVELAS CON MURO
Le Carré, John: El espía que surgió del frío. Plaza & Janés, Barcelona, 2001
Schneider, Peter: El saltador del muro. Anagrama, Barcelona, 1985
Grass, Günter: Es cuento largo. Anagrama, Madrid, 1997
Brussig, Thomas: La avenida del sol. Siruela, Madrid, 2001

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