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Democracia representativa y autogobierno republicano: el reverso de la República

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En España parece haberse consolidado de un tiempo a esta parte ese «giro republicano» en la filosofía y la teoría políticas por el que abogara hace ya algunos años Philip Pettit (1998, pp. 21-25). El republicanismo goza hoy de excelente salud y de gran predicamento entre un buen número de intelectuales, académicos y publicistas españoles, aunque también de alguna oposición muy solventeLas primeras defensas del neorrepublicanismo entre nosotros son las de Antoni Doménech, De la ética a la política. (De la razón erótica a la razón inerte), Barcelona, Crítica, 1989; Salvador Giner, «Las razones del republicanismo», en Claves de razón práctica, núm. 81 (abril de 1998), pp. 2-13, y Helena Béjar Merino, El corazón de la república. Avatares de la virtud política, Barcelona, Paidós, 2000. Como resumen de las posiciones neorrepublicanas pueden verse los siguientes textos: Roberto Gargarella, José Luis Martí Mármol y Félix Ovejero (comps.), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, Barcelona, Paidós, 2004; Pedro Cerezo Galán (coord.), Democracia y virtudes cívicas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005, y José Rubio Carracedo, José María Rosales y Manuel Toscano Méndez (eds.), Educar para la ciudadanía: perspectivas ético-políticas, Contrastes, suplemento núm. 8 (2003). En cuanto a la oposición al neorrepublicanismo, véanse, por ejemplo, Alfredo Cruz Prados, «Republicanismo y democracia liberal: dos conceptos de participación», Pamplona, Anuario Filosófico de la Universidad de Navarra, XXXVI/1 (2003), pp. 83-109; Álvaro Delgado-Gal, «El republicanismo y el PSOE», Cuadernos de pensamiento político, núm. 4 (octubre-diciembre 2004), pp. 132 y ss.; Juan Antonio Rivera, Menos utopía y más libertad. La teoría política y sus aditivos, Barcelona, Tusquets, 2005; y María José Villaverde, La ilusión republicana. Ideales y mitos, Madrid, Tecnos, 2008.. De ello da fe una abundante bibliografía que se ocupa de manera más o menos sistemática de los muchos aspectos de un pensamiento político que, como anota Ángel Rivero, ha encontrado en la historia de las ideas una sólida base sobre la que fundar un nuevo «proyecto ideológico», una «concepción normativa que se presenta explícitamente como alternativa contemporánea al liberalismo»Ángel Rivero, «Republicanismo y neorrepublicanismo», en Isegoría. Revista de filosofía moral y política, núm. 33 (diciembre de 2005), pp. 5-18 (p. 7). En opinión de Rivero, la filosofía política, tras la reconstrucción historiográfica de la tradición republicana clásica, se apropió de la etiqueta «republicanismo» como medio para «exhumar o reivindicar todo aquello que no había defendido el liberalismo», lo que justifica en su opinión la más propia denominación de neorrepublicanismo para este «nuevo proyecto ideológico». Por lo demás, Rivero muestra en su artículo algunas de las no pequeñas dificultades a que se enfrentan quienes se han apropiado de la etiqueta.. Es ya un lugar común hablar de la multitud de neorrepublicanismos que cabe encontrar entre sus vindicadores, pero puede afirmarse que, en términos generales, ese aparentemente nuevo discurso ideológico gira en torno a tres conceptos fundamentales: la libertad entendida como no dominación, la virtud cívica y el autogobierno político. Y aunque los matices y variaciones con que se asumen esos tres principios son casi tan numerosos como los autores que los invocan, ese carácter alternativo y adversario de la recién reconstruida tradición se pone muy a menudo de manifiesto en una severa crítica a las democracias representativas. Frente a ellas se propone un modelo ideal de «democracia republicana» que, merced al diseño de nuevas instituciones de naturaleza deliberativa, no sólo permitiría una mayor y más directa participación de los ciudadanos en el proceso político decisorio, sino que posibilitaría, en virtud de la superioridad epistémica de la deliberación sobre otras reglas de resolución de conflictos, como la negociación y el voto, la adopción de las decisiones políticas más justas.

Para examinar ese modelo ideal que reivindica el autogobierno colectivo –lo que Isaiah Berlin denominó «libertad positiva» en su proyección política– es conveniente, antes que nada, subrayar que el propio concepto de democracia republicana muestra las extraordinarias dificultades que han de salvar sus actuales valedores a la hora de reconstruir y sistematizar una tradición política y de pensamiento tan rica, abigarrada y heterogénea como la del republicanismo, pero también cuando apelan a ella para fundamentar sus críticas y articular nítidamente sus propuestas. Porque el republicanismo que reconstruyen sus defensores, una reconstrucción que va de Aristóteles a Maquiavelo y Guicciardini, de Cicerón y Polibio a Jefferson, de Harrington a Kant o a Stuart Mill, no fue democrático en el sentido etimológico del término ni postuló el autogobierno tal como lo concebían y trataron de practicarlo los antiguos, es decir, como participación directa de todos los ciudadanos en la deliberación y la adopción de todas las decisiones públicas, y no lo fue al menos hasta Rousseau y, más propiamente, hasta Marx.

Son, sin embargo, muy numerosos los neorrepublicanos que, sin prestar demasiada atención a esta evidencia incuestionable, insisten en unir inextricablemente la tradición del republicanismo clásico con el ideal democrático, y lo hacen de un modo ciertamente curioso. La práctica totalidad admite que la herencia institucional de la tradición, de la más poderosa históricamente, es la de las constituciones mixtas que pretendían conjugar los elementos popular, aristocrático y monárquico para fundar gobiernos estables y justos. No obstante, casi todos ellos acaban ignorando esa herencia y subrayando el papel preponderante que han tenido siempre las «instituciones democráticas» para el republicanismo (Ovejero, 2008, pp. 14-15) o considerando que el republicanismo, entregado a un secular combate contra las formas tiránicas o elitistas de poder, se caracterizaba por la confianza en que los hombres libres pudiesen, mediante el ejercicio constante de las virtudes cívicas, defender su libertad democráticamente (Martí, 2006, p. 244). Tanto Ovejero como Martí, además, atribuyen la paternidad de la denostada democracia representativa al liberalismo, mientras Andrés de Francisco, que reconoce sin ambages la naturaleza esencialmente antidemocrática y aristocratizante del republicanismo clásico, la considera una culminación de esa gran «tradición republicana de la libertad positiva y la virtud cívica» que, efectivamente, nunca se miró en el espejo de la democracia radical ateniense, sino en las oligarquías espartana, romana y veneciana (2007, p. 245). Pero, al margen de que la democracia representativa se considere una culminación de la tradición republicana clásica o su antítesis institucional, lo cierto es que, desde el punto de vista neorrepublicano, se trata de un régimen político en que no existe rastro alguno de autogobierno, ya que una élite de representantes ejerce el poder de espaldas a la voluntad popular y por completo libre de controles genuinamente democráticos.

Sin embargo, no encontraremos un solo neorrepublicano que abogue explícitamente por la supresión de las estructuras representativas. Por el contrario, la idea de representación política no sólo se considera necesaria, sino incluso valiosa, hasta el punto de que la defensa alternativa de una democracia directa presupondría una «concepción populista» simplemente incompatible con el republicanismo (Martí, 2006, pp. 216-217). Esta clase de afirmaciones contrasta con la exigencia permanente de nuevos diseños institucionales que permitan superar la multitud de fallas y carencias que, precisamente a causa de dichas estructuras, aquejan a las democracias liberales. En efecto, conforme al credo neorrepublicano, el sistema representativo impide la auténtica participación política de los ciudadanos, reducidos a la mera condición de votantes-consumidores; desincentiva la preocupación por los asuntos públicos y, de hecho, no la exige, no la precisa y no la reconoce ni la recompensa cuando existe; imposibilita la selección de representantes virtuosos y honestamente dedicados a satisfacer los intereses generales; abre un abismo entre gobernantes y gobernados al profesionalizar la actividad política, que a menudo degenera en espuria persecución de intereses personales o partidistas; impide el control efectivo sobre la acción política de los gobernantes, y, en fin, no facilita –ni mucho menos asegura– la adopción de las mejores decisiones políticas, de las que la práctica totalidad de los ciudadanos se ve excluida, lo que, a su vez, quiebra el principio de igualdad de influencia política e introduce serios riesgos de dominación. Desde luego, no pocos de los problemas apuntados son cualquier cosa menos triviales, pero, aunque existen algunas propuestas de reforma, en las reflexiones de los neorrepublicanos no encontramos grandes diseños institucionales, y no parece que, al menos en primera instancia, esas reformas accesorias puedan resolver las deficiencias estructurales que se le atribuyen a la democracia representativa.

Se diría, a este respecto, que los partidarios de la democracia republicana no se deciden a descargar la espada sobre su particular nudo gordiano: el problema crucial al que se enfrentan, el principio de la representación política, es examinado con gran minuciosidad y perspicacia en sus aspectos negativos, pero su solución se demora voluntaria e indefinidamente, como si existiese cierta prevención a poner sobre la mesa, sin medias tintas, las conclusiones a que lógicamente habría de conducirles su diagnóstico. Y la vaguedad con que se expresan muy a menudo –que, según ha llegado a reconocer algún neorrepublicano, explicaría en parte el gran atractivo del republicanismo– contribuye a enmascarar algunas severas dificultades de sus reivindicaciones. Así, se reclama una democracia participativa y deliberativa en la que, dado que todos los ciudadanos «pueden reunir los requisitos mínimos del juicio político, todos deben tener la facultad de participar en la formación de la voluntad política de la ciudad» (Peña, 2000, p. 194). Semejantes expresiones carecen de un significado preciso, y es evidente que las alusiones a la «ciudad» simplifican indebidamente la cuestión, pulverizando el formidable obstáculo del tamaño de las sociedades contemporáneas. Porque, aunque los neorrepublicanos sean muy conscientes de que sus alusiones son en gran medida retóricas, no cabe ignorar que la ciudad o la «plaza pública», a la que también se alude con frecuencia, no resisten siquiera metafóricamente la equiparación con el Estado moderno, ni tampoco que, más allá de los circunscritos y estrechos límites de una ciudad antigua o renacentista, el autogobierno por el que claman con tanta insistencia, y aun cuando lo sea desde un punto de vista teórico, no es materialmente posible.

Es muy probable que algunas instituciones ya existentes en las sociedades liberal-democráticas, como el derecho de petición o la iniciativa legislativa popular, convenientemente reforzadas, puedan propiciar una mayor participación política de los ciudadanos (aunque tal participación no deje de plantear muchos y graves problemas) y una mejor deliberación pública. Pero la democratización de la empresa, la participación de los ciudadanos en las administraciones públicas o en sus agencias dependientes, los consejos ciudadanos de ámbito municipal o de distrito, los foros deliberativos de asociaciones secundarias o los tan celebrados «presupuestos participativos», puestos en práctica en la ciudad brasileña de Porto AlegreÉstas son algunas de las propuestas de reforma institucional que, de cara a la consolidación de una democracia republicana, ofrece José Luis Martí en La república deliberativa: una teoría de la democracia, Madrid, Marcial Pons, 2006, pp. 308 y ss. El autor las ordena en cinco grupos, de menor a mayor implicación ciudadana: derecho de petición e iniciativa legislativa popular, mecanismos de participación de asociaciones en las deliberaciones, consultas y referendos deliberativos, participación en las administraciones públicas y, por último, órganos independientes de participación semidirecta, que recogen las propuestas más ambiciosas. No obstante, antes de mencionar estos expedientes y detenerse brevemente en cada uno de ellos, Martí (p. 308) subraya que todos tienen ventajas y desventajas, y que «para emitir un juicio evaluativo sólido deberían ser puestos en práctica y testeados en circunstancias diversas»., mantienen las pretensiones neorrepublicanas de autogobierno colectivo en el terreno de lo que, recurriendo a un continuum espacial, Giovanni Sartori denominaba «microdemocracias», las democracias a escala reducida, mientras que los Estados contemporáneos son democracias a gran escala, y «en el tránsito desde las pequeñas comunidades democráticas en las que todos pueden participar a la democracia de los grandes números que no pueden participar, al menos en el mismo sentido, mucho de lo que sucede en las primeras tiene que desaparecer en el camino» (Sartori, 1988, p. 36). Una sociedad política cualquiera puede contener una plétora de microdemocracias, y muy probablemente las necesite, pero eso no la hará más democrática en la gran escala, que es lo que, antes que nada, aspira a ser la democracia republicana.

Cuando es imposible que «todos» ejerzan la «facultad de participar en la formación de la voluntad política de la ciudad», puesto que la ciudad simplemente ya no existe, y, en consecuencia, la participación no puede tampoco entenderse como la isokratia de los antiguos –esto es, como el ejercicio personal y directo del poder de deliberar y decidir–, lo que desaparece eo ipso en el tránsito del que habla Sartori es la concepción horizontal de la democracia. En efecto, los «grandes números» precisan de una concepción vertical del poder y del gobierno, verticalidad que en las extensas, superpobladas y complejas sociedades contemporáneas toma forma en la arquitectura institucional del sistema representativo. Por decirlo en pocas palabras, las «macrodemocracias» son sencillamente ingobernables sin el recurso a la representación política. Así parecen admitirlo todos los neorrepublicanos, y, de hecho, Martí afirma que en este caso puede hablarse de una adaptación de sus ideales a las realidades concretas y que la representación «forma parte del diseño de una república deliberativa» (2006, p. 282). Pero si la representación es, a su juicio, la responsable última de los males de las democracias liberales, ¿no supondría más bien dicha adaptación una explícita renuncia a los ideales ante la aplastante evidencia de que la realidad los hace sin más inaplicables? Eso cabría deducir de sus posiciones, desde luego, si no fuese porque la representación política en que piensan los neorrepublicanos no es la misma representación que actualmente informa nuestras democracias, de modo que la adaptación del ideal a la realidad se ha llevado a cabo mediante la atribución al concepto de un significado distinto. En este punto es donde el «nuevo proyecto ideológico» adquiere una inconfundible pátina premoderna que nos devuelve con cristalina sonoridad los ecos del Contrato social rousseauniano, que, paradójicamente, encarna para buena parte de los neorrepublicanos ese populismo tan supuestamente antirrepublicano. En efecto, en la «república deliberativa», y siguiendo la tesis de la «dependencia del representante», sería necesario renunciar a la concepción elitista de la representación (liberal) para institucionalizar una democracia en la que «los representantes deben someterse a las instrucciones y juicios de sus representados, y les deben rendir cuentas y tener responsabilidad por su acción representativa» (Martí, 2006, p. 242). Y ello porque, como sostiene José Rubio Carracedo, la representación indirecta, característica de la democracia liberal y responsable de que ésta se haya convertido en «un sistema tan manipulador (o casi) como las oligocracias y las dictaduras populistas», debe ser reemplazada por la que denomina «representación directa». Sólo esta última expresaría el «legítimo sentido» del concepto de representación, que el mismísimo Rousseau, declarado enemigo del gobierno representativo, habría terminado defendiendo en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia (Rubio, 2005, pp. 4 y 12).

No tenemos tampoco demasiadas noticias de cómo haya de ponerse en práctica, en términos institucionales, esa representación política genuinamente republicana. Pero si el mecanismo pretende ser realmente eficaz, y sólo podría serlo si establece un auténtico control jurídico sobre los representantes, parece necesario exhumar antiguas instituciones ya olvidadas. Esto es lo que hace Rubio cuando, invocando a los teóricos en que se apoya, conecta invariablemente su «representación directa» con el mandato imperativo y la revocabilidad permanente del diputadoJosé Rubio Carracedo, Ciudadanos sin democracia. Nuevos ensayos sobre ciudadanía, ética y democracia, Granada, Comares, 2005. En opinión de Rubio (p. 12), a finales del siglo XVIII era obvio que «el modelo democrático republicano era ya inviable en los grandes Estados», y que los republicanos demócratas se equivocaron al atacar el sistema representativo y no su «concreción liberal representacional», algo que, en cambio, sí terminó haciendo Rousseau en sus Consideraciones. Para comprobar qué institución propone Rubio al hablar de su «representación directa», puede verse la página 39, en la que, al hablar de cómo Sièyes transitó de la representación directa a la indirecta, recuerda que vetó el mandato imperativo y la revocabilidad de los diputados. Igualmente, en la página 123 afirma que Rousseau previó para Polonia un «gobierno representativo en sentido fuerte», con mandato imperativo y rendición de cuentas.. No estamos, por tanto, ante una recuperación crítica del legado de Rousseau (como sostiene Martí, 2006, p. 249), porque los neorrepublicanos, lisa y llanamente, han recuperado la representación instituida por el ginebrino, que no era más que un notorio remedo de la delegación propia del parlamentarismo medieval. Y esa es una solución que descansa en el antimoderno y preliberal principio rousseauniano de que, puesto que la «soberanía […] consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser representada», «los diputados del pueblo no son, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus comisarios; no pueden acordar nada definitivamente», porque «toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula» (Contrato social, III, XV).

Al analizar los escritos de Rousseau, Benjamin Constant concluyó erróneamente –sin duda movido por el profundo respeto intelectual que sentía por su adversario– que aquél se había dado cuenta de las implicaciones tiránicas de su república ideal, y que, horrorizado, había declarado que la soberanía no podía ser representada a fin de impedir de facto su ejercicio (1989, p. 13). Pero lo cierto es que Rousseau, al proyectar años más tarde su concepción de la soberanía sobre una república realmente existente y enfrentarse al problema del tamaño, tuvo que rendirse a la evidencia de que, puesto que todos no podían ya gobernarse a sí mismos, era forzoso que unos pocos lo hiciesen en nombre de todos. Por eso, en lugar de admitir la representación política en su genuino sentido, lógicamente inconsecuente con su concepto de una voluntad general que no conocía límites ni podía por definición conocerlos, recurrió a la vieja delegación como único medio para superar las insalvables contradicciones entre su ideal y la realidad de los hechos, de modo que el gobierno surgido de sus Consideraciones no distaba mucho de la democracia tal como la practicaron los atenienses en tiempos de Pericles. La suya, incluso aunque Rousseau no lo desease en realidad, habría sido una democracia directa por delegación. En ella, los delegados del pueblo, irrevocablemente atados por las instrucciones de sus mandantes, no habrían ejercido ningún auténtico poder político, sino simplemente una delegación de funciones que, ordenada única y exclusivamente a una mayor eficiencia del sistema, habría dejado intacto el principio de que el pueblo no sólo era el titular nominal de la soberanía, sino también –y esto es lo más relevante– su titular real. A él le correspondería el ejercicio de todo el poder político, sin restricciones de ningún género, por medio del autogobierno colectivo. Restaurar hoy la representación directa rousseauniana, como parecen, en última instancia, pretender los neorrepublicanos, no tendría implicaciones muy distintas.

Ahora bien, un supuesto republicano como John Stuart Mill, a quien Martí, dicho sea de paso, tiene por inspirador de su modelo de «república deliberativa», había comprendido perfectamente que el autogobierno político no era, en último término, «el gobierno de cada uno sobre sí mismo, sino el gobierno sobre cada uno por parte de todos los demás»La observación de Stuart Mill procede de su On Liberty y está recogida por Giovanni Sartori en el volumen II de su Teoría de la democracia, Madrid, Alianza, 1988, p. 400. Dalmacio Negro recoge en su introducción a Del gobierno representativo de John Stuart Mill (Madrid, Tecnos, 1985, pp. XIX-XX) un intercambio epistolar entre éste y Alexis de Tocqueville. En él, Mill se mostraba totalmente convencido de que el mandato imperativo era «el arma más peligrosa» de los enemigos de la democracia, y ambos habían concluido que la aparentemente inadvertida e inocua distinción entre la vieja delegación y la representación genuina, tal como se concibe y practica en las democracias liberales, era una «cuestión capital» de la que a la postre dependería «la suerte futura de las naciones modernas», al tiempo que lamentaban que fuesen muy pocos los que la percibían y todavía menos los que, percibiéndola, señalasen su importancia. Mill hace en su carta una curiosa referencia a su padre, James Mill, de quien dice que, siendo «mucho más demócrata» que él mismo, estaba persuadido de que «el pueblo difícilmente confundirá esta distinción» entre delegación y representación, mientras expresaba sus propias y muy serias dudas al respecto, dudas que, en vista de las posiciones que hemos examinado, estaban más que justificadas.. Esta constatación plantea, tan breve como contundentemente, la nada remota posibilidad de que las mayorías opriman con sus decisiones a las minorías, y, muy particularmente, por utilizar de nuevo las palabras del propio Mill, a la minority of one que él defendió con tanta vehemencia. Félix Ovejero, uno de los más firmes vindicadores de esa libertad republicana que, en su sentido positivo, se expresa en el ejercicio del autogobierno político, es, sin embargo, muy consciente del peligro cuando recuerda que la mera posibilidad de participar personalmente en la elaboración de las leyes es sólo una condición necesaria del gobierno de cada uno sobre sí mismo, pero no suficiente, porque cuando las preferencias individuales no coinciden con las de «todos los demás», con las de la sociedad de la que se forma parte, «cada uno se verá sometido al gobierno de los otros», lo que significa que «sólo si mi voluntad coincide con la voluntad general el autogobierno será un hecho» (2008, p. 146). La solución que los neorrepublicanos ofrecen para salvar esta paradoja, que Rousseau había resuelto «forzando a ser libres» a todos aquellos que se negasen a obedecer la voluntad general, es el recurso a la deliberación pública. Los sujetos de tal deliberación serían unos ciudadanos que, pese a su universalmente reconocida falta de virtudes cívicas, deberían comprometerse con criterios de imparcialidad y racionalidad para poder así, colectivamente y en pie de igualdad, adoptar las mejores decisiones políticas en un proceso argumentativo que, tras filtrar y discriminar las preferencias, acabaría recogiendo los «intereses justos» defendidos por cada uno de los participantes en los «intereses de todos», por lo que la voluntad colectiva no podría ya verse como una forma de dominación ni sería necesario protegerse frente a ella (Ovejero, 2008, p. 237).

Rousseau, desde luego, no era tan optimista y desconfiaba sin reservas de las presuntas virtudes taumatúrgicas de la deliberación pública. Los anhelos neorrepublicanos de mayor legitimidad y justicia, que no son solamente muy estimables, sino también muy necesarios cuando de mejorar un sistema político se trata, suelen pasar por alto que su república deliberativa es, por encima de cualquier otra cosa, un modelo ideal para la adopción de decisiones. Sucede, sin embargo, que el moderno gobierno representativo, cuyo propósito era y sigue siendo el de conjugar el principio de la soberanía popular con la protección constitucional de los derechos individuales, no surgió únicamente como respuesta a la necesidad de articular un legítimo procedimiento político decisorio, sino también, y muy especialmente, como la estructura institucional más adecuada para evitar, en la medida de lo posible, el inmemorial peligro del gobierno tiránico. La arquitectura vertical del sistema representativo persigue la dispersión, la limitación y el control del ejercicio del poder político, a fin de que nadie tenga todo el poder ni nadie –ya se trate del pueblo soberano o de sus representantes– pueda disfrutar de un poder ilimitado, algo que, precisamente a causa de su horizontalidad, ni la democracia de los antiguos ni la república rousseauniana –un gobierno radicalmente democrático, si bien por delegación– estaban en condiciones de conseguir. Las alternativas neorrepublicanas a la vigente representación política, con unos delegados sometidos al control de un pueblo que, a su vez, carecería de controles efectivos en el ejercicio de su libertad positiva, tampoco podrían hacerlo, máxime cuando se depositan en la deliberación tantas esperanzas (infundadas en términos históricos, por lo demás) como para sostener que la protección de los derechos de las minorías frente a las decisiones de la mayoría no es siquiera necesaria.

Helena Béjar insiste también en que el núcleo mismo de la tradición republicana es el autogobierno colectivo, aunque añade inmediatamente que el hecho de que ese ideal nos conduzca «a la democracia directa y a otras líneas que no son digeribles por el pensamiento y la práctica política actuales es otro asunto» (2001, p. 84). Pero no se trata, desde luego, de otro asunto sin más, sino más bien del Asunto con mayúsculas, puesto que pone de relieve la delicada interrelación entre los ideales y la realidad, así como el modo en que ésta puede verse modificada por aquéllos. No cabe duda de que las democracias representativas podrían corregir algunos de sus muchos defectos promoviendo la participación responsable de los ciudadanos o estableciendo mecanismos de control político más eficaces. Ahora bien, no debería perderse de vista que nuestros sistemas políticos, con todas esas imperfecciones y deficiencias, pero también con todos sus indiscutibles logros, son ciertamente frágiles, y que sus futuras posibilidades reales, no sólo de perfeccionamiento, sino incluso de supervivencia, dependen en muy buena medida del adecuado manejo de los ideales del pasado. Provoca cierta inquietud (en términos intelectuales) la reivindicación neorrepublicana del autogobierno colectivo, que olvida que el republicanismo clásico buscó siempre equilibrios políticos estables mediante constituciones mixtas, principios de separación de poderes y sistemas de frenos y contrapesos, y que lo hizo precisamente porque temía, por considerarla una forma de gobierno corrupta, una democracia radical como la ateniense, de la que Aristóteles había escrito en su Política que en ella «forzosamente tiene que ser soberana la muchedumbre, y lo que apruebe la mayoría, eso tiene que ser el fin y lo justo» (VI, 2). No menos inquietante resulta que los neorrepublicanos confíen a la deliberación pública de unos ciudadanos virtuosos, difíciles de identificar y, en todo caso, muy minoritarios, el aseguramiento y la protección de unos derechos individuales que sus predecesores, encarnados estilizadamente en los ciudadanos virtuosos de la Atenas clásica, la Roma republicana y las ciudades medievales y renacentistas italianas, ni siquiera conocieron y que, en consecuencia, no pudieron tampoco proteger. Y un tercer motivo para la inquietud surge de la pretensión neorrepublicana de perfeccionar la democracia liberal recurriendo para ello a expedientes que, antes que alumbrar una democracia posliberal, nos devolverían a una democracia preliberal que podría hacer realidad, como ya sucediera durante la fase jacobina de la Revolución Francesa, las palabras que Constant dedicó al «genio sublime» de Jean-Jacques Rousseau, cuyo declarado amor por la libertad acabó convertido en pretexto para toda suerte de tiranías.

BIBLIOGRAFÍA

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