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Delatores

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La acusación reverberó unos instantes en el aire y prosiguió luego su camino a través de la atmósfera mortecina de la Sala Segunda, donde se careaban rehuyéndose las miradas José Barrionuevo y Ricardo García Damborenea, hasta ser oída en el último rincón del recinto: delator. Al día siguiente los medios de comunicación desplegaban todos sus instrumentos hermenéuticos, actualizados por los interminables microanálisis de cada uno de los avatares del «caso Marey». La imputación de delatar, que implica la de revelar «alguna cosa oculta y por lo común reprochable» (Diccionario de la RAE), ¿no supondría el reconocimiento inconsciente de la culpabilidad de quien la emitió? ¿No estaría Barrionuevo descubriendo de ese modo que el presunto delator habría dado en el clavo de su participación en uno de los más siniestros episodios de la transición española? Delatores los ha habido siempre. Hace unos días, la prensa británica recogía como nueva una noticia ya sabida hace mucho tiempo: en 1949, pocos meses antes de su muerte, George Orwell había suministrado a un misterioso departamento del Foreign Office una lista en la que delataba como «comunistas o criptocomunistas» a un buen número de escritores y artistas británicos y norteamericanos. George Bernard Shaw, Charles Chaplin, John Steinbeck y J. B. Priestley se encontraban entre ellos. Una interpretación suavemente romántica y pegajosa atribuye al amor el pretexto para la delación: Orwell lo habría hecho para conseguir la atención de la joven Celia Kirwan, empleada en tareas de propaganda en aquel oscuro negociado.

El amor, la tortura, el miedo, el hambre, la envidia: motivaciones diversas que justifican o condenan, en mayor o menor medida, al que delata. En su novela 1984 el propio Orwell achacaba al terror a las ratas la traición de Winston Smith a su amante Julia. Hay un instante en el que, en plena tortura, el funcionario de Oceanía, percibe ya muy cerca de su rostro el asqueroso olor de las ratas. Sólo entonces, después de tanto tormento, es cuando se derrumba y empieza a gritar frenéticamente: ¡Házselo a Julia! ¡A mí no! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí no! Como le había dicho O'Brien, su torturador, para todos hay siempre algo que no puede soportarse: algo que está más allá del valor o de la cobardía.

El siglo XX ha sido un tiempo propicio a la delación. Las dictaduras y las guerras son su caldo de cultivo ideal, y ni unas ni otras han sido escasas en este novecento que agoniza. Las guerras generalizadas y las civiles, los procesos de Moscú, el Holocausto, el macarthismo, las limpiezas étnicas, el terrorismo. El portero denunciando a los vecinos, los vecinos acusándose entre sí, el vecino delatando al portero. Unos por miedo y tortura, otros por venganza o envidia, por avaricia, por medranza. Acaba el siglo con una nueva figura presente para siempre en el tejido social: el arrepentido. Un eufemismo aceptado, socialmente respetable, para la vieja silueta del delator. ¿Nos convertiremos todos –por miedo, por costumbre– en delatores? ¿Se ha convertido la delación en un nuevo valor social en este final de milenio?

El cine y la literatura se han ocupado del fenómeno. Podemos recordar juntos montones de ejemplos. Uno, el de Razumov, el delator idealista de Bajo la mirada de Occidente, la novela con la que Joseph Conrad, daba otra vuelta de tuerca al análisis literario del «alma rusa» a través del estudio de la delación. O aquel estúpido Gypo Nolan de El delator, de Liam O'Flaherty, interpretado posteriormente por el inolvidable Víctor McLaglen en una de las obras maestras de John Ford (The informer, 1935), y que traiciona para obtener dinero con el que seguir embruteciéndose. La clandestinidad, la resistencia, las luchas por la independencia: escenarios privilegiados para la traición en el drama del siglo.

También el cine nos ha proporcionado inteligentes apologías de la delación. ¿Se acuerdan de La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), de Elia Kazan? Sí, el mismo que, en pleno macarthismo, suministró al Un-American Activities Committee una lista de compañeros «antiamericanos». Aún no se sabe exactamente por qué lo hizo, qué violencia interna le acució. ¿Patriotismo? ¿La presión de la guerra fría en uno de sus más calientes momentos? En aquella película los denunciados por Terry Malloy (Marlon Brando) eran miembros del sindicato neoyorquino de estibadores, reflejados, como no podía ser menos, como tipos deshonestos y corruptos. La justificación del propio Kazan nos llegó en forma de imágenes bellísimas y en medio de una historia de amor inolvidable: el delator era un ser humano, complejo, capaz de amar, de sentir, de emocionarse. Como usted, querido lector, querida lectora, como yo.

Hay muchos ejemplos. Pero me interesa ir hacia atrás, hacia principios del siglo XIV . Dante, Commedia, canto trigésimo cuarto. En el cuarto recinto del último círculo del Infierno se encuentra el gigantesco Lucifer, hundido en hielo quemante de la cintura para abajo. Dante, que busca refugio tras Virgilio, no puede contener el terror que le produce la espantosa imagen. Divennisallor gelato e fioco, escribe: me quedé entonces helado y yerto. Lo que ve es el mayor castigo, el centro de todo mal. Dante reserva el extremo lugar del espanto para Judas, el Gran Delator, y para su eterno castigo: el alma que está sufriendo la mayor pena, le explica Virgilio, es la de Judas Iscariote, que tiene la cabeza dentro de la boca de Lucifer y agita fuera de ella las piernas.

Lo saben los niños sin que nadie se lo explique: el delator, el acusica, el chivato, es el más despreciable de los compañeros. Y el estigma de la traición le persigue para siempre. La guerra civil suministra ejemplos sin límite. Muchas familias, a un lado y otro, conocieron la vileza de quienes creían cercanos: el delator está vinculado a las personas a las que entrega por una relación de proximidad, de confianza. Hay ejemplos nada lejanos, Julián Marías, delatado por uno de sus mejores amigos en 1939, es sólo uno de los posibles. El fantasma de aquella ignominia ha estado presente también en un libro –quizás el menos conocido–, de su hijo novelista: El siglo es una gran historia acerca de un abúlico personaje, un Oblomov moderno, que acaba convirtiéndose en delator por pura incapacidad para sujetar las riendas de su vida.

Y también tenemos bellos ejemplos de delatores frustrados. Como aquel del Gran Escritor Español avant la lettre que, en marzo de 1938, «segundo año triunfal», firmó instancia al Comisario General de Investigación y Vigilancia en la que manifestaba que creyendo «conocer la actuación de determinados individuos», se ofrecía para suministrar «datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad». El peticionario tenía sólo 21 años, pero su petición merecería figurar en la Historia universal de la infamia: uno no puede leerla todavía sin sentir la repugnancia y la abyección de una acción tan gratuita, tan absolutamente voluntaria. Genet, al menos, explica en el Journal du voleur que, al denunciar a sus compañeros ante su amante policía, «sabía que hacía más profundo mi amor por él». Pero el Gran Escritor no dio nunca explicaciones: probablemente porque nos las hubo, no podía haberlas. El rechazo de aquella petición ahorró probablemente cárcel –y quizás, paredón– a algunos de aquellos individuos. Y, posiblemente, la literatura española, ganó una de sus plumas más sobrevaloradas. Que tengan ustedes un buen verano.

REFERENCIAS DANTE ALIGHIERI: Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos.

JOSEPH CONRAD: Bajo la mirada deOccidente, Alianza Editorial. El libro de bolsillo n.º 1022.

JEAN GENET: Journal du voleur, Gallimard. Col. Folio.

JAVIER MARÍAS: El siglo, Anagrama.

JULIÁN MARÍAS: Una vida presente.Memorias 1 (1914-1951), Alianza Editorial.

GEORGE ORWELL: 1984, Ediciones Destino.

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