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«Te seré sincero…»

De la mentira

CARMEN GONZÁLEZ MARÍN

La Balsa de la Medusa, Antonio Machado Libros, Madrid, 144 págs.

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La metáfora y la ironía han sido hasta ahora los únicos territorios privilegiados por la pragmática del lenguaje como grandes fenómenos de su uso no puramente representacional. En el sugerente ensayo De la mentira, Carmen González demuestra que existen otros lugares mucho más productivos, aún zocos abigarrados y sucios donde los filósofos no se atreven a mirar por lo perturbador de los fenómenos que allí se esconden. Allí, ciertas transacciones comunicativas desvelan lo originario del lenguaje, pero también lo originario de nuestras prácticas sociales. Así, la mentira, el disimulo, la hipocresía, la adulación, la burla, el autoengaño y otros fenómenos de este jaez son explicados por la autora como prácticas que se realizan en la arena de nuestras relaciones comunicativas y, en la medida en que tales relaciones son también parte de las relaciones del poder que cada hablante tiene sobre el curso de lo real, incluyendo la parte de poder que le corresponde sobre las reacciones del otro, se muestran como constituyentes básicos de la estofa de la que están hechas nuestras presentaciones públicas, nuestros roles y, en último extremo, también nuestras identidades.

Nos propone la autora que consideremos la sorprendente certeza con la que distinguimos las conductas mendaces de las fidedignas y la no menos sorprendente torpeza que tenemos para definir qué sea la mentira y los otros episodios de la familia. El catecismo nos dice que mentir es «decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar», pero la autora nos pide que meditemos una segunda opinión, pues hay grandes mentiras diciendo verdades y es posible no mentir diciendo falsedades. Ciertamente la mentira tiene que ver con la verdad de lo expresado y también con la intención de engañar, pero tiene que ver de una manera oblicua que no implica la idea de que las mentiras rompen alguna correspondencia con la realidad ni la idea de que las mentiras se producen en el abscóndito recinto de la mente del hipócrita, adulador o burlador. La propuesta de este ensayo sorprende por la potente simplicidad de la idea de que la mentira o el disimulo, la hipocresía e incluso el autoengaño tienen lugar en el ámbito abierto de los trozos de realidad que cada uno controlamos y que mostramos a los otros para dar seña de las ficciones en las que estamos embarcados, de las que los otros también forman parte con sus propias ficciones, unas ficciones que se entrelazan con las nuestras. Nada que ver con la ocultación en la capilla inaccesible de la conciencia. La infidelidad del partenaire infiel no sucede en un ámbito inescrutable de secretos de conciencia, sino en el mucho más mundano y observable de secretos de alcoba. Lo que ocurre es que el engañador hurta a su pareja oficial una parte sustantiva de la realidad, ocupándose en controlar sistemáticamente la parte de realidad a la que aquélla accede con el objeto de que no interrumpa la confianza depositada en el infiel, fruto quizá de otras historias del pasado.

Al decir de varios antropólogos, los humanos somos hijos del engaño como medio de manipular las conductas ajenas manipulando sus creencias y deseos, es decir, manipulando sus mentes. Esta hipótesis del animal maquiavélico sostiene que los primates visuales y sociales de los que descendemos adquirieron estas habilidades de manipulación por ventaja adaptativa y de sus mentiras creció la mente. Nació entonces la capacidad para crear ficciones en la realidad, no importa que fueran vividas ante otros o ante sí mismos. En los grupos de primates todo está a la vista de todos, no hay nada oculto. Por eso, el listo que manipula los accesos a la realidad, que crea ficciones plausibles, dados algunos seleccionados trozos de esa realidad que presenta como evidencias, se alza hasta un lugar asimétrico no ya en el discurso, sino en el mismo entramado de discurso y realidad, o sea, en el poder.

Los fenómenos considerados bajo la taxonomía del engaño ocurren porque la segunda naturaleza humana es creada por las capacidades para construir narraciones consistentes. No vivimos, somos las ficciones en las que nos embarcamos, pues tales ficciones son estelas en los mares de lo posible: los demás, nosotros mismos, «leen/leemos» las historias a través de los ocasionales entrelazamientos a los que tenemos acceso. Entrelazamientos de historias ajenas o de nuestras propias historias: a estos últimos puntos prominentes de coincidencia los llamamos ser conscientes. La esfera pública está conformada por la colaboración colectiva para que la intersección de las historias constituya un entramado coherente. Con este propósito colaborativo concedemos nuestra confianza al vecino, pues no podemos vigilarlo continuamente (habríamos encadenado nuestras historias a las suyas). Si el otro colabora, perfecto, la realidad discurre por donde esperamos; si no lo hace, o bien está loco, o ha dejado de ser nuestro alter, o bien se está aprovechando de nuestro descuido en el control de la realidad.

Aquí es donde entra la moralidad, pero no necesariamente para mal (así el catecismo) ni necesariamente para bien (así el cínico impenitente). Cuando la moralidad entra por la puerta, alguna norma sale por la ventana: allí donde una norma de colaboración sufre desviaciones, el daño y la sorpresa nos legitiman para exigir responsabilidades. Ahora bien, que el juicio moral que nos merece la mentira, la hipocresía o el autoengaño sea tan incondicionalmente negativo se debe, en buena medida, a que les hemos dado nombres muy feos a conductas que no siempre lo son. Pues, argumenta la autora, ¿sería posible la educación sin mentira? ¿Lo sería el decoro y el respeto debido a los demás sin hipocresía? Y, ¿qué decir del autoengaño? El autoengaño, la más perversa de las formas de la mentira, fenómeno contra el que se han estrellado una tras otra las varias metafísicas de la persona, de Platón a Kant, de Kant a Freud, de Freud a Davidson, recibe una admirable justificación en este ensayo. Lejos de ser raro, de estar condenado a ser materia de reproche entre parejas u ocasión de terapéuticos logreros, forma una parte sustancial de nuestra constitución de seres narrativos. Así como nadie puede soportar el rostro de Javeh, tampoco se puede soportar el peso de lo real. Estamos llenos de filtros que dan coherencia a nuestras ficciones, aun al precio de dejar adheridos en nuestro cuerpo o nuestra mente trozos de realidad que no soportaríamos contemplar. La ficción sólo es coherente si señala como relevante algunos puntos prominentes de la realidad. No importa (todo lo contrario) que algunas zonas queden en la sombra. Si toda nuestra realidad fuese iluminada por un daimon puritano quedaríamos ciegos como el Edipo que somos. Sólo el autoengaño nos hace morales. Sólo el autoengaño nos hace inmorales. Depende de lo finamente discriminatoria que sea nuestra responsabilidad ante los otros.

Carmen González nos muestra que para este viaje ni la primera persona, privada y robinsoniana, ni la tercera persona, omnipotente y privilegiada cual ojo de Dios o de omnisciente psicoanalista, son compañeros suficientes. Solamente la segunda persona es compañera, solamente el otro qua rompe las metáforas de la mente como un espejo o de la mente como una caja negra de conductas. La coherencia de la tesis de este ensayo encadena la esfera de lo público, la necesidad de la segunda persona, la naturaleza ficcional de las personas a los mismos cimientos de la pragmática. De ahí que este ensayo trascienda los pequeños corralitos de la filosofía del lenguaje, de la filosofía de la literatura, de la filosofía de la mente y otros similares y nos proponga algunas preguntas ante las que a una primera perplejidad le sucede la desolación que surge al descubrir que tenemos que hacernos cargo de nuestras propias mentiras.

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Ficha técnica

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