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De la cuna al Imserso

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Recientemente, la prensa y la televisión –pública y privada– han recordado a la opinión pública que el sistema público de pensiones se encuentra en situación crítica y que la llamada «hucha de las pensiones» va a agotarse, situación esta que un ensayo publicado en Revista de Libros había explicado con todo detalle a comienzos del pasado mes de diciembre. Más discreta ha sido la atención reservada a unas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística a propósito de los cambios en la estructura de la población española dentro de cincuenta años. ¡Una pena, habida cuenta de la íntima relación existente entre ambos problemas! Pero vamos primero con la cuestión de las pensiones públicas.

Estoy seguro que al lector le es familiar la referencia al Pacto de Toledo. Con ese nombre se conoce el documento aprobado por la Comisión de Presupuestos del Congreso de los Diputados en marzo de 1995, referente a «los problemas estructurales del sistema de Seguridad Social y de las principales reformas que deberán acometerse». A diferencia, por ejemplo, del Tratado de los Toros de Guisando, de 1468, el citado Pacto ha sido repetidamente retocado; en efecto, en 2002 se tomaron ciertas medidas para complementarlo, se renovó en 2003 y se ha reformado en 2007 y, por última vez, en 2011 y 2013, cuando la Ley 27/2011 y el Real Decreto-ley 5/2013 se propusieron la «actualización, adecuación y modernización del sistema de Seguridad Social» a partir del 1 de enero de 2013. ¡Qué lejos habían quedado los tiempos en los cuales se anunciaba a bombo y platillo que estábamos a punto de «sorpasar» a franceses y alemanes en renta por cabeza! Es evidente que todas estas reformas y medidas han sido poco más que un parcheo adoptado deprisa y corriendo por los responsables políticos y de las llamadas «organizaciones sociales» – empresarios y sindicatos–, porque las auténticas reformas suponían pérdidas de votos y reacciones airadas de quienes las soportarían en sus bolsillos.

¿Qué ha sucedido? La explicación es sencilla y a continuación ofrezco a lector unas escuetas cifras que ayudarán a entender lo sucedido. La tremenda crisis económica de los años 2007 y 2008 arrojó fuera del mercado de trabajo a varios millones de trabajadores y, por tanto, de cotizantes a la Seguridad Social –entre 2009 y 2012, algo más de 1,2 millones– y sólo a partir de 2015 los afiliados han comenzado a crecer, de forma que quizás el año que viene se recuperará la cifra de 17,9 millones que había al concluir 2009. Pero si, por el lado de los ingresos, las cifras flaqueaban, no sucedía lo mismo con las del gasto, empezando por las del número de pensionistas y, así, entre 2011 y agosto de 2016 se contabilizaba un aumento de algo más del 7%: 623.000 personas, para ser exactos. La traducción de dichas cifras en euros justifica suficientemente la alarma surgida en estas semanas: habida cuenta del aumento de beneficiarios del sistema –pura consecuencia demográfica– y de que la cuantía de las nuevas pensiones es superior a la de quienes desaparecen –del orden de los 254 euros en promedio–, sólo en los ocho primeros meses del año en curso el gasto en pensiones públicas se ha incrementado en algo más de 32 millones de euros mensuales: unos 384 millones de euros al año. Expresado de otra manera: si de 2007 a octubre de 2016 el número de pensionistas ha crecido un poco más del 13%, el importe mensual de las pensiones aumentó un 51%. A finales de este año es probable que el déficit de la Seguridad Social supere el 1,4% del PIB. ¡Y suma y sigue durante los próximos años salvo que se adopten medidas. ¿Cuáles?

Es claro que, salvo que desee negarse la realidad, la situación del sistema público de pensiones no se arregla sólo con medidas destinadas a contener el gasto o a incrementar los ingresos. Es decir, no bastaría, en principio, con elevar las cotizaciones de los tramos más altos, crear nuevos impuestos finalistas –¡salvo que fuesen confiscatorios!– o pasar a los Presupuestos Generales las pensiones no contributivas. A la vista de la dichosa demografía, de la que tanto se ha hablado, se precisarían medidas menos «vistosas», tales como acelerar la implantación  de la edad legal de jubilación a los sesenta y siete años (como sucede en Alemania, Dinamarca, Francia, Italia, Holanda, Reino Unido y Suecia), compatibilizar pensión y trabajo a partir de una cierta edad, empezar a advertir francamente de que las pensiones públicas futuras serán más bajas en relación con los sueldos que las actuales o estudiar modalidades conjuntas de capitalización y repartoLa Fundación Edad & Vida acaba de publicar un interesante estudio titulado La revolución de la longevidad y su influencia en las necesidades de financiación de los mayores..

En los ocho primeros meses del año en curso el gasto en pensiones públicas se ha incrementado en algo más de 32 millones de euros mensuales

Dicho todo lo cual no se sorprenderá el lector si señalo que donde reside el problema capital es en la estructura demográfica de nuestro desdichado país. Aquí, de nuevo, se impone refrescar unas cuantas cifras. Según el trabajo reciente del Instituto Nacional de Estadística a que me he referido, Proyecciones de Población 2016-2066, en 2066 la población española se habrá reducido a 41 millones desde los 46,4 actuales y, lo que es más relevante, uno de cada tres españoles tendrá más de sesenta y cinco años. Piénsese lo que esto significa para nuestra economía y para el sostenimiento de su sistema público de pensiones; dicho sucintamente, en ese año un 88% de la población se sostendrá gracias al esfuerzo del 12% restante. ¿Es esto concebible? Sigamos y recordemos algo más respecto al horizonte que nos auguran las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística y sus cifras: en primer lugar, el descenso de la natalidad se traduciría en que, dentro de medio siglo, España tendría 1,7 millones de niños menos que en la actualidad, a lo cual se unirían dos consecuencias alarmantes: primera, la pérdida de población sería mayor en las edades comprendidas entre los treinta y los cuarenta y nueve años y, segunda, todos los grupos de edad superiores a los setenta años registrarían un crecimiento de efectivos y, de ellos, los mayores de sesenta y cinco constituirían casi el 35% de la población total en 2066 (¡recuérdese que todavía hay quien proclama a pies juntillas que la edad de jubilación debe mantenerse en sesenta y cinco años!).

Ya sea por ignorancia o por despreocupación, nuestros políticos no han hecho nada enjundioso en los últimos lustros para intentar desactivar esta bomba demográfica que amenaza con romper en mil pedazos lo único que hasta ahora parece interesarles: a saber, el sistema público de pensiones. Ilustro rápidamente con unas referencias cifradas tan rotunda afirmación. España es en la actualidad una de las naciones europeas con un índice de fecundidad más bajo: 1,2 hijos frente a 2 en Irlanda, 2,01 en Francia y 1,5 de media en la Unión Europea; y así parece que va a continuar, pues las mentadas Proyecciones del Instituto Nacional de Estadística manejan un índice de fecundidad con valor máximo de 1,45 y mínimo de 1,27. A lo cual se añade que nuestra cicatería en términos de prestaciones por hijo es escandalosa, pues se estima que sólo una familia de cada diez recibe ayudas, y las parejas jóvenes comprueban cómo durante la infancia los apoyos económicos siguen brillando por su ausencia. ¡Por no mencionar la falta de medidas eficaces para conciliar la vida familiar y profesional!

En resumen, nuestros gobernantes, sean del color político que sean, se empeñan en dar la espalda al gravísimo problema de nuestra bajísima tasa de natalidad, con lo cual están haciendo imposible que nuestros hijos y nietos puedan caminar despreocupados desde la cuna a los acogedores brazos del Imserso.

Raimundo Ortega es economista titulado del Servicio de Estudios del Banco de España. Ha sido director general del Tesoro y Política Financiera, director general de Banco de España y presidente del Servicio de Compensación y Liquidación de Valores.

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Ficha técnica

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