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Dar la palabra a los mudos

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«14 de marzo de 1978 – Idea de abrir un archivo de biografías no impresas». Con este primer apunte empieza el narrador y autor de éxito Walter Kempowski las anotaciones –recogidas ahora en un libro– reunidas tras veinticinco años, al cabo de los cuales culmina un proyecto monumental, su Echolot (Sonar). Coincidiendo con el sexagésimo aniversario de la capitulación alemana a principios de mayo de 1945, apareció el décimo y último tomo de una crónica sin precedentes, que ha obtenido un éxito espectacular pese a sus nueve mil páginas y su elevado precio. En 1993 aparecieron los cuatro primeros tomos en un estuche, de los que se han vendido casi cincuenta mil copias. Hasta aquel momento, Walter Kempowski, nacido en 1929, se había convertido en un autor popular gracias a un ciclo de seis novelas que giran en torno a las convicciones y la vida cotidiana de dos familias burguesas alemanas entre 1900 y 1963. Para esta «crónica alemana», Kempowski ya empleó los medios que más adelante distinguirían a su Sonar: expedientes sin comentar de experiencias particulares, declaraciones de testigos, cartas, anotaciones, informes de periódicos. La interpretación la dejaba al arbitrio del lector.

También el Sonar se compone de legados escritos, cartas, anotaciones en el diario, pero se alimenta asimismo de fuentes como los comentarios de Hit­ler sobre la situación. El último tomo, Abgesang’45, se circunscribe a los días finales del Tercer Reich, del 20 de abril al 9 de mayo de 1945. Como su propio nombre indica, el Sonar no va hacia lo ancho, sino hacia lo hondo. «El que busque una fórmula para de­sen­tra­ñar el proceso cancerígeno de la humanidad, con el sonar la extraerá de las profundidades», escribió Kempowski en 2002. Al igual que en Abgesang’45, también los volúmenes anteriores de la crónica condensaban pe­río­dos sueltos de la Segunda Guerra Mundial: la batalla de Stalingrado en los meses de enero y febrero de 1943, los mismos meses en el año 1945 y –como «prólogo» suministrado posteriormente– Barbarossa’41, la invasión alemana de la Unión Soviética. Este principio de la visión del tiempo se contempla lógicamente desde el final hacia el cual confluye todo, como si se tratara de un embudo en el que todo se arremolina.

La búsqueda específica del material empezó por un pequeño anuncio que Walter Kempowski, infatigable coleccionista de fotos, cartas y diarios, insertó en el semanario Die Zeit en febrero de 1980: «W. Kempowski busca autobiografías iné­ditas para su archivo». Enseguida llegaron montones de ellas, pero el archivero no cejó en su búsqueda obsesiva. Quería construir una crónica que representara al cuerpo social completo, es decir, que integrara también una historia de la época «desde abajo». Así que pasó revista a miles de voces, «hizo hablar a los mudos» y reconcilió la oral history con la historiografía «científica». Eso no significó que pasara por alto a los poderosos: Hitler, Goebbels, Mussolini, Stalin, Churchill, Roosevelt. O a los intelectuales, como, por ejemplo, a Ernst Jünger, Thomas Mann, Erich Kästner, Elias Canetti y Paul Valéry. Un domingo de Pentecostés, el 14 de mayo de 1989, anotó Kempowski: «Lo singular y novedoso del Sonar es que también puedo dar la palabra a eruditos e incluso a nazis insignificantes», y el mismo día, añade: «Ser un escritor del pueblo entraña algo trágico». Con todo, su arriesgado proyecto podía y tenía que apoyarse en su popularidad, algo con lo que contaba la editorial.

En el prólogo de los volúmenes aparecidos en 1993, Kempowski recalcaba: «He escuchado a los buenos, que también son siempre un poco malos, y a los malos, que también han nacido de madre, y he convertido sus textos en un diálogo». De hecho, todas las partes toman la palabra, tanto el colaboracionista Léon Degrelle, el oficial de las Waffen-SS que en 1945 huyó a España, como el miembro del Ejército Rojo Piotr Sebeliov, o el sargento británico Martin Hauser en Trieste. Todos juntos conforman un coro polifónico, compuesto por Kempowski a partir de miles de solicitudes imaginarias, domeñadas por una labor incansable, con la intención de ­crear un conjunto armónico. La mayor parte de la crítica elogia el Sonar definiéndolo como una composición, una sinfonía con un furioso acorde final, o como una serie de retratos a modo de tríptico con anverso y reverso. Se trata, sin duda, de un collage de textos cuidadosamente organizados.
En su prólogo a Abgesang’45, Kempowski lanza una mirada retrospectiva a su trabajo, extremadamente esforzado y agotador, y recuerda lo mucho que por aquel entonces le interesaron tres obras de arte: La torre de Babel de Pieter Brueghel (el Viejo), La batalla de Alejandro de Albrecht Altdorfer y La rendición de Breda de Diego Velázquez. Se trata de alegorías de la hybris del ser humano castigado por Dios, por el asesinato de numerosos soldados, minimizado precisamente por la reducción a miniatura de las figuras, así como del gesto benevolente del triunfador frente al vencido. El mensaje de este tercer cuadro sigue siendo un enigma por desentrañar. Entretanto, los tres símbolos han palidecido en la memoria del autor, pues dan más que pensar las poderosas imágenes de la Varsovia arrasada, las montañas de cadáveres del campo de concentración de Bergen-Belsen y el hongo de la bomba atómica de Hiroshima.

En Abgesang’45, Kempowski guía al lector a través de los dieciocho últimos días del Tercer Reich, que se inician con el último cumpleaños de Hit­ler el 20 de abril y terminan con el último informe del ejército alemán el 9 de mayo de 1945. Las conversaciones sobre la situación de Hitler en su búnker berlinés se convierten en el hilo conductor de todo el volumen. Las ruinas de Berlín, las barracas de los campos de concentración, los convoyes de fugitivos, las casas con los paños blancos por banderas constituyen los bastidores. Pasan por la escena caciques nacionalsocialistas, ayudantes y secretarias; generales, oficiales y simples soldados; médicos de hospital, prisioneros de guerra y prisioneros de los campos de concentración; conocidos escritores, artistas y periodistas; alcaldes, directores de banco y empleados de Correos; escolares, amas de casa y trabajadoras del Este. Entre ellos, «una mujer» que se mantiene en el anonimato. Kempowski es minucioso y señala el procedimiento por el cual los cementerios notifican el día del nacimiento y el fallecimiento de distintas personas siempre con la misma observación: «suicidio» o «suicidio por disparo», y cita el servicio de búsqueda de la Cruz Roja. Eso que «la gente corriente» cuenta es por lo menos tan interesante y conmovedor como los textos de los testigos famosos de la época. Todos parecen comunicarse entre sí, responderse unos a otros, aun cuando expresen convicciones muy distintas y deseos opuestos.

Impresiona especialmente la contraposición que lleva a cabo Kempowski entre los informes de los prisioneros alemanes y los de los campos de concentración. Un prisionero de un campo de concentración desconocido recuerda una de las «marchas de la muerte» ordenadas por los SS: «Algunos camaradas intentaron huir por sus propios medios al caer la noche, objetivo que algunos consiguieron y que a otros les costó la vida. Volkssturm y Werwolf mataron a la mayoría de un tiro en la nuca. El camino que recorrimos se inundó de nuevo con la sangre de los ejecutados. Muertos y agonizantes yacían en los bordes de las carreteras, ante nosotros se desplegaba una imagen del horror y de una indescriptible desgracia. La desesperación y el desconsuelo se apoderó de muchos camaradas. En torno a medianoche, nos empujaron hacia un desfiladero y, cuando quisimos encender una hoguera, dispararon sobre no­so­tros con pistolas y metralletas. Aquella noche hacía un frío de perros, el agua y la nieve nos azotaban, y tuvimos que pasar la noche a la intemperie sin ninguna protección». Desde el campo de prisioneros de Remagen, escribe Helmut Smend: «Naturalmente, los oficiales al mando permanecimos juntos, nos deslizamos por las callejuelas entre las multitudes, hasta que encontramos un pequeño espacio libre en el límite del campo, donde nos instalamos. Aquella situación no podía ser más desesperada. ¡Inimaginable con aquel frío en abril y sin abrigo alguno! Ahí sólo era posible desalentarse. Y, además, entonces empezó a llover». Ambas descripciones, que pese a varias coincidencias literales no pueden ser más dispares desde la perspectiva ideo­ló­gi­ca, no requieren comentario alguno.

Para horror inicial de la editorial, el autor de best sellers Kempowski no escribió ni una sola línea de introducción a su antología. Pero sí se propuso que «ya que no puedo ser el más grande, por lo menos quiero hacer lo más grande» (8 de junio de 1993). Su obra se alimenta del aliento de muchísimos desconocidos, que estuvieron presentes de forma ejemplar. Pocos ingredientes completan el décimo y último tomo del Sonar. Cada capítulo termina con una variación del poema La primavera de Hölderlin, que el poe­ta retocó varias veces en sus últimos meses de vida y que constituye un testimonio no de supuesta locura, sino de plenitud poética. Además, una pequeña selección de fotos muestra a los otrora poderosos dirigentes nazis en un campo de internamiento durante el proceso de Núremberg, también como suicidas o ejecutados. Tras la lectura, al lector le aguarda el cráneo de Hitler, una tardía radiografía realizada todavía en vida. Con esta calavera se cierra el círculo. 
 

Traducción de Ruth Zauner

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