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Un arbotante de la fe

Cuestiones sobre la fe. Una afirmación escéptica del cristianismo

Peter L. Berger

Herder, Barcelona

Trad. de Marciano Villanueva

302 pp.

22 €

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Karl Barth escribió un comentario sobre el Credo de los Apóstoles, pero él era un teólogo y Peter Berger es un laico y un sociólogo. Al mismo tiempo, Berger posee un entendimiento profundo del cristianismo que procede en parte, sin duda, de leer a los clásicos de la teología, antiguos y modernos, pero que resulta también del modo en que su sociología informa e ilumina lo que él llama su relación «escéptica» con la fe. Su sociología y todo su estilo personal lo sitúan a una distancia suficiente de las afirmaciones del Credo para colocarse junto a aquellos que se encuentran en un estado de curiosidad favorable en el nártex de la Iglesia. Se dirige a aquellos que se quedan fuera como «arbotantes». Una de sus palabras predilectas es «interesante» y seduce a los que se hallan medio fuera con la audaz idea de que si Dios es una ilusión se trata, al menos, de una ilusión interesante. Puede que existan rea­li­da­des ocultas que de vez en cuando atraviesan la película del día a día.

Peter Berger se refiere a sí mismo en varias ocasiones como una especie de luterano y una especie de protestante liberal. Es cierto que bebe en gran medida de la profunda tradición teológica de los pueblos germanófonos y acude para el énfasis en la experiencia a Friedrich Schleiermacher, y para el hombre directamente ante Dios a Lutero, pero su posición es en la práctica tan ortodoxa y católica como protestante. Quienquiera que diga hoy «Soy católico pero…» congeniará con el enfoque de Peter Berger. Si damos crédito a las encuestas, hay muchas decenas de millones de personas que afirman ser católicas, pero con reservas y vacilaciones. Ellas en concreto son quienes deberían encontrar su libro «interesante».
Una razón por la que Peter Berger es «interesante» radica en un estilo de escritura sencillo pero elegante que de cuando en cuando pasa de la exploración honesta de los problemas que cualquiera podría tener con el cristianismo a momentos de iluminación y afirmación que resultan emocionantes. Éstos le llegan al lector por sorpresa. Berger no se limita simplemente a examinar la relación del día a día con lo que lo atraviesa, y lo trasciende o lo socava, sino que la ejemplifica en el modo en que se mueve entre las preguntas corteses y los momentos en que nos vemos «sorprendidos por la dicha».

Estos momentos no son simplemente las experiencias exaltadas como las que el creyente y el no creyente por igual podrían tener escuchando, por ejemplo, la Oda a la alegría de Bee­tho­ven, sino las afirmaciones específicas de fe religiosa. La persona enfangada en el pecado podría tener una súbita sensación liberadora de «Cristo por mí», o de la victoria sobre el mal y la muerte expresada en el anuncio «Cristo ha resucitado». Una iglesia, dice Berger, es una caja al final de la calle donde un hombre de repente se pone de pie y dice «Cristo ha resucitado». Berger sabe vívidamente lo que se halla tras la frase de A través del espejo de Carroll: «¡Hay gloria para ti!».

El sustento mental es tan rico que necesitas comer tu tarta por partes, preferiblemente una frase del Credo cada vez. Léase el libro de cabo a rabo y se recibirá una plétora de cosas buenas. Algunos de los capítulos más admirables se ocupan de cláusulas del Credo que le plantean algún tipo de problema a Peter Berger, como la de la santa Iglesia católica, que desata un cierto escepticismo protestante bien documentado. Aquí es donde el abrazo de la «afirmación escéptica» adopta la dirección escéptica.

Berger es también muy bueno al abordar doctrinas como la expiación, que se hallan tras la frase «Fue crucificado por nosotros en tiempos de Poncio Pilato», pero que no se plantean explícitamente. Su exposición de las diversas teorías de la expiación es una pieza magistral de educación teológica accesible, y saca a la luz dificultades en el modo en que se expresa la doctrina que podrían preocupar a cualquiera. Como él afirma, algunas teo­rías de la expiación transmiten una idea de un Dios que no se encuentra siquiera al nivel de un moderado decoro humano. Eso significa que tenemos que pensar no sólo en cómo Dios puede perdonarnos y reconciliarnos con él, sino en cómo podemos nosotros perdonar a Dios y reconciliarnos con él, dada su autopresentación de vez en cuando como una especie de Sadam Husein cósmico. En relación con ese Dios ­deberíamos ser ateos. Este es el motivo por el cual la comprensión kenótica de Cristo como alguien que se vacía de todo excepto de amor resulta tan esencial para redimir nuestra imagen de Dios. A un Dios «no tentado en todo como lo estamos nosotros» no le corresponde sentarse sobre el círculo de la tierra y vilipendiar a sus criaturas por comportarse del modo en que las hizo. Y si estamos hechos a su imagen resulta implanteable cualquier atisbo de una relación amo-esclavo.

Peter Berger se confiesa insatisfecho con una gran parte del cristianismo dominante en lo que respecta al «pecado original». En un sentido resulta la más plausible de las doctrinas, porque el pecado original y el pecado no original se manifiestan con total claridad a nuestro alrededor. Pero si el pecado original se produce como un asunto de necesidad no está claro por qué una criatura humana libre habría de expresar un profundo arrepentimiento y buscar perdón en el trono de la gracia. Nuestro propio arrepentimiento tiene que ver con las cosas que hemos hecho o dejado de hacer, y en un cierto sentido la parábola del hijo pródigo nos dice todo lo que necesitamos saber sobre la reacción compasiva de Dios. (Si no supiéramos nada más allá de esa parábola tendríamos la esencia misma del entendimiento cristiano de Dios.)

Yo me imaginaría a la mayor parte de los cristianos semiescépticos en el patio exterior de la fe para oír lo que sucede en el interior sintiéndose desconcertados por la Resurrección. Peter Berger ha compartido claramente este desconcierto, sobre todo dado que se ha metido en todos los berenjenales al leer una gran cantidad de escritos críticos sobre el Nuevo Testamento. Sospecho que, como yo, ha acudido a menudo a los exámenes críticos de la historia de la Pascua de Resurrección y aún no ha recibido la luz. Plantea la muy frecuente distinción existente en la literatura entre la tradición de la tumba vacía y la aparición a los discípulos, y comenta que en la naturaleza del caso no contamos con informes policiales independientes para respaldar las afirmaciones de quienes se encontraron al Señor resucitado. Al final concluye que el sorprendente cambio de actitud entre los discípulos tras la experiencia de la crucifixión significa que sí que ocurrió ­realmente algo extraordinario. Lo que Alfred Schütz denomina «realidad primordial» rechaza incursiones extraordinarias, pero ser cristiano significa permanecer abierto a ellas y al misterio constantemente latente en nuestro mundo cotidiano.

Es en el capítulo sobre el Espíritu Santo donde se recibe una educación sociológica, o al menos de sociología de la religión, además de una educación teo­lógica. Esto se debe a que el Espíritu puede entenderse no sólo en relación con la mediación sacerdotal e institucional, sino también en relación con el carisma que flota libremente y que opera fuera de las paredes. Así, Berger puede escribir sobre una de las pocas «reglas» postuladas realmente por la sociología: la «rutinización del carisma» de Weber. Al cabo de una generación, el poder carismático que penetra en el día a día para desvelar un potencial de un hombre nuevo y una nueva creación en sí misma pasa a ser trivial. Como señala Berger, el peligro en la mediación sacerdotal es la petrificación cuando la Iglesia casi literalmente se convierte en piedra, mientras que el peligro del carisma personal que flota libremente es el caos. (Berger se muestra también escéptico sobre la petrificación implícita en la legitimación del catolicismo cuando se apela a las palabras Tu es Petrus.)

La digresión sobre la moral cristiana podría muy bien sentirse como liberadora, y aquí es –creo– donde se oye con más claridad un eco de uno de los caballos de batalla de la Reforma: nos salvamos únicamente por la fe y la gracia. Es el don de Dios. El luteranismo se opone firmemente al legalismo y el utopismo, y en las palabras de Lutero somos simultáneamente un pecador y un absuelto: simul iustus et peccator. Berger subraya que cuando se trata del judaísmo y el islam tiene sentido plan­tear: «¿Cuál es tu ley?», y con toda probabilidad incluso los creyentes cristianos han podido, al menos en el pasado, ofrecer algún tipo de respuesta a esta pregunta. Peter Berger rechaza las presunciones de la pregunta, acertadamente desde mi punto de vista. Es cierto que existen obligaciones morales con uno mismo y hacia la naturaleza animada e inanimada que podrían parecer algo diferentes en una visión del mundo religiosa en contraposición a una atea. Pero si Peter Berger se despertara mañana siendo ateo, no cambiaría nada de sus relaciones con otros seres humanos. Eso podría tener algo que ver con formar parte de una cultura cristiana, pero Berger –bien como cristiano, bien como ateo– sentiría brotes de certeza moral en torno a ciertos temas, como el racismo y el genocidio, fuera cual fuera el clima de relativismo dominante. Mantendría, como mantendríamos todos, que en el caso de este núcleo moral compartido, es simplemente superior a las alternativas y no simplemente concerniente al contexto. Se realiza un juicio moral al margen de la creencia religiosa y consiste en decir: «Mira esto. ¿No es intolerable?».

Peter Berger sigue estudiando este tema a un nivel profundo a la luz de la afirmación luterana de que en este mundo la acción responsable comporta que nos ensuciaremos con toda seguridad. En el choque entre la búsqueda de pureza y la aceptación de responsabilidad, podría incluso darse el caso (como argumentó Max Weber) de que haya que poner en peligro el alma eterna en aras de la ciudad, y en cualquier caso no podemos saber cuáles podrían ser las consecuencias no deseadas de nuestra acción, para bien o para mal. Es entonces cuando se acude, confiadamente, al perdón de Dios. Voltaire tenía razón en ese sentido: Dios nos perdona cuando acudimos a él, «c’est son métier».

El último capítulo de Berger es inevitablemente sobre cosas finales: la vida eterna. Estudia las especulaciones del teólogo británico John Hick sobre cómo un ser reconocible podría ser resucitado en otro mundo tras la descomposición con una comprensible desazón. La idea de algún tipo de réplica de mí mismo no situada en ningún tiempo ni lugar concreto con amigos y familia suena claramente poco atractiva. «¡No, gracias!», dice Peter Berger.

Peter Berger prefiere situarse, en cambio, en un terreno esencial: no resulta aceptable que este niño caiga enfermo y muera si es correcta realmente la sensación apodíctica que se tiene (intermitentemente) de lo divino. Estamos ocupándonos de una herida en la creación que no debería atribuirse a la voluntad de Dios y que no puede atribuirse al pecado humano. Así las cosas, tener fe es afirmar que la herida puede curarse. Pero en lo que respecta al modo de esa curación, san Pablo debe de estar en lo cierto: «El ojo no ha visto y el oído no ha escuchado». La Epístola a los Hebreos también está en lo cierto: si la esperanza fuera segura entonces ya no sería esperanza, sino simplemente información. El cristianismo no consiste en estar informado, sino en arrodillarse como respuesta a una Presencia. 
 

Traducción de Luis Gago

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