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Cuatro fábulas actuales

Rescate en el tiempo (1999-1357)

MICHEL CRICHTON

Plaza&Janés, Barcelona, 608 págs.

Trad. de Carlos Mila Soler

El último judío

NOAH GORDON

Ediciones B, Barcelona, 464 págs.

Trad. de María Antonia Menini

La Hermandad

JOHN GRISHAM

Ediciones B, Barcelona, 416 págs.

Trad. de María Antonia Menini

Hannibal

THOMAS HARRIS

Grijalbo, Mondadori, Barcelona

Trad. José Antonio Soriano

564 págs.

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Son cuatro novelas de aventuras peligrosas, brutales alguna vez, un total de 2.037 páginas, novelas de éxito, muy vendidas, importadas desde el mundo literario estadounidense. Cuentan la persecución de un judío en la España de los Reyes Católicos, la colisión entre el candidato de la CIA a la Casa Blanca y tres jueces estafadores presos en una cárcel de Florida, la pasión de un genio de la física cuántica tan ambicioso que puede acabar muriendo en la Guerra de los Cien Años, los crímenes benéficos de un caníbal civilizado. Sus autores y títulos son: Noah Gordon, El último judío (The Last Jew, 1999); John Grisham, La Hermandad (The Brethren, 2000); Michael Crichton, Rescate en el tiempo 1999-1357 (Timeline, 2000), y Hannibal (1999), de Thomas Harris, continuación, once años después, de El silencio de los corderos.

Son novelas cinematográficas: creo que al menos tres de ellas participarán en la industria del cine. Literatura y cine mantienen una antigua alianza para matar el aburrimiento: Pere Gimferrer, en Cine y literatura, ha señalado que estos folletines de hoy permanecen como baluartes del pasado de la literatura, y que el cine surgió de las ruinas de la gran novela del siglo XIX. La vieja ingeniería realista sirvió de fundamento para un arte nuevo, el cine, que, en sus modos más usuales y reconocidos, acabó convirtiéndose en modelo para los narradores literarios del año 2000, precisamente para los que parecen ser más deseados por el público. Los lectores de estas novelas repiten una experiencia narrativa muchas veces repetida placenteramente: Umberto Eco ha hablado del gusto de participar en un juego del que se conocen bien las reglas y las piezas.

Pero no se trata de un juego insustancial: creo que estas lecturas cumplen, bajo la anestesia de los gestos trivializados y repetidos muchas veces, una operación moral, propia de la literatura verdadera. Nos ayudan a responder a cuestiones como éstas: ¿qué debemos sentir en determinadas circunstancias? ¿Por qué considerar ciertas emociones destructoras y detestables, o admirables y generosas? Son un curso práctico de coherencia moral, de moralidad de las emociones, como diría Bernard Williams. Y no sólo ofrecen la sorpresa de que vuelva a repetirse lo ya repetido: encuentran conexiones nuevas e inesperadas en los viejos temas y utillajes novelescos. Son fábulas entretenidas: cinematográfica sucesión de épocas y lugares exóticos para conductas exóticas.

El último judío nos traslada a la España medieval, a la Mancha, contemplada con ojos de turista en México, a la Granada del siglo XV, anacrónica visión de unos ojos románticos y decimonónicos, o a la construcción de la catedral de Salamanca. El centro del poder mundial, el búnker del emperador secreto de la CIA, los entresijos de la campaña electoral del futuro presidente de Estados Unidos, una cárcel de baja seguridad en Florida desde donde tres presos extorsionan a hombres que necesitan amor, El Cairo sacudido por una mortífera explosión en la embajada americana: he aquí el universo de La Hermandad. Un laboratorio de mecánica cuántica cerca de Los Álamos (Nuevo México), que comunica con una fortaleza sitiada de la Francia feudal a través de experimentos de telecronotransporte y desintegración de seres humanos: estamos leyendo Rescate en el tiempo (1999-1357). Washington, Florencia, Maryland, Cerdeña, América del Sur: perseguimos al terrible criminal caníbal Hannibal Lecter.

El placer de una historia bien contada, el placer de la coherencia narrativa, coincide con el placer de la coherencia moral. Thomas Hardy recordaba al marinero de Coleridge, que paraba a los invitados a la boda para contarles la historia de su barco fantasma: nadie tiene derecho a entretener a los invitados que van a la boda si no les va a contar una historia interesante. Las buenas historias suelen formular alguna verdad más o menos práctica. Por ejemplo: la Autoridad, política o económica o religiosa, no detenta el bien. La terrible CIA de La Hermandad está embarcada en una estafa mucho mayor que la de los tres pobres jueces degradados y chantajistas: una estafa planetaria; los poderes religiosos-políticos son, en El último judío, una banda de curas viciosos y nobles criminales. La mayoría tampoco tiene razón: fijémonos en la turba que persigue a los judíos en 1492, o en la que automáticamente condena al caníbal Lecter y mira morosamente una exposición florentina de objetos de tortura. Lecter no mira las máquinas crueles, sino las caras de los espectadores, que podrían ser nuestras caras de lectores de Hannibal. Los votantes del candidato de La Hermandad contribuirán seguramente al fin del mundo en la guerra nuclear; el ansia de novedad de los consumidores justifica la desviación codiciosa de la ciencia en Rescate en el tiempo (1999-1357).

Así que debe existir una justicia más allá de la justicia humana: la justicia divina, según Noah Gordon, o la justicia de un superhéroe, un superhéroe de masas, como diría Umberto Eco, recordando a aquel Antonio Gramsci que situaba los orígenes del superhombre nietzscheano en el conde de Montecristo. Estas novelas siguen usando piezas muy usadas: perfectos superhéroes frente a malvados deformes como Mason, el millonario que persigue al caníbal Lecter, viva calavera sin cara y con un solo ojo sin párpado y venas sin carne sobre el hueso; como el jorobado bellísimo fray Bonostruca, monstruo dantesco de El último judío; como ese jefe supremo de la CIA, mutilado de la guerra fría, siempre medicado y en silla de ruedas; o como el genio de la física cuántica envejecidamente hinchado a los treinta y ocho años, truculento devorador de millones de dólares, apestado.

Si el mal puro es el poder, al héroe debe ser un fuera de la ley. La putrefacción de los Estados y su burocracia infecta o elimina a los colaboradores que creen en las leyes. El lema del FBI (Fidelidad, Bravura e Integridad) no lo cumplen los altos cargos del FBI, sino una agente que ha debido entregar placa y arma, suspendida en sus funciones, Clarice Starling, musa de Hannibal el caníbal. Cumplir la ley puede exigir violar todos los códigos: el justiciero será un proscrito. Sin volver a los corsarios y otros delincuentes del romanticismo y el decadentismo, recuerdo a Mickey Spillane y su detective Mike Hammer, primer héroe en el placer de herir y matar con ensañamiento e imponer la violencia solitaria contra la violencia del universo: guardar la ley se convierte en una sesión de sadismo. Muy distinta de Spillane fue la creadora de Tom Ripley, criminal inteligente y sutil, Patricia Highsmith, que elogiaba la libertad espiritual de los asesinos. El caso extremo de la serie de asesinos justos o sensibles lo constituye Hannibal Lecter, encarnación de la bondad y la sabiduría del mal.

El sentido de Lecter se ha ido aclarando a lo largo de tres novelas (desde El dragón rojo, 1981): asesino múltiple que ayuda a la policía a capturar asesinos múltiples. Pero sus víctimas son malvados repugnantes, como su perseguidor Mason, plutócrata pederasta, y su cohorte de policías traidores y corrompidos. En Hannibal conocemos en plenitud la sensibilidad renacentista del doctor Lecter, artista y científico, pianista virtuoso, descendiente de Maquiavelo. Hannibal es la personificación de la justicia de Dios contra la débil justicia humana y actúa según la lógica divina: con la inescrutable ironía y la caprichosa ferocidad de Dios, como dirá el propio Hannibal Lecter, que juzga a los seres humanos insensibilizados por la exposición constante a la vulgaridad y la violencia (el humor es importante en estas novelas). Una costra purulenta cubre nuestras conciencias, según Lecter. ¿Qué podría conmovernos? Quizá el ejemplo del Superhombre, tan por encima de los prejuicios comunes que no comparte nuestras costumbres culinarias: es caníbal.

Hannibal es el profeta del bien supremo. La simbología religiosa abunda en esta novela de crímenes horrorosos: Mason se siente parte de un plan divino de venganza contra el monstruo Lecter y, así como los fieles creen que por el milagro de la Transubstanciación toman la sangre y la carne de Cristo, quiere comerse al caníbal usando como vicario a un cerdo voraz. También El último judío es una novela religiosa, aunque en un principio parezca una intriga medieval en torno a una reliquia robada. Quizá su momento más emocionante sea la celebración clandestina del Sabbath en la Granada cristiana de 1492. La Autoridad pública se ha alzado contra la ley de Dios para irrumpir en la paz de una familia de Toledo: la religión es memoria y familia. El espacio privado vive bajo la amenaza de la codicia y los Estados: el dinero es peligroso porque da poder. Los pobres estafadores presos y sus estafas de unos cientos de miles de dólares resultan, en La Hermandad, inofensivos frente a la estafa que trama la CIA: el encumbramiento de un presidente de Estados Unidos que quizá precipite el exterminio nuclear del planeta. El mal nace de la unión de dinero y poder, y se encarna en la CIA, en los condes y frailes codiciosos de El último judío, en el millonario Mason de Hannibal, o en el científico Doniger de Rescate en el tiempo (1999-1357).

Doniger traiciona por avaricia el desinterés natural de la ciencia y es castigado fulminantemente: el viejo Científico Loco, Mabuse, Caligari o Doctor Jekyll, ha sido sustituido por un Empresario Loco, nueva figura surgida del especial tratamiento que estas novelas conceden a la tradición literaria. Michael Crichton cultiva en novelas futuristas la incurable atracción de los lectores hacia el pasado: imagina el renacimiento de los dinosaurios o a la vida eterna de una época muerta, la Edad Media, tan querida por los folletinistas. Un emérito historiador de Yale será cronotransportado desde 1999 a la Francia de 1357 para que las Humanidades aplaquen los excesos de la Ciencia del siglo XXI. Feudalismo y viajes en el tiempo y estudiosos aventureros de la estirpe de Julio Verne perviven en el futuro actual de Crichton: si Mark Twain recurría a un golpe en la cabeza para transportar su héroe a la corte del rey Arturo, Crichton aprovecha los indudables adelantos de la mecánica cuántica, tal como Mary Shelley utilizó el galvanismo para dar vida al monstruo de Frankenstein.

Falta una última pieza del tradicional relato moral: la maldad es contagiosa, porque los seres humanos son desfallecientes, más que buenos o malos. Así empieza Hannibal: la ejecución de la viuda Drungo por la agente Starling, la bellísima Drungo, drogada, seropositiva, tramposa, con un niño en brazos y una metralleta entre los pañales. El mal es algo orgánico: la criminal salpica flujos venenosos mientras Macarena retumba en los altavoces de la pescadería. La ley corrupta caerá sobre Starling por haber aniquilado el mal: la fidelidad al bien exige cierta heroicidad no siempre tan inteligible como los pistoletazos de Clarice Starling. Hannibal, que también aniquila el mal a su modo, es como Florencia y sus palacios extraordinarios: formas de vida que no entendemos y exigen un esfuerzo de comprensión. La conversión de Clarice Starling a la religión de Hannibal Lecter se celebra con una especie de eucaristía: una lobotomía en vivo con degustación de sesos. Nadie ha explicado convincentemente la atracción contemporánea por la exposición espectacular de la crueldad.

En el punto en que coinciden el extremo bien y el mal extremo, los héroes son tan peligrosos como Hannibal, y quizá sea preferible una moral de supervivencia, confiada a la justicia divina, es decir, al paso del tiempo reparador: sobrevivir es pasar inadvertido, como en El último judío, o atenerse a una moral mínima y humorística, que consiste en no traicionar demasiado a los más próximos, como en La Hermandad, tal vez la mejor de estas novelas. A mayor complejidad moral, existe mayor interés literario, y el público parece preferir obras que, aun trabajando con clichés, eviten lo que Bruce F. Kawin llamó «the cliché, the dead word, the dead work, the zombie».

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