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Cuándo y a cambio de qué fueron liberados los presos políticos de la dictadura

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En el número 135 de Revista de Libros, la profesora Paloma Aguilar responde a una crítica, aparecida en el número 131, en la que discutía yo la vinculación que establece entre la amnistía, por ley de 15 de octubre de 1977, de los funcionarios que cometieron delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas y la liberación de «los presos políticos de la dictadura». No es ésta una tesis que Aguilar defienda en solitario: son muchos los que sostienen que en la transición se selló un pacto de silencio sobre los crímenes de la dictadura a cambio de conceder la amnistía a los presos políticos que la habían combatido. Aguilar ha contribuido a consolidar esa tesis al definir la ley de Amnistía de octubre de 1977 como «un borrón y cuenta nueva» para las violaciones de derechos humanos que fue «eclipsado por otro [asunto] que tenía mucha más trascendencia política y social en ese momento: la liberación de los presos políticos de la dictadura, que sí había suscitado abundantes movilizaciones sociales».

Con todos los respetos que merece la profesora Aguilar por sus contribuciones al estudio de la transición, no es cierto que «la liberación de los presos políticos de la dictadura que sí había suscitado abundantes movilizaciones sociales» haya sido un resultado de la amnistía de octubre de 1977. Que a los presos de ETA, como a los del FRAP, se les denominaba en informaciones periodísticas «presos políticos» es algo que yo mismo señalaba en Memoria de la guerra y del franquismo (p. 350); como también indicaba allí que esta amnistía alcanzó a los presos por objeción de conciencia, cincuenta y tres, según una noticia de El País. Más aún, en el mismo libro mencioné como beneficiarios a los asesinos del industrial barcelonés José María Bultó y, en la confusión del momento, a dos procesados por la matanza de los abogados de Atocha. La aplicación de la ley se llevó a cabo en un clima de inseguridad jurídica y hasta el asesinato de Javier de Ybarra, cometido después del límite establecido en el art. 1 b), quedó amnistiado porque su secuestro tuvo lugar el 20 de mayo de 1977. Pero confundir a esos grupos de presos con los presos políticos de la dictadura que habían suscitado abundantes manifestaciones sociales, como insiste en su réplica Aguilar, es un error.

Por su autoridad en la materia, el error o la confusión de Aguilar ha dado lugar a que buen número de publicistas repita que en la transición los presos políticos de la dictadura sirvieron como moneda de cambio para amnistiar los crímenes de la misma dictadura. En realidad –y dejando de lado el indulto de noviembre de 1975–, la liberación de los presos políticos de la dictadura fue decretada por el primer Gobierno de Adolfo Suárez sin que mediara contrapartida alguna para los actos de violencia institucional. En concreto, la liberación de los presos políticos de la dictadura fue resultado del decreto-ley de amnistía de 30 de julio de 1976, que se extendió por otros dos decretos-ley de 14 de marzo de 1977 a todos los miembros de ETA que no habían sido condenados a muerte o que no tenían pendiente una acusación de secuestro, como recordaba Mario Onaindía en el primer libro de sus Memorias. Todos ellos fueron liberados antes de las elecciones de junio de 1977 y gracias a abundantes movilizaciones sociales, pero sin que mediara pacto de inmunidad o impunidad para funcionarios y agentes de policía.

«La cronología también forma parte de la memoria histórica», escribía Pierre Vilar, y es fundamental recordar que la amnistía a estos funcionarios no vino en ese momento sino después de las elecciones, en octubre de 1977, cuando los presos políticos de la dictadura llevaban entre medio año y un año en la calle y algunos de ellos ocupaban sus escaños en el Congreso desde los que defendieron con elocuencia la necesidad de una nueva amnistía general que abarcara los delitos contra la vida de las personas. En resumen, la amnistía de octubre fue pactada para que salieran a la calle unos treinta presos de ETA acusados de delitos cometidos después de la aprobación de la Ley para la Reforma Política (y hasta en un caso después de las elecciones), como ya puso en claro Patxo Unzueta en su trabajo «Euskadi: Amnistía y vuelta a empezar», publicado en 1996 en Memoria de la transición.

Aprobada por el Congreso de los diputados –no decretada por el Gobierno, como también ha escrito Aguilar– en el pleno de 14 de octubre de 1977, esta última amnistía, dirigida a «todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado», no fue forzada por abundantes movilizaciones sociales, sino por el empeño que en su aprobación pusieron el PNV y la totalidad de partidos de la oposición. Hoy, una amnistía de este alcance sería impensable, pero entonces todo el mundo creyó ilusoriamente que ETA dejaría de matar (aunque lo había hecho unos días antes de aprobarse el proyecto de ley) si volvían a casa los detenidos, acusados y procesados por delitos de terrorismo cometidos después de la muerte de Franco: diecisiete asesinados en 1976 y doce en 1977, según datos del Ministerio de Interior. Por eso, la amnistía para funcionarios y agentes de policía pasó sin mayor comentario, no porque se perdiera su noticia entre el bullicio provocado por la salida a la calle de los presos políticos de la dictadura, como cree Paloma Aguilar.

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