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Crear huellas

Críticas ejemplares

Juan Benet, Jorge Luis Borges, Raymond Chandler, Julien Gracq, Giorgio Manganelli, Marcel Proust, George Steiner, Lyton Strachey, Edmund Wilson.

Bitzoc, Palma de Mallorca

Seleccionadas y presentadas por Félix de Azúa, Basilio Baltasar, Guillermo Cabrera Infante, Jean-François Fogel, Luis Goytisolo, Eduardo Mendoza, Elide Pittarello, Fernando Savater y Jorge Volpi.

204 págs.

11,21 €

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A la crítica literaria llegan aires saludables levantados por la convocatoria y el fallo reciente del Premio Bartolomé March, que en su primera edición ha distinguido a Andrés Ibáñez, a Ricardo Piglia y, con una mención especial, a la Revista de libros. La salubridad deriva de la apertura metacrítica que supone este premio, apertura que quizá permita a la crítica mirarse en el espejo y reparar en lo molesto de sus guiños o en el amaneramiento de su traza; y que, quizá también, contribuya a derogar la indeseable prebenda de impunidad a la que se acogen a veces los críticos.

Los miembros del jurado del Premio Bartolomé March ofician, en estas Críticas ejemplares, de anfitriones de escritores notables, y de comentadores de sus artículos críticos. Buena parte de los invitados son novelistas, por lo que se pudiera sospechar que sus presentadores (también mayoritariamente novelistas) han optado por ejemplarizar invirtiendo papeles, rebelándose y desagraviando; pero tales sospechas no son sino prejuicios perezosos que se desvanecen con la lectura del libro, que no escenifica ninguna ociosa disputa de autoridad.

No hay en el conjunto de artículos una unidad de postura crítica, ni tal cosa ha sido pretendida por los autores de la selección; no son tampoco ejemplos de ninguna práctica previamente sancionada por fórmulas teóricas, ni han creado tampoco escuela ellos mismos, aunque sí han dejado huella en la cultura crítica del siglo XX. Tienen también en común otra huella, que es la del quehacer literario de sus autores, traducida en una escritura que proscribe la terminología académica, reclama la parcialidad lectora, exhibe rasgos de estilo, ironía o mordacidad, y se dota a sí misma de cierto aire de relato. En este sentido, el caso más singular es el de Manganelli, quien reflexiona convirtiendo los conceptos en metáforas, haciendo de la literatura un personaje que va revistiendo diversos atuendos (la inmoralidad, el cinismo, la deserción, la anarquía, la ambigüedad, la provocación…) y que, en realidad, está produciendo el propio discurso que lo caracteriza, hablando de sí mismo con el mismo cinismo, ambigüedad y provocación que atribuye a su personaje.

Pero, más que por sus unanimidades, este libro se distingue por la variedad de sus propuestas, lo que no podría ser de otro modo, vistas las individualidades que en él se dan cita y visto el amplio recorrido del siglo XX que trazan las fechas de primera publicación de sus artículos. Unos hablan de la crítica literaria (Borges), otros la ejercen tratando de la literatura en general (Manganelli, Gracq), o tratando de un autor (Proust) o de un género (Chandler), o de una obra (Benet, Steiner, Strachey, Wilson). Algunos enjuician sin piedad: Strachey hunde las tragedias de Voltaire en el ridículo aplicando su ironía al único género en que el filósofo no hizo gala de la suya (ojo por ojo y risa por risa). Otros enmiendan la plana y ponen el dedo en la llaga con la astucia que da el oficio: Chandler disecciona una novela policíaca de Alan A. Milne para extraer los trucos que engarzan la trama y concluir que el problema de realismo no es de atmósfera, sino de construcción de la intriga, y también para sentenciar que «el realismo exige demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada información».

Los hay más benevolentes, como Proust, que, aunque deja claro lo poco que le gusta Flaubert, calibra la sentencia, y le reconoce una meritoria modernidad, cifrada en su capacidad de convertir la acción en impresión y localizada en el uso musical de los tiempos verbales; la impaciencia que rezuma este artículo no impide que se detenga a esbozar un análisis demostrativo, ni que prevalezca el respeto y la admiración por encima de la falta de simpatía.

Entre los estudiosos hábiles y amenos está Steiner, que matiza el parentesco del espíritu épico-heroico de Homero y Tolstói comparando la Ilíada y Guerra y paz. Atento a un único polo –el temperamento y la visión de ambos autores en sus respectivas obras––, el crítico no busca un juicio global, y este ajuste de lo ofrecido y de la expectativa es lección de sabiduría contenida. Wilson, con un proyecto más ambicioso, deja también agradecido al lector, al que pocas veces el Ulises de Joyce ha parecido tan abordable; con la aparente facilidad de un bailarín de depurada técnica, el artículo llena el espacio de piruetas críticas que trazan en el aire un complejísimo dibujo estructural sin por ello empañar su transparencia.

Benet aborda El rey Lear, y sobre él borda una seductora interlectura a la luz de lo que Azúa –su introductor– llama una «iluminación lateral». Los trazos de un cuento que nos viene de antiguo –la expresión de un mito– afloran en esta tragedia que no lo llega a ser del todo. Al paso, Benet –sin nombrar tales disciplinas– instila en su texto gotas de psicoanálisis, de antropología y de crítica estructuralista. A tales dosis y con esa maestría, no sólo el lector no se envenena con el plomo teórico, sino que le puede servir para desarrollar mitridatismo.

La variedad de las perspectivas críticas incita a proponer diálogos. ¿Qué opinaría Gracq de la filigrana estructural que encuentra Wilson en el Ulises? ¿La consideraría tan poco esencial como considera al conjunto de técnicas practicadas por el surrealismo, el existencialismo o el nouveau roman? ¿La tacharía de «ritual fatigoso de revolución permanente» característico de la literatura de su tiempo? ¿O salvaría finalmente al Ulises (como hace con el surrealismo) advirtiendo en él la «expresión de la totalidad del hombre, que es rechazo y aceptación mezclados»?

Sería también tentador imaginar qué respondería Proust –que titula su artículo «A propósito del estilo de Flaubert»– a la andanada que lanza Borges contra los críticos sometidos a una «superstición» que les lleva a hablar de «estilo» (término que en su opinión viene a significar «propiedad» o «corrección»). Después del rastreo de valores rítmicos a que Proust somete la gramática y la sintaxis de Flaubert, ¿cómo recibiría esta sentencia borgiana?: «La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación». Con una sola frase Borges consigue que se den por aludidos poetas de tiempos presentes y pasados, a los que, además, recrimina una «vanidad de la perfección» consistente en el deseo de no ver alterada la escritura de sus textos. Y, por si acaso, remata: «La página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba». Es decir, el arte como alma, o como «directa comunicación de experiencias, no de sonidos». Ciertamente, sobran las palabras.

Pero más que el diálogo sobre la literatura –que ya amenaza discusión–, nos interesa aquí el diálogo sobre la crítica que sugiere este libro. En los diversos textos introductorios a los artículos, la labor del crítico está caracterizada de maneras variadas, pero que no excluyen la conciliación; piensa Fogel que ha de señalar y evaluar los autores y los nuevos rumbos de la literatura que le es contemporánea: dar pistas y crear huellas; Volpi lo ve como alguien capaz de demostrar al lector las «condiciones de escritura» de un texto y «las redes que lo unen con su tiempo sin descuidar el lado formal y propiamente artístico de cada obra»; Basilio Baltasar discierne entre crítica literaria y periodismo cultural (y aún se podría nombrar a un tercer convidado a la mesa crítica, al que Azúa llama «ejercicio universitario»), lamenta el estropicio que causa en ellos la intervención del mercado y del lenguaje publicitario, y desemboca en una incisiva y atinada enumeración de «rasgos demasiado humanos» –la venganza por el tiempo perdido con un libro detestable, los compromisos de la vida social, el deseo de ser amado y temido al mismo tiempo, la rivalidad con el editor…– que son otras tantas explicaciones de los yerros de la crítica; para su enmienda propone una serie de «simulaciones éticas» que los interesados encontrarán de mucha utilidad.

La crítica literaria es esbozada de modo ligeramente más teórico por otros presentadores: Goytisolo anota que supone siempre un ejercicio de literatura comparada, aunque puede éste no encontrarse explícito, y Azúa habla de un «ánimo de esclarecimiento» asistido por un procedimiento que tiene mucho de intertextual (aunque él no utiliza esta malhadada y prostituida palabra). Para Pittarello, la literatura es «un fenómeno proteiforme que humilla la lógica dogmática» y un «viaje excéntrico» consistente en «descomponer los códigos, desplazar los signos», por lo que la crítica literaria ha de ser «la narración de esa aventura, tras la toma de distancia que implica la búsqueda de un método».

Pittarello parece sugerirle al crítico un papel de intérprete técnico sin por ello expulsarlo de la actividad creativa, y este asunto merece atención. No parece difícil aceptar que el escritor de literatura posea magisterio crítico –y estas Críticas ejemplares son testigo de ello–, o que, incluso, sea capaz de incluir tal práctica en el seno mismo de la obra literaria: una parte de la novela de la segunda mitad del siglo XX posee una conciencia tal de su propia escritura que se la ha llegado a considerar «novela de la novela»; y, de modo más general, críticos como Steiner han defendido que «toda forma seria de arte, de música, de literatura, es un acto crítico» (Reales presencias). En cierto modo pues, la literatura ha atraído hacia sí a la crítica y le ha ofrecido nupcias por las que ésta ha adquirido «derecho de residencia» en el terreno creativo. «Crear es inventar posibilidades, es decir, encontrarlas», dice J. A. Marina, y esto es precisamente lo que la crítica le hace a la literatura: inventarle posibilidades de lectura. Pero, naturalmente, compartir el terreno creativo no significa que literatura y crítica se confundan: la literatura basa su singularidad en la predominancia de un proyecto estético.

La literatura «desplaza los signos», dice Pittarello; la infidelidad a su significado convencional es la virtud de la palabra poética y literaria; la literatura es así lenguaje seducido, imantado y conducido hacia los límites del código lingüístico –hacia su exterioridad, hacia su alteridad–, desplazado por un «viaje excéntrico», por un extrañamiento. La incertidumbre sobre el recorrido y el destino es condición de este viaje, y, si algo puede hacer el crítico literario para entrever su estela, es precisamente dejarse seducir por el movimiento mismo en que se han visto envueltos los signos del lenguaje. El trazado crítico de ese viaje de seducción es en sí de orden creativo, pues la lectura anda sobre las huellas escritas, pero es ella la que marca el paso y, al reconocer huellas, las crea. La crítica convierte la sugerencia en evidencia, renuncia a la poesía y a la ficción literaria para inventarle a la literatura las fábulas teóricas y técnicas que organizan el viaje de su seducido lenguaje. Sus invenciones son, pues, una creación dependiente y disciplinada. Seducida y dependiente, la crítica cifra su orgullo en el acto de escritura que explicita la forma en que ha sido seducida. No es un magro consuelo. La crítica –que es al fin y al cabo una declaración de lectura– recuerda así a la literatura que el proyecto estético es estéril si no hay lector capaz de gozarlo.

A menudo se oye a la crítica entonar autoinculpaciones y ejercer sobre sí misma ironías que dicen más de sus complejos que de sus carencias. El propio Steiner abrió Lenguaje y silencio con una crueldad innecesaria: «Al mirar atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor?». No dudo de que a nadie le amargaría aunar la potencia estética y la creativa, pero se me ocurre que algunos castrados cantaban mejor que los enteros los goces que nunca podrían procurar. Y que su voz, de otra manera, también hacía que se estremecieran los cuerpos, y llegaba incluso, a veces, a enamorarlos.

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