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Antiglobalización: «In memoriam»

WHY GLOBALIZATION WORKS

Martin Wolf

Yale University Press, New Haven

IN DEFENSE OF GLOBALIZATION

Jagdish Bhagwati

Oxford University Press, Nueva York

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Existen dos razones que explican la pérdida de lustre del movimiento antiglobalización. Una, que los atentados del 11-S pusieron sobre el tapete el temor a que el triunfo de la ideología que los alentó haría irrelevante cualquier discusión respecto a los posibles costes y beneficios de la globalización; otra, que un examen detenido de las críticas lanzadas contra la globalización de la economía mundial demuestra la banalidad de su argumentación económica y los peligros sociales a que conduciría su puesta en práctica.

Los libros de Jagdish Bhagwati (JB) y de Martin Wolf (MW) son dos excelentes ejemplos de esta segunda corriente. El primero está escrito por un experto conocedor del comercio internacional, profesor antes en el MIT y ahora en la Universidad de Columbia, que desde hace muchos años ha brillado tanto en el campo de la teoría como en el de la investigación empírica; el segundo se debe a la pluma de un brillante publicista que, como funcionario del Banco Mundial, trabajó en la India, Kenia y Zambia para después dedicarse a la enseñanza en algunas universidades inglesas. Después de leer sus obras uno lamenta que ambos no se hayan puesto de acuerdo para fundir sus conocimientos en una única obra, habida cuenta de la similitud en los esquemas rectores de sus textos y de su visión de qué es la globalización, por qué fallan sus críticos y cuáles son los objetivos que los partidarios de la libertad de comercio deben seguir defendiendo, así como qué aspectos deben corregirse.

Tanto la parte I del libro de JB (titulada «Enfrentarse a la antiglobalización») como la de MW («El debate») examinan los fundamentos del movimiento antiglobalización, preguntándose sobre las ventajas que tendría el vivir en un mundo configurado por economías fragmentadas, con un mínimo de comercio entre ellas, y analizan las diferencias entre los grupos que basan sus críticas en los aspectos económicos y en las consecuencias sociales de la globalización y aquellos otros unidos por la visión de una «nueva sociedad civil», cimentada en un moderno idealismo, en el que tienen cabida la mayoría de las ONG más activas. Las partes II y III del libro de MW, más deudoras de las aportaciones de Mancur Olson y Douglass North de lo que el autor reconoce abiertamente, explican en detalle la visión que el autor tiene de qué es una «economía de mercado» y estudian las relaciones entre mercados y poderes públicos. Como experto en la teoría del comercio internacional, JB adopta otro enfoque: la exposición detallada de las múltiples falacias encerradas en las críticas a la globalización para deshacer la impresión según la cual ésta puede considerarse económicamente tolerable –en tanto que aumenta el tamaño de la tarta–, pero no socialmente benigna –pues su reparto es cada vez más desigual–. Es en las partes II y III del libro de JB («El rostro humano de la globalización» y «Otros aspectos de la globalización») y en la IV de MW («Por qué se equivocan los críticos») donde ambos autores examinan las críticas a los efectos ocasionados por la globalización y sus implicaciones sociales: pobreza, trabajo infantil, discriminación de las mujeres, ataques al medio ambiente, desequilibrios financieros, instrumentación de los organismos internacionales por las naciones más poderosas. Ofrecen sus propuestas y conclusiones en las partes IV y V de sus respectivos libros.

Una reseña de ambos libros, y por ende del fenómeno que analizan, requiere un examen, siquiera sea breve, de las críticas básicas que los antiglobalizadores hacen a lo que JB define como la «integración de las economías nacionales en la economía internacional por medio del comercio, la inversión directa […], los flujos de capital a corto plazo, las corrientes de trabajadores y de personas en general y los flujos de tecnología». Pero a fin de reducir a una extensión razonable esas críticas y los análisis de JB y MW a las mismas, resulta necesario limitarlas a algunos capítulos destacados, de los cuales he elegido los siguientes: el desarrollo económico, la desigualdad y la pobreza; el comercio mundial y la agricultura; el trabajo infantil; la inmigración; la influencia de las multinacionales; el capitalismo financiero internacional; la «excepción cultural»; y, por último, las ONG. Una vez rematado ese repaso estaremos en condiciones de comparar la labor crítica de ambos autores en esos campos –y en otros que no se mencionan, pero que exponen lúcidamente en sus obras, tales como el peligro para el medio ambiente, la explotación de la mujer o el deterioro de las condiciones de trabajo y la explotación salarial de los trabajadores– con las sugerencias y propuestas que tanto JB como MW ofrecen para «humanizar» la globalización. Entonces será posible advertir la magnitud de la tarea que queda por hacer, enjuiciar la eficacia de ciertas iniciativas recientes destinadas a remediar las miserias de quienes, paradójicamente, todavía no participan, ni poco ni mucho, en los beneficios de la globalización y, en resumen, comprender la utilidad de estos dos libros. G

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Cómo conjugar el desarrollo económico con la reducción de la desigualdad y la pobreza es, con justo título, una de las cuestiones que ha labrado la fama de los antiglobalizadores. Se trata de una de las más lacerantes, permanentes y de más fácil manipulación, tanto emocional como intelectualmenteQuizá el ejemplo más descarado de deshonestidad intelectual sea el artículo de Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique (mayo de 1998), citado por MW, en el cual, para subrayar el «crecimiento masivo de la desigualdad», comparaba la riqueza (que es un activo) poseída por las 358 personas más ricas del mundo con la renta anual (un flujo) del 45% de la población mundial más pobre.. La tesis según la cual la globalización ha aumentado la pobreza en el mundo y exacerbado la desigualdad no se tiene en pie, como demuestran JB y MW. Como bien afirma el primero, que el crecimiento reduce la pobreza es un argumento universalmente aceptado en economía al menos desde Adam Smith. Otra cosa es que ciertos modelos de crecimiento sean más eficaces que otros a la hora de luchar contra esa lacra o que no constituyan una panacea infalible, pues su eficacia relativa precisa políticas económicas complementarias adecuadas.

Ahora bien, como afirma MW después de examinar detenidamente las conclusiones de diversos estudiosDe la amplia bibliografía citada por MW a favor de la postura de la reducción de la pobreza destacan: Ximena Clark, David Dollar y Aart Kaay, «Decomposing Global Inequality, 196099», inédito, pero citado en el estudio del Banco Mundial titulado Globalization, Growth &Poverty, 2002; Surjit S. Bhalla, Imagine There´sNo Country: Poverty, Inequality and Growth in theEra of Globalization, Washington, Institute for International Economics, 2002; Xavier Sala i Martín, «The Disturbing `Rise' of Global Income Inequality», abril de 2002, y «The World Distribution of Income (Estimated from Individual Country Distributions)», mayo de 2002, ambos inéditos. Por el contrario, niegan esa tesis Branco Milanovic, «True World Income Distribution, 1988 and 1993: First Calculation Based on Household Survey Alone», octubre de 1999, también inédito, y Martín Ravallion, «Pessimistic on Poverty?»,The Economist,10 de abril de 2004, no citado por MW., si la globalización puede aumentar la renta de los países pobres, la antiglobalización la reduce con seguridad. MW se apoya sobre todo en los trabajos del Banco Mundial. Según uno de ellos, efectuado sobre 73 países en desarrollo durante el período 1980-1997,con una población conjunta en el último año de 4 millardos de personas, el grupo de 24 naciones con una población de 2,9 millardos que mostró una mayor apertura al comercio internacional vio crecer su renta media por persona en un 67%, mientras que el grupo restante, cuyo indicador de comercio internacional en relación con su PIB conjunto disminuyó, sólo creció en términos de renta por cabeza un 10%.Y si bien no puede afirmarse que todos los países del primer grupo adoptaron políticas liberales en el sentido socioeconómico de la definición habitual, es indudable que introdujeron medidas concretas que favorecieron una mayor liberalización de sus economías y una creciente integración internacional.

Ello deja, sin embargo, pendiente la delicada cuestión de la relación entre crecimiento y desigualdad. JB plantea, de entrada, una pregunta interesante: ¿por qué la desigualdad es tolerada mejor en Estados Unidos que en Rusia?Al lector acaso le interesen unos datos sobre la desigualdad en Estados Unidos. De acuerdo con el Census Bureau, en el año 2000 la porción de la renta nacional obtenida por el 20% con mayor renta creció entre el 44 y el 50%, y el 1% más rico controlaba el 38% de la renta nacional,mientras que el 80% más pobre era titular de sólo el 17%. Pero, por otro lado, el percentil inferior en la distribución de la renta estadounidense era, en términos de paridad de compra, sólo marginalmente más pobre que el mismo percentil en países tan igualitarios como Suecia, Dinamarca y Finlandia, y más acomodado que los de Gran Bretaña y Australia.. MW, por su parte, aporta un material estadístico interesante. Para empezar, señala que no hay nada paradójico en estos dos hechos, aparentemente contradictorios. Primero, que haya aumentado la distancia en términos absolutos entre la renta por cabeza de los países pobres y la de los más ricos, al tiempo que disminuía la relación o cociente entre esas rentas. La solución del misterio reside en que la distancia de partida entre dichas rentas era muy grande. Razonemos inicialmente en abstracto: tomemos la serie 1, 10, 100, 1.000, etc., y la serie 20, 60, 180, 540, etc. En la primera, cada elemento se obtiene del anterior multiplicándolo por el factor 10. En la segunda, por el factor 3. Los elementos de la primera serie superan a los de la segunda a partir del cuarto elemento. Pero, hasta el tercero, la diferencia entre los elementos correlativos aumenta. Demos ahora un ejemplo real. Supongamos, obviando el factor de la paridad del poder de compra, que la renta por cabeza en Estados Unidos es hoy de 37.500 dólares y la de China de 7.500 dólares, y que China, manteniéndose estables las poblaciones, crece anualmente un 4,5% más que Estados Unidos. Un cálculo sencillo permite comprobar que el país asiático alcanzará la renta por cabeza del americano transcurridos 35 años, pese a que la diferencia absoluta entre las rentas aumente al principio.

El segundo hecho se refiere a cómo se contabilizan los países: si como unidades del mismo peso, o ponderados de acuerdo con la población. Si lo primero, es verdad que el cociente entre las rentas por cabeza, tomando los países más pobres y los más ricos, sigue aumentando. Pero estaremos comparando a Estados Unidos con, por ejemplo, Sierra Leona, que es un país poco poblado. Si introducimos en el cálculo a la India o a China, vemos que la proporción de la población mundial que está empeorando en términos relativos tiende afortunadamente a la baja. Por ello, en períodos históricos dilatados se observa que el crecimiento de la desigualdad –tendencia que comenzó a variar a partir de 1980– se debió a la desigualdad entre naciones y no entre las personas que las componían. Pero, centrándose en el siglo XX, el factor determinante de la desigualdad individual parece deberse a las variaciones relativas en la riqueza de las naciones, y de ahí que la reducción en la desigualdad observada en las dos últimas décadas sea debida, fundamentalmente, al rápido crecimiento experimentado en China, India y otros países del Lejano Oriente y de la cuenca del PacíficoStanley Fischer analiza estas cuestiones en «Globalization and its Challenges», AEA Papers and Proceedings,American Economic Review, vol. 93, núm. 2, mayo de 2003. Muy recientemente, el premio Nobel Paul A. Samuelson, en un artículo publicado en el Journal of Economic Perspectives, vol. 18, núm. 3, verano de 2004, con el alambicado título de «Where Ricardo and Mill Rebut and Confirm Arguments of Mainstream Economists Supporting Globalization», ha intentado demostrar que la versión actualizada de la clásica teoría de los costes comparativos en el comercio internacional aplicada hay a la producción de determinados bienes y servicios por parte de países en desarrollo –fenómeno conocido en inglés con el término outsourcing– puede llevar a un resultado contrario al aceptado hasta ahora: a saber, que los países ricos, y no sólo determinados sectores de su población, sufran pérdidas netas de renta a favor de los países menos desarrollados. Sin embargo, los datos aportados por dos trabajos posteriores ponen en sordina los temores de Samuelson. El primero lo firman Bhagwati, Panagariya y Srinivasan, y fue publicado en el siguiente número de la citada revista (otoño de 2004); el segundo –que cuenta con la ventaja de que ninguno de sus autores es indio, lo cual le libra de toda sospecha– es obra de Scott Bradford, Paul Grieco y Gary Hufbauer, y con el título «The Payoff to America from Global Integration» forma parte del libro TheUnited States and the World Economy: ForeignEconomic Policy for the Next Decade que, editado por Fred Bergsten (director del Instituto desde su fundación y presidente del «G-8 en la sombra»), está a punto de ser publicado por el Institute for International Economics. Según sus cálculos, entre 1950 y 2003 los beneficios para la economía estadounidense derivados de la mayor variedad de productos que la apertura comercial ha puesto a disposición del consumidor, así como las mejoras en la productividad de las empresas americanas, debidas a la competencia exterior, equivalen a una contribución anual del orden del 8,6%.Y añaden que la liberalización en el sector servicios puede reportar mayores ganancias que las obtenidas hasta ahora a través de la agricultura y la industria: concretamente de entre 450 millardos y 1,3 billones de dólares anuales si Estados Unidos firmase un tratado con sus principales socios comerciales liberalizando completamente los servicios. De tan sustanciales beneficios habría que descontar unos 45 millardos de dólares en concepto de pérdidas por desaparición de puestos de trabajo en sectores incapaces de resistir la competencia exterior..

Así entendido, el debate conviene centrarlo más en la pobreza que en la desigualdad y, sobre todo, en la lucha contra la pobreza extrema, definida por el Banco Mundial como la renta de 1 dólar diario a los precios internacionales de 1985. Pues bien, según ese organismo, entre 1987 y 1999, la zona del Lejano Oriente y la cuenca del Pacífico vio reducirse la población que vivía en condiciones de extrema pobreza en 139 millones de personas (de las cuales 89 millones eran chinas), lo cual contrasta con el paupérrimo descenso observado en América Latina y el Caribe (7 millones de personas solamente), pero, sobre todo, con el aumento de la pobreza en Europa y Asia Central (23 millones). El sur de este último continente (14 millones) y, especialmente, el África subsahariana (98 millones más) son dos zonas críticas.Si nos atenemos a la relación entre población en condiciones de extrema pobreza y población total, a finales del siglo XX la evolución descrita indicaba que casi la mitad de la población subsahariana era pobre de solemnidad, mientras que en China la relación no llegaba al 18%, habiendo aumentado en Europa y Asia Central durante esos trece años del 0,2 al 5,1%.

Las Naciones Unidas establecieron en el año 2000 un programa llamado «Objetivos de Desarrollo del Milenio» (ODM). Dichas metas se centraban en ocho apartados en los cuales debían alcanzarse mejoras cifras para el año 2015 en relación con el de partida (1990) y con un coste total de 50 millardos de dólares. Ejemplos de los mismos son la reducción a la mitad de la mortalidad infantil, en un 66% la de la materna, controlar en un 75% la expansión del sida y formar una «asociación global para el desarrollo».A finales de 2003, según un informe del citado organismo para ese año, casi todos los países del Sudeste asiático –con la excepción de Camboya– están en condiciones de cumplir en 2015 con los objetivos fijados, mientras que los del África subsahariana no han registrado progreso alguno en cualquiera de los ocho ámbitos establecidos: Níger, por ejemplo, registraba una mortalidad infantil de 265 niños menores de cinco años por mil nacidos, cuando el objetivo está cifrado en 107El artículo titulado «Recasting the case for aid», publicado en The Economist (22 de enero de 2005), ofrece una breve reseña del último informe de la ONU a propósito del programa ODM..

El problema en ese segundo grupo de países es que indefectiblemente necesitan ayuda y ésta jamás es suficiente. En 2003, el total de la ayuda oficial concedida alcanzó la cifra de 68,5 millardos de dólares, el 0,25% del PIB conjunto de los países donantes y, por tanto, lejos del 0,7% que constituye el compromiso oficial. Más concretamente, la ayuda canalizada para luchar contra el sida fue ese año de 4,7 millardos de dólares, pero las Naciones Unidas cifran en 12 millardos los fondos necesarios en 2005 y en 20 millardos en 2006. Nadie duda que el dinero preciso para combatir esa enfermedad es uno de los medios más eficaces para ayudar a los países pobres, pero no pocos escépticos recuerdan que, según los expertos, entre 1950 y 1995 los países occidentales canalizaron un billón –un millón de millones– de dólares en préstamos a los países subsaharianos y que se calcula que un 80% se ha fugado a cuentas abiertas en bancos occidentales a nombre de altos dignatarios de tan desgraciadas y corruptas comunidades políticas.

Pobreza y desigualdad forman un binomio estremecedor. Los autores de los libros aquí reseñados documentan la importancia del libre comercio y del crecimiento para reducir ambas y subrayan que son aquellos países que se han negado a participar en el proceso de globalización los que se han sumido cada vez más en la pobreza y registrado mayores desigualdades entre sus ciudadanos. Del otro lado se encuentran teóricos y políticos, llenos de buenas intenciones, que propugnan, los primeros, la idea según la cual lo más importante no es el crecimiento sino la redistribución de la riqueza acompañada de más cuantiosas ayudas de los países desarrollados, mientras que los segundos proponen medidas concretas tales como un impuesto sobre los movimientos de capital, facilidades de financiación internacional, abaratamiento en el coste de las remesas de los inmigrantes, fondos éticos para financiar objetivos tales como la promoción del empleo, el respeto ecológico o la regulación de los mercados financieros, su persistente bestia negra, amén de sugerencias tan «precisas» como la formación de «una masa crítica de pensamiento de un nuevo desarrollo»Entre los teóricos destacan los profesores americanos Paul Krugman y Joseph Stiglitz, que difundieron sus ideas en las Jornadas finales del Fórum de Barcelona; entre los políticos en activo, jefes de Estado y de gobierno como Luiz Inácio Lula da Silva, Ricardo Lagos, Jacques Chirac y José Luis Rodríguez Zapatero reunidos en el otoño de 2004 durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, y entre los retirados, ex jefes de gobierno como Felipe González, Lionel Jospin y Antonio Guterres..

La libertad de comercio, uno de los principios sacrosantos de los defensores de la globalización como JB y MW, tiene en el manejo de los aranceles uno de sus peligros más claros. Si esos obstáculos, además, se manejan por los países ricos como un medio de forzar a las naciones pobres a abrir sus mercados a los productos por ellos fabricados al tiempo que se dificulta la exportación de los bienes provenientes de aquéllas –generalmente productos agrícolas y otras materias primas–, entonces la acusación de hipocresía parece estar bien fundada. Todos deben felicitarse, por tanto, por el compromiso en pro de la liberalización del comercio mundial, alcanzado por la Organización Mundial del Comercio (OMC) a comienzos de agosto de 2004 y basado en la reducción de las subvenciones agrícolas que fundamentalmente la Unión Europea y Estados Unidos conceden a sus agricultores, y que el Banco Mundial cifra en 250 millardos de euros anuales. Esos recortes afectarán también a los países en vías de desarrollo –como el llamado «G20», en el cual se incluyen potencias tales como China, India o Brasil–, con la única excepción de los cinco miembros más pobres de la OMC. Como indica MW, en naciones tales como Mozambique, Nicaragua, Camerún, Honduras,Tanzania o Paraguay, más de la mitad de los ingresos por exportaciones de mercancías provienen de la venta de materias primas diferentes del petróleo, algo parecido a lo que les sucede a 37 países del África subsahariana, calificados por el Banco Mundial y el FMI como «Países pobres muy endeudados».

En esta cuestión del grado de protección que los países ricos establecen para defender algunas de sus industrias y trabajadores se observan matices diferentes entre JB y MW. El primero no duda en insistir en que el grado de protección es en los países pobres significativamente más elevado que en los ricos y, así, señala que tras la celebración de las sucesivas rondas negociadoras para la reducción de aranceles, especialmente después de la concluida en Uruguay, puede afirmarse que existe una asimetría en el comercio mundial a favor de los países en desarrollo, que aplican aranceles en los productos industriales, en los textiles y en el vestido superiores en más del doble a los vigentes en los países industrializados. Únicamente en los productos agrícolas las diferencias son más moderadas (un 29% por término medio superiores a las de los países ricos), a lo que cabría añadir el tratamiento preferencial del que gozan algunas naciones del Caribe y africanas para la exportación de productos como el algodón, el azúcar o los plátanos. Con todo, el profesor de Columbia acepta que esa protección arancelaria de los países ricos sigue siendo mayor en los productos industriales intensivos en mano de obra que los países pobres les venden y que, justamente, son los más beneficiosos para el despegue económico de estas últimas naciones.

MW, sin embargo, se separa de las tesis de JB y no duda en calificar de «hipocresía de los ricos» el hecho de que, siendo los aranceles medios de los países desarrollados del orden del 3%, en los productos agrícolas son el doble y en aquellos productos intensivos en mano de obra (textiles y ropa, por ejemplo) superiores al 15%. A tal efecto cita un estudio publicado en 2002 por el Progressive Policy Institute, con sede en Washington, según el cual los países menos desarrollados del mundo se enfrentan a aranceles entre cuatro y cinco veces más elevados que los de las economías más desarrolladas y apunta el caso de Bangladesh, con una renta por cabeza de 370 dólares, pero cuyas exportaciones a Estados Unidos en 2001 soportaron unos aranceles totales por valor de 331 millones de dólares y un tipo medio del 14,1%, en tanto que las exportaciones francesas en el mismo ejercicio, que fueron trece veces más elevadas, se vieron gravadas con un tipo medio del 1,1%. No obstante, una conclusión equilibrada que se deduce de los argumentos de ambos autores es que la liberalización del comercio es un objetivo deseable en sí y que, a la hora de hacer concesiones, son los países ricos quienes deben ofrecer más; pero ello significa, también, que las naciones en vías de desarrollo han de estar preparadas para acometer reformas internas con objeto de obtener los máximos beneficios de la liberalización. En caso contrario, no les servirá para casi nada, salvo para seguir quejándose, lo cual es poco útil.

El trabajo infantil es otra lacra que sus críticos apuntan en el «debe» de la globalización, sin pararse a pensar desde cuándo existe la explotación de los menores y si, acaso, como apunta JB, no hay menores explotados en países como, por ejemplo, Estados Unidos. Pero, aun así, la acusación se mantiene y se afirma que aquélla ha favorecido el trabajo infantil al empobrecer a las familias en numerosos países en desarrollo, obligándoles a complementar sus magras rentas con el trabajo de sus hijos.

Pero, como aclara JB, pues MW no incluye esta cuestión en su examen de las falacias propagadas por los antiglobalizadores, un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), publicado en 2002, informaba que a finales del siglo XX había entre cien y doscientos millones de niños menores de quince años trabajando, de los cuales el 95% lo hacía en países pobres y, principalmente, asiáticos«Child Labor Surveys: Results of Methodological Experiments in Four Countries, 1992-1993», Organización Internacional del Trabajo, Ginebra, 2002.. Pero estamos ante un viejo problema que nada tiene que ver con la globalización; más bien, como apunta JB, en la medida que ésta reduce indudablemente la pobreza, sus efectos aceleran la tendencia natural a la disminución del trabajo infantil e impulsan correlativamente la tasa de escolarización. Ese fenómeno –contrastado por estudios de campo realizados en países tan diferentes y alejados entre sí como Vietnam, Tanzania y Bangladesh– se apoya en el más elemental análisis económico, que demuestra cómo la mejoría en la renta familiar provoca la decisión paterna de enviar a sus hijos a la escuela. Por el contrario, medidas acaso bienintencionadas consiguen el efecto contrario.Así sucedió con la Child Labor Deterrence Act –aprobada por el Congreso estadounidense en 1993–, que prohibía la importación de artículos textiles en cuya fabricación hubiesen trabajado niños, y que provocó el despido de numerosos adolescentes empleados en fábricas textiles en Bangladesh, cuyas familias, incapaces de compensar a corto plazo con más trabajo de los adultos la pérdida de los salarios familiares, les incitaron a la pequeña delincuencia o a la prostitución.

Junto al trabajo infantil, la inmigración –o los flujos internacionales de personas, como los denomina JB– es otra de las cuestiones candentes utilizada para subrayar la maldad intrínseca de la globalización. Hoy en día, aproximadamente 175 millones de personas –algo menos del 3% de la población mundial– se desplaza fuera de sus fronteras nacionales por un tiempo superior al año. Aun teniendo en cuenta las diversas repercusiones de esos movimientos poblacionales, estamos hoy en día lejos de la relevancia alcanzada en el siglo XIX, cuando la inmigración afectó nada menos que al 10% de la población del planeta. A tan actual cuestión –igualmente pasada por alto por MW– aplica JB su terso análisis económico para concluir con un tono de cansado pesimismo. Afirma que mientras se mantenga la actual desigualdad en la riqueza de las naciones y las oportunidades de mejorar en ella implícitas, ni las amenazas ni las promesas a los gobiernos de los países de origen, y mucho menos el control de las fronteras, resultarán efectivos para contener a los inmigrantes ilegales. Ante semejante evidencia, el lector que pudiese esperar recetas más sustanciosas quedará seguramente decepcionado al observar, como conclusión, que a los gobiernos de los países desarrollados sólo les queda la solución de implantar políticas que «minimicen los costes sociales y maximicen los beneficios económicos de la inmigración»El lector español interesado en estas cuestiones dispone de un excelente conjunto de artículos,complementados con una rica información estadística, en «Inmigración en España», Papeles de Economía Española, núm. 89, 2003..

Es ya hora de que en esta reseña hagamos aparecer en escena a uno de los principales malvados al servicio de la globalización: las multinacionales. Dos son las acusaciones principales que contra ellas se hacen: olvidar a los países que más las necesitan y explotar a aquellos –y a sus trabajadores– donde sientan sus reales, guiadas únicamente por la descarnada búsqueda de beneficios.

No faltan ejemplos de grandes compañías que han explotado a los países débiles o, incluso, conspirado para cambiar, violentamente si era necesario, regímenes políticos que no se plegaban a sus intereses. Pero los argumentos económicos habitualmente empleados –explotación de los trabajadores, olvido sistemático y generalizado de sus derechos laborales, inversiones tramposas y otras acusaciones semejantes– raramente están apoyados por la realidad; más bien al contrario, y así lo prueban detalladamente tanto JB como MW.

Ahora bien, ello no exime a las multinacionales de la acusación de promover y defender decisiones perjudiciales para los países en desarrollo. Nuestros dos autores comentan un amplio repertorio que incluye, por ejemplo, las maniobras de las industrias farmacéuticas para convertir la OMC en una oficina recaudadora de derechos de patentes bajo la amenaza de imponer sanciones comerciales a los países pobres que no pueden permitirse ni dejar de emplear ciertos fármacos ni pagarlos a los precios impuestos por sus fabricantes en los países ricos; o los esfuerzos para exonerar a ciertos productos, cuya comercialización en Estados Unidos está prohibida por la Food and Drug Administration, de esas reglas para venderlos en los países en desarrollo; o, a la inversa, presionar para imponer a esos países ciertos criterios existentes en las naciones más avanzadas, como sería el caso del empleo de DDT, prohibido en estas últimas por sus efectos dañinos sobre el medio ambiente pero cuyos beneficios en la lucha contra la malaria en la India superan los perjuicios medioambientales que pueda producir en el gran país asiático.Y es que, como concluye JB, las multinacionales deberían admitir una responsabilidad social basada en dos premisas: lo que deberían hacer –en este caso, respeto a una serie de códigos de conducta voluntarios tales como la Propuesta de Normas Sociales sugerida por el secretario general de las Naciones Unidas– y lo que no deberían hacer, es decir, adquirir el compromiso de rechazar las oportunidades que una legislación más laxa o una capacidad de influencia mayor les otorga en otros países, pero de las que han dejado de gozar en el suyo propio. En resumen, y como lapidariamente escribe MW, «las corporaciones no son más poderosas que los países y no dominan el mundo por medio de sus marcas. Es también evidente que las inversiones benefician a los países receptores de las mismas, si existen las políticas adecuadas y, sobre todo, a los trabajadores que aquellas emplean. Muchos de los que protestan contra las condiciones de los trabajadores en los países en desarrollo están comparándolas con las de su propio y feliz Estado, no con las a menudo horrendas alternativas a las que se enfrentan los pobres del mundo»Un buen ejemplo es el artículo de David Dusster, «Fábricas de sol a sol»,La Vanguardia, 18 de julio de 2004. .

Si alguna virtud didáctica puede atribuirse por propios y extraños al fenómeno de la globalización en su versión más moderna es la de corroborar la impresión según la cual algunos de los problemas económicos más complicados son de carácter internacional.Y es que no en balde la economía internacional es, después de las Finanzas Públicas, la segunda disciplina, en su doble vertiente teórica y práctica, más antigua en el campo de la política económica de cualquier estado desarrollado. No es de extrañar, pues, que las dos obras aquí reseñadas dediquen una atención especial a los peligros de una apertura excesivamente rápida a los movimientos de capital a corto plazo, tomando como referencia la crisis que en 1997-1998 azotó a Tailandia, Indonesia, Malasia, Corea del Sur y Filipinas, con sus ramificaciones posteriores en Rusia y Brasil, y que en el curso de esos dos años ocasionó una reducción en la renta disponible del orden del 15% en el conjunto de los cinco países primeramente citados, al tiempo que incrementó considerablemente su deuda pública viva para financiar el rescate de sus sistemas bancarios. Retrospectivamente, es posible evaluar ahora los errores cometidos y adjudicar los correspondientes tantos de culpa a los auténticos responsables. Era evidente entonces, como lo es hoy, que esos países carecían de las instituciones y las prácticas financieras adecuadas para manejarse en un régimen de libertad de movimientos de capital, y los organismos internacionales debían saberlo y oponerse por tanto a las presiones interesadas de lo que JB denomina el «complejo Wall Street-Tesoro». Si esos u otros países parecidos apuestan por una rápida integración en los mercados internacionales de capitales, es preciso que antes hayan acometido reformas institucionales profundas, centradas tanto en el campo de la regulación de los mercados financieros como en las propias instituciones públicas encargadas de regularlos. Gran parte, si no todas esas cautelas, debieron formularse por el FMI, pero ello no es óbice para reconocer que el Fondo no fue responsable de muchas decisiones políticas equivocadas adoptadas por algunos de los gobiernos citados: MW cita como ejemplos la obligación impuesta por las autoridades coreanas a sus bancos de endeudarse a corto plazo únicamente en divisas o de defender a ultranza el tipo de cambio de su moneda, un error compartido por TailandiaJoseph E. Stieglitz definió las políticas del FMI como «una mezcla de ideología y mala política», y en su libro El malestar de la globalización utilizó el ejemplo de Argentina como una de las muestras más recientes de la incompetencia del Fondo. Como intenté explicar en mi recensión de esa obra (Revista de libros, núm. 70, octubre de 2002, pp. 3-5), Argentina es, precisamente, uno de los casos más claros de un país cuyos gobiernos han adoptado desde hace muchas décadas todas y cada una de las decisiones equivocadas para instrumentar las políticas menos convenientes..

Lo que la crisis reveló –y el análisis económico siempre ha puesto de relieve, como recuerdan JB y MW– es que la integración y participación activa en los mercados de capitales suele resultar beneficiosa para las economías, pero que esos beneficios sólo se obtienen si antes de integrarse el país en cuestión ha experimentado una etapa de crecimiento estable y cuenta con mercados y mecanismos reguladores adecuados. Y es más, existen pocas dudas de que el crecimiento económico de cualquier país depende en mayor medida de su capital humano y de su marco social y político que de los flujos de capital que reciba, aun cuando en ocasiones la llegada de capital extranjero puede fomentar reformas largo tiempo pospuestas, así como un uso más eficiente de los recursos domésticos.

Antes de referirme a un agente fundamental en la crítica a la globalización –a saber, los organizaciones no gubernamentales (ONG)–, me permitirá el paciente lector una breve referencia al análisis que JB dedica a la llamada «excepción cultural»: es decir, aquellos «bienes y servicios» que deberían estar protegidos de las fuerzas del mercado. El argumento es sencillo: la globalización pone en peligro las culturas nacionales y transforma la riqueza de la diversidad en un páramo acotado por los uniformadores intereses yanquis. Pero, como apunta con cierta ironía JB, «el auge del multiculturalismo y la celebración de la etnicidad más bien que su extinción son fenómenos modernos que desafían las sombrías predicciones de los pesimistas globalizadores». JB censura las soluciones adoptadas en Francia –tales como las cuotas de pantalla o recargos en el precio de las entradas para subvencionar las películas nacionales–, pero su propuesta –las subvenciones presupuestarias– revela una ingenuidad pasmosa respecto a los efectos letales de aquélla sobre la cultura.Y es que ese sistema existe en España con el nombre de «ayudas a la producción» y no se imagina nuestro autor las triquiñuelas a que da lugarEs ilustrativa a este respecto la polémica mantenida por Mario Vargas Llosa y Vicente Molina Foix, apoyado por Fernando Trueba, en las páginas de El País, 25 y 29 de julio y 20 de agosto de 2004..

Si los organismos financieros internacionales suelen ser el blanco de todas las críticas cuando de globalización se habla, resulta impensable que una persona interesada en estas cuestiones no tenga el gusto de ser presentada a las ONG, las organizaciones que con tanto empeño, y a veces con tan pocos títulos, se erigen en defensoras de las causas justas en nuestro planeta. MW se refiere a ellas como «antiglobalizadores.com» y también como «colectivistas del nuevo milenio», despachándolas con un sucinto análisis que comienza dividiéndolas en dos grandes grupos: los que defienden intereses económicos añejos –por ejemplo, los sindicatos– con argumentos mínimamente racionales, y quienes, movidos por propósitos idealistas y organizados en torno a circuitos de movilización, se aglutinan más tras lo que no quieren que a favor de lo que defienden, y ello sin importarles un bledo que los hechos y el análisis económico refuten una y otra vez sus tesis.

JB, por el contrario, se detiene en un estudio más minucioso y, acaso, benévolo. Esa indulgencia comienza con la identificación de la génesis de esos grupos nada menos que en los movimientos civiles surgidos en los países del Este de Europa como vanguardia de su rebeldía contra el comunismo que les ahogaba. El dilema surgió cuando aquél se derrumbó y hubo que hacerse cargo de la pesada tarea de gobernar y convencerse que lo que ellos llamaban «política de valores» no podía reemplazar la política de los procesos democráticos. Había, pues, que encontrar un camino mediante el cual la sociedad civil, organizada en asociaciones de ciudadanos preocupados en la defensa de agendas sociales progresistas, pudieran actuar en paralelo en lugar de sustituir a los procesos electorales democráticos. Así nacieron en muchos países europeos y en Estados Unidos ONG que a partir de un cierto momento, entendieron que sus preocupaciones e intereses las empujaban a actuar en la escena mundial. El caso es que, a pesar de su pérdida de peso a raíz de los atentados del 11 de septiembre, constituyen hoy en día un elemento relevante en el fenómeno de globalización económica,y sus argumentos sobre las amenazas que aquél encierra para el bienestar de nuestro planeta no pueden ignorarse por muchas y justificadas críticas que puedan hacerse a su arrogancia, falta de transparencia y sesgos en su actuación, derivados en buena medida de las profundas diferencias que separan las visiones de las ONG en los países ricos y las de las naciones pobres. G

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Después de tan exhaustivo estudio, ¿qué conclusiones ofrecen nuestros autores? La parte IV del libro de JB (cuatro capítulos con 41 páginas y algo más del 15% de la obra) busca «resumir» las recomendaciones del autor sobre cómo aprovechar las ventajas de la globalización económica. La premisa esencial es que esas ganancias se acrecentarán si la globalización está debidamente gestionada, lo cual requiere una «gobernanza adecuada». Esta ordenación ilustrada debe pretender principalmente la promoción de instituciones y de políticas que mitiguen las consecuencias depresivas del ciclo económico y acorten su duración. En los países en desarrollo es imprescindible que su integración en la economía mundial cuente con ayuda exterior pero que sea aplicada internamente con el fin de suavizar los siempre penosos programas de ajuste. Ese apoyo ha de extenderse también al diseño y puesta en práctica de las instituciones capaces de enfrentarse a los retos derivados de la apertura creciente a los mercados internacionales, para lo cual es imprescindible la cooperación de las instituciones internacionales especializadas en el desarrollo. Éstas deberían abstenerse de aconsejar una integración demasiado rápida –el caso de Rusia es un buen ejemplo– y distinguir entre la liberalización de movimientos de capitales –que puede provocar consecuencias desastrosas– y liberalización comercial, cuyos beneficios son más evidentes en cuanto que la apertura de los mercados a la competencia exterior constituye el mejor antídoto contra los monopolios domésticos.

A veces, como afirma JB, la liberalización comercial está condicionada por las ayudas financieras, a corto y largo plazo, concedidas por el FMI y el Banco Mundial. Ahora bien, ha sido frecuente que ambas instituciones formularan condiciones contradictorias para apoyar la vuelta de un país a la senda de liberalización en sus políticas comerciales. Es cierto que las políticas defendidas por el Fondo y el Banco no han evitado desastres sonados –Rusia, Argentina y algunos países del Lejano Oriente–, pero es injusto adjudicarles toda la culpa, olvidando que la actuación de los respectivos gobiernos nacionales fue un ejemplo de supina y a la par arrogante ignorancia.Ambas instituciones, y en menor medida la OMC, precisan reformas, pero prescindir de ellas originaría más problemas que beneficios a los países que luchan contra la pobreza.

Después de escribir 306 densas páginas en su defensa, era lógico que MW cifrara sus esperanzas en el mantenimiento del proceso de integración económica internacional iniciado hace casi treinta años a condición de evitar posibles rivalidades derivadas de la lucha por la hegemonía política –especialmente entre Estados Unidos y China–, mantener la estabilidad económica mundial y rechazar el proteccionismo comercial o el triunfo de ideas extremistas radicales que engañen con falsas promesas. Pero incluso si se esquivasen esos escollos quedaría pendiente el gran desafío de asegurar la continuidad del proceso de convergencia que permitiría a los países que actualmente perviven en un círculo vicioso –que enlaza miseria económica, paupérrimos niveles de vida y corrupción política– aprovechar las oportunidades ofrecidas por la ayuda internacional y los modelos de funcionamiento de los países ricos y democráticos.

El éxito de semejante proceso exige, en su opinión, la consolidación de un proceso de «integración jurisdiccional», entendiendo por tal el mecanismo de compromiso que, a semejanza de la Unión Europea, impone a los participantes la aceptación de determinadas obligaciones como la libertad de comercio, de personas y de capital, de forma que, junto con el adecuado marco político, la desigualdad se reduzca y desaparezca paulatinamente la pobreza. A falta de un gobierno mundial, la mera existencia de casi 200 estados diferentes garantiza, en opinión de MW, la persistencia de la desigualdad y la pobreza. Al final, MW se pregunta cómo conciliar la realidad de un mundo dividido en multitud de Estados radicalmente diferentes en riqueza, educación y respeto a los derechos humanos con el fomento de las oportunidades ofrecidas por la integración económica internacional. Desde luego, asegura, no será plasmando las recetas de los partidarios de la antiglobalización.

Si tuviera que resumir los méritos que los dos libros reseñados ofrecen al lector, diría que JB presenta un análisis económico demoledor de las tesis básicas manejadas por los antiglobalizadores, lo cual no le impide compartir bastantes de sus indignaciones, aunque ello le lleve en ocasiones a propuestas ingenuas para una persona de su experiencia. El valor esencial de la obra de MW reside en la insistencia con que defiende la necesidad de un equilibrio entre libre mercado e intervención pública, subrayando cómo la pobreza de las naciones más desasistidas se explica en buena parte porque sus Estados han sido, y continúan siendo, incapaces de asegurar a sus ciudadanos los servicios mínimos que cualquier aparato público está obligado a suministrar a quienes de él dependen, tanto más cuanto más necesitados estén.

Una vez más me veo obligado a referirme al triste sino de muchos países del África subsahariana, y por buenas razones, creo.A finales del siglo XX se registraban en esa zona el doble de guerras civiles que en los años sesenta y en una de ellas, la librada en el Congo, habrían perecido entre 1998 y 2000 entre tres y cuatro millones de personas, según el Banco Mundial. A ello se une un dato estremecedor: de acuerdo con algunos expertos cualificados, el origen de la pandemia del sida se explica por la extensión de un pequeño foco localizado a través de las violaciones masivas ocurridas durante la década de los años setenta en la guerra civil que asoló Uganda. Estos y otros muchos conflictos domésticos suelen presentar cuatro rasgos comunes: rentas bajísimas, crecimiento económico débil, elevada dependencia respecto a la exportación de materias primas, tales como el petróleo o los diamantes, y dedicación de un elevado porcentaje del PIB –entre el 3 y el 5%– a mantener ejércitos cuya lealtad es siempre sospechosa. Resulta evidente que, siendo el restablecimiento de la paz un requisito imprescindible –lo que exigiría una implicación más decidida no sólo de la ONU sino de las grandes potencias–, esos países precisan más globalización y no menos. Globalización entendida como más comercio internacional con aranceles menores, crecimiento interno sostenido que les permita gastar en sanidad y educación, lucha contra la corrupción –lo cual atraerá inversión extranjera– y ayuda de organismos internacionales para tareas tan diversas como el control de la inflación o el establecimiento de sistemas legales eficacesHay autores serios que sostienen la curiosa teoría según la cual la corrupción disminuirá cuanto más ayuda exterior reciba la administración corrupta.Véase Jeffrey Sachs et al., Ending Africa´s Poverty Trap, Washington, Brookings Institution, 2004..

A finales de septiembre de 2004, un grupo de economistas destacados –y otros que intentan parecerlo– unidos, con alguna excepción, por una profunda desconfianza en los efectos de la globalización, redactaron en Barcelona la denominada «Agenda de Desarrollo de Barcelona»El País, 1 de octubre de 2004, p. 79. Véase también el trabajo de Iliana Olivié, La Agenda del Desarrollo de Barcelona: ¿es posible un postConsenso de Washington?, 13 de enero de 2005, en www.r-i-elcano.org.. Después de señalar los avances registrados por los países en desarrollo a lo largo de estos últimos años y constatar la persistencia de algunas tendencias preocupantes, subrayaron siete cuestiones generales a las que concedían la máxima prioridad. Curiosamente, y con matizaciones sensatas, que tanto JB como MW comparten en sus libros, de su lectura se desprende una conclusión clara: las lecciones explicadas por ambos comienzan a horadar la coraza de algunos de sus críticos más doctrinarios.

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