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Circuito abierto

CORTOCIRCUITOS. IMÁGENES MUDAS

Félix de Azúa

Abada Editores, Madrid

90 pp.

26 €

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«El reconocimiento no es nada espontáneo o natural […] la comprensión inmediata que creemos tener sobre algunas cosas no es sino el conjunto de nuestros prejuicios, es decir, de nuestras ideas adquiridas: la ignorancia de lo que ignoramos.» Son palabras de Félix de Azúa tomadas del breve aviso al lector que de algún modo dan el tono a esta recopilación de ensayos de procedencia diversa, publicados ahora por Abada.Tres propuestas de interpretación de iconos espigados entre el top ten del repertorio cultural de Occidente: la construcción fallida de la Torre de Babel; la caída de Adán y Eva en el Pecado Original; y la representación del desnudo femenino, de las Venus de Tiziano a la Olympia de Manet (los tres últimos artículos, en realidad, conforman una manetiana que ahonda en las razones que hacen de su pintura una verdadera caja de Pandora de la que han ido saliendo todos los espectros y avatares de la modernidad y posmodernidad artística).

Ensayos sobre temas dispares, como se ve, pero cuya reunión no es puramente coyuntural. La preocupación común existe: es precisamente la de combatir nuestro modo de «ignorar lo que ignoramos» –quizá combatir suene demasiado bombástico; digamos mejor la de delimitar más claramente– mediante ejemplos particularmente aptos para el desarrollo de un método general de estudio de las imágenes artísticas. Para Azúa una obra de arte es menos un objeto que una relación, un sistema de comunicación complejísimo cuyo significado no es inmutable ni depende sólo del marco sociohistórico de origen: también el momento de la recepción es decisivo a la hora de convertirla en un circuito de interlocución siempre abierto. A lo largo de la historia los iconos de la cultura occidental son constantemente reevaluados, y en torno a ellos cristalizan sucesivas corrientes interpretativas hegemónicas que acababan por determinar la forma correcta de comprenderlos. Azúa anima a desconfiar y cortocircuitar esa ortodoxia interpretativa.

No son los únicos cortocircuitos del libro. También se habla aquí del modo en que por muy diversas razones esas corrientes acaban por colapsarse –por autocortocircuitarse, casi-. Los cambios introducidos en el Renacimiento en la representación del mundo sensible y en la lectura de esa representación supusieron el cortocircuito generalizado del esquema medieval previo; y la modernidad, a su vez, dejó fuera de combate el pacto mimético renacentista. Giotto y Manet, cada uno a su modo, encarnan el momento en que un sistema de signos se desmadeja y se vuelve incomprensible para quien se aferre a parámetros repentinamente obsoletos.

Tal vez algún lector familiarizado con el trabajo del historiador del arte Norman Bryson, y con esa corriente vivificadora de la disciplina que vienen siendo desde hace veinte años los Visual Studies, reconozca en lo dicho muchos de sus planteamientos.Tanto Bryson como Azúa dejan atrás la idea de obra de arte como objeto acabado y de significación precisa para intentar diluir las fronteras entre autor y espectador: el contenido del signo dependerá de la posición relativa de ambos y de las condiciones en que se produzca su decodificación. Bryson habla de ello como «efecto de paralaje», tomando prestado un término arquitectónico. No es el único préstamo: ambos teóricos siguen una dieta omnívora y no hacen ascos a herramientas de otras disciplinas para superar las limitaciones de la historiografía tradicional y emborronar la visión del temible oeil exercé del erudito a la antigua usanza, con su confianza a prueba de bombas en el empirismo formalista: de tanto mirar, la retina resabiada puede acabar por no ver.

Esas aspiraciones comunes son tan evidentes como brillante el modo en que se despliegan en «El origen de la sexualidad» en torno a los posibles significados de los enigmáticos «Adán y Eva» del Museo Thyssen de Madrid, pintados por Hans Baldung Grien. Un artista misteriosísimo que tiene en su haber imágenes tan desasosegantes como su Palafrenero embrujado y que, desde luego, se presta a las técnicas de los Estudios Visuales –y al más tradicional método iconológico del maestro Panofsky– como pocos.

«La torre de Babel» es el único ensayo que no se refiere directamente a una obra de arte. Pero la fábula encuentra aquí un lugar justísimo en tanto que madre de todos los cortocircuitos de la historia. Es una buena muestra de cómo cierto modo de entender la historia de las imágenes acaba desembocando en una labor crítica más amplia y provista de implicaciones políticas. Azúa ve en el mito de Babel y su tradición interpretativa un enfrentamiento entre dos concepciones sociales inconciliables. Los constructores de la torre –y, por ende, de la polis– representarían la voluntad comunitaria de dominio científico de la Naturaleza y la de regirse por normas derivadas de esa ciencia: un «linaje racionalista» que deplora «la ausencia de un lenguaje único universal». A él se opondría la mentalidad nómada, enemiga de las ciudades –en tanto que lugares disolventes de identidades raciales– y celosa guardiana de un lenguaje propio superior al resto, capaz de proporcionar una relación privilegiada con la divinidad: «La historia de la cultura occidental […] nace con dos proyectos totalitarios: las tiranías teocrático-raciales (endogámicas y estéticas) y los despotismos científico-técnicos (desintegradores y pragmáticos). No parece que Occidente haya evolucionado mucho desde entonces».

El lector puede ensayar por su cuenta una aproximación artesanal y tal vez algo rudimentaria al método brysoniano e interpretar el mito desde el contexto actual, sacando sus conclusiones en cuanto a su significación política (en el caso que nos ocupa, desde luego, relacionada con el cariz cada vez más avieso que presentan nacionalismos, iluminismos y mesianismos de toda laya dentro y fuera de España). Un libro como el que nos ocupa no es el lugar pertinente para exponerla detalladamente, pero en otras tribunas el autor barcelonés no ha dejado de afirmar con rotundidad y valentía su posición al respecto.

Los tres artículos finales sobre Manet se detienen en una obra capital, esa Moderna Olympia que tanto escandalizó al público parisino en 1863: «Una serie ejemplar sobre una diosa que se transforma en ramera, y sobre una ramera que es también, sin embargo, nuestra diosa: la modernidad y la vanguardia». La época de Manet fue para el autor uno de esos momentos «en que un código centenario cambia bruscamente y nos vemos obligados a reinterpretar la totalidad de los iconos anteriores».Y lo cierto es que la sensibilidad moderna que cristalizó entonces se mantuvo vigente hasta los años sesenta del siglo pasado, cuando unos cubos de madera pintada aparentemente idénticos a cajas de detergente apiladas volvieron a cortocircuitar todo el sistema (y en ésas seguimos).

Para Azúa la Olympia es, antes o más que un cuadro, una « teoría de lapintura» (en el siglo XVII,Lucas Jordán había visto en Las meninas toda una teología de la pintura: el trastrueque del término ya dice mucho acerca de la antitrascendencia obstinada de la obra de Manet). En «Como el perro y el gato» se habla de la tradición iconográfica de la Venus tendida revisitada por Giorgione y Tiziano en numerosas variantes y se constata cómo en la Olympia está ausente cualquier rastro del neoplatonismo idealista de Marsilio Ficino –que tanto influyó a los venecianos–. Ausente o, si se prefiere, presente ennegativo: la prostituta francesa no es sino una refutación profana de la Afrodita Urania y el Amor Sacro de Tiziano, del mismo modo que la propia concepción pictórica de Manet es la negación de las muletas extra-artísticas que creía necesitar hasta entonces cualquier cuadro.

No es casual por eso que Manet escamotease el gozque que acompañó los desnudos femeninos de Tiziano y tantos otros durante siglos y colocase en su lugar un gato negro espeluznado. En el bicho toman cuerpo la mordacidad y las reservas respecto a las verdaderas posibilidades de la representación artística: «Como todo el arte del siglo XX,el gato de Olympia nos dice que la verdad del arte es, a partir de ahora, la manifestación de sumentira». Ese gato bufante, emblema de la modernidad, cortocircuita el contrato previo entre espectador y representación.

Ideas similares viene planteando de forma muy convincente el historiador del arte Michael Fried desde 1969, cuando la revista Artforum publicó «Manet's Sources», un artículo célebre que amplió más tarde en su libro Manet's Modernism (1996). La esencia de la modernidad de Manet estaría según Fried en su forma de afirmar sin reparos sus conexiones con la pintura del pasado y desdeñar al mismo tiempo las convenciones interpretativas que la hacían inteligible: en obras de la década de los sesenta como la Olympia perfeccionó una estrategia consistente en anular esas convenciones sin purgar sus cuadros de los motivos que las acompañaban. Precisamente Azúa analiza el modo en que la pintura de Manet se relaciona –y se pelea– con la auctoritas y la tradición representadas por un Goya colosal. Tras dejar claro que a pesar del engañoso aire de familia Olympia no es bisnieta de la Venus de Urbino, expone las razones por las que también hay que dudar de su parentesco con la Maja desnuda, esa mujer de bandera tan enarbolada en su día por los historiadores patrios a la hora de reclamar para Goya las primicias de la modernidad: «Eso ya lo había hecho Goya –o Velázquez, o Giorgione, o Ribera–» es precisamente el comentario estándar sobre Manet que Azúa trata de cortocircuitar. Ensayos como éstos –y exposiciones como la excelente Manet en el Prado del año pasado en Madrid: mejor ver pintura que leer sobre ella– dejan muy claro que no, que lo que hizo Manet no lo había hecho nadie antes. Al menos, no como lo hizo él. En una de sus cartas Baudelaire le dedicó el más célebre de sus piropos tóxicos: «Manet, es usted el primero en la decrepitud de su arte».Y se equivocaba, porque era en todo caso el primero en la decrepitud del nuestro.

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