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Más cumplido que un portugués

Correspondencia con Freud, Rilke y Schnitzler

STEFAN ZWEIG

Paidós, Barcelona

Trad. de Rosa Sala Carbó

88 págs.

18 €

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En su garrula Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar (¡ya ese título!), Pedro Salinas logra un efecto paradójicamente contrario al que sin duda se proponía. El lector termina diciéndose, a las pocas páginas, que por más que el autor defienda la carta, a uno no le gustaría recibirlas de una persona que escribe de ese modo. Lo bueno es que, por dicha, sabemos que las cartas de Salinas son sumamente legibles, así es que ya estamos en la primera de las aproximaciones al tema de la literatura epistolar: las cartas no se escriben como literatura, ni siquiera por los profesionales de la escritura. Valgan las excepciones de rigor, de las que no quiero ocuparme, porque quien pervierte la esencia de la misiva pensando en unos lectores ajenos al destinatario del mensaje, en realidad continúa haciendo literatura por otros medios.

Un amplio espacio de mi biblioteca lo ocupan los volúmenes con las cartas de toda clase de corresponsales: desde el Flaubert inevitable de citar en este contexto hasta las no menos inevitables Cartas de la cárcel de Antonio Gramsci; desde el intercambio epistolar de Henry Miller con Lawrence Durrell hasta el que mantuvieron don Manuel de Falla y Joaquín Turina; desde las bastante desconocidas cartas de amor de la Pardo Bazán a Galdós hasta las efusiones guarrísimas de Joyce a su queridísima Nora; desde el epistolario de Ibsen hasta el de una esposa y madre alemana emigrada a la Patagonia entre las dos guerras mundiales, pasando por la prácticamente inencontrable colección de las cartas inéditas de Horacio Quiroga y las breves e intensas –y nunca enviadas– esquelas a su hija de Calamity Jane, la amazona del Far West, la «de pechos de pureza alabastrina». Etcétera, etcétera, etcétera, hasta completar más de un centenar de libros. Y casi medio centenar de archivadores repletos dan fe de mi incesante actividad epistolomaníaca, sobre todo a partir de 1963, cuando puse los Pirineos de por medio.

Curiosamente, y con la excepción del texto de Salinas ya mencionado, no poseo ninguna literatura secundaria sobre el fenómeno. Es más: aunque estoy seguro de que debe de haberla, ni la he buscado ni me ha interesado nunca, de modo y manera que es muy posible que lo que aquí medite sobre el tema me haga descubrir, sucesivamente, la pólvora y el Mediterráneo.

Comencemos por la pólvora. Escribir cartas es una actividad obligada por el oficio y/o el negocio, o llevada a cabo voluntaria y gustosamente por mor de la amistad, el amor y/o las relaciones familiares. Las unas y las otras no tienen nada que ver entre sí, ni siquiera en las llamadas fórmulas de cortesía. Aunque a veces se producen intersecciones. Todavía recuerdo a mi padre dictándome la correspondencia comercial de su fábrica, conmigo aún adolescente sentado ante una negra Olympia donde yo tecleaba cual servidor de ametralladoras del D-Day en Normandía, ¡y con un solo dedo!, y cómo después de un «Muy Sr. mío» en algunos casos miraba lo escrito y me decía que añadiese «y estimado amigo. Dos puntos».

Sigamos con el Mediterráneo. Las únicas cartas que acá nos interesan, las que se escriben voluntaria y gustosamente por mor de la amistad, el amor y/o las relaciones familiares, eran un método patentado para romper la distancia, para acercarnos a la persona a quien nos dirigíamos y que estaba lejana, o bien cercana (pero en ese caso queríamos decirle algo de lo que a lo mejor cara a cara no éramos capaces). Lógicamente, de ello se deduce que un intercambio epistolar entre familiares se llena con noticias acerca de los mismos –nacimientos, bautizos, bodas, muertes–, mientras que uno entre escritores, al margen de informaciones sobre las respectivas familias –caso de ser amigas y conocerse mutuamente–, más bien girará sobre libros publicados o en proceso de escritura, críticas, colegas, copyrights, y desde luego odios y afectos comunes. (Un divertido ejemplo de lo que digo sobre informaciones familiares en este tipo de misivas es el que nos ofrece Groucho Marx al escribirle a uno de sus mayores admiradores, el poeta T. S. Eliot, insigne autor de La tierra baldía y Premio Nobel de Literatura en 1948. Sin conocerse aún personalmente, intercambiaron muchas cartas, y en una de ellas, al despedirse, Groucho le decía: «Mis mejores deseos para usted y su encantadora esposa, no importa quién ella sea».)
 

Nota bene : La incidencia negativa del teléfono en la correspondencia es algo que jamás tuvo lugar. La del e-mail sí, pero sólo en el descuido al teclear (ejemplo: pscos das = pocos días) y en la ortografía y la puntuación de los corresponsales. Doy fe.

Lo que quedaría ahora por esclarecer es el porqué de nuestra curiosidad por la intimidad más íntima, la reflejada en sus cartas, de las personas cuyas obras o cuyas vidas, o ambas, hemos admirado. ¿Es un instinto voyeurista el que nos hace apetecer sumergirnos en sus epistolarios? Los científicos, los investigadores, los biógrafos, disponen de la formidable excusa de su tarea: necesitan esos conocimientos que sin duda sólo podrán encontrar en las cartas de la persona objeto de su trabajo. Pero, ¿y nosotros, los simples lectores a quienes nos encanta asomarnos a la domesticidad del autor de las cartas? Acá quizá debiera señalarse que al menos en este aspecto el español sería menos cotilla que los demás pueblos occidentales: en comparación con los volúmenes de correspondencia editados en Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos y los Países Bajos, la cosecha española parece corresponder a la de aquellos ominosos años de la pertinaz sequía. Y aunque bien pudiera argüirse que tal vez ello se deba a que los escritores españoles (para ceñirnos nada más que a esta profesión) han sido menos propensos que sus colegas extranjeros a la comunicación epistolar, sabemos que no es cierto, y que poco a poco irán saliendo a la luz, si las familias lo permiten, epistolarios muy sabrosos. ¡Quién sabe si aquel en su día famoso primer verso de una dolora de Campoamor –«Mi carta, que es feliz pues va a buscaros»– no es más que la sublimación poética de una aventura del primer don Ramón cronológico de nuestra literatura! Después de todo, también él escribió eso de «Las hijas de las madres, / aquellas que amé tanto, / me adoran lo mismo / que se adora a un santo».

Centrémonos ahora en el libro que recoge la correspondencia de Stefan Zweig con Sigmund (aunque a veces Zweig escribe Siegmund) Freud, Rainer Maria Rilke y Arthur Schnitzler.

Estos tres epistolarios reunidos en un solo tomo son una especie de guía acompañada por la vida artística e intelectual de Kakania desde 1906 a 1939, y al mismo tiempo una subespecie involuntaria de novela de formación cuyo protagonista es el más joven: Stefan Zweig (1881-1942). Zweig es ese vástago de una familia adinerada a quien le da por escribir, y resulta que además lo hace bien: muy bien. Y es alguien que siente, desde sus primeros pinitos literarios, la necesidad del reconocimiento. Pero no el de los simples lectores, sino de aquellos a quienes él, también desde un principio, considera sus padres aun reconociéndoles un amplio magisterio, especialmente Freud. Dicha necesidad le impulsa a escribir a gente como ese Sigmund Freud (1856-1939) que le aventaja en un cuarto de siglo por la edad, o a Arthur Schnitzler (1862-1931), casi veinte años mayor, o a Rainer Maria Rilke (1875-1926), el más coetáneo suyo, pero piénsese que cuando Rilke le contesta con la primera carta que se conserva de ese intercambio, el autor de las Elegías de Duino ya es una celebridad internacional y Zweig es apenas un debutante.

Dos características principales se dan en la escritura epistolar de Stefan Zweig: la tenacidad en mantener los contactos, y el tono ceremoniosísimo, que raya en lo servil sin caer en ello, con que se dirige a sus interlocutores. Dentro de su correspondencia con Freud valgan las siguientes fórmulas de despedida como botones de muestra de lo que digo: «respetuosa y fielmente suyo, con agradecido respeto, su siempre afectísimo, respetuosamente fiel, suyo fielmente afectísimo, con fidelidad y respeto, siempre suyo, con el más ferviente respeto». Mientras que Freud, por lo general, se limita a despedirse con un «Suyo», y si se decanta por algún adverbio el que suele emplear es «cordialmente». Pero no es sólo en las fórmulas de despedida donde se articula el tono ceremonioso: ahí es tan sólo donde más se evidencia. Y lo curioso es que ninguno de sus corresponsales, ninguno, ni siquiera haciendo un alarde de falsa modestia, rechaza los elogios que Zweig les dispensa a manos llenas, en esa prosa donde sólo el ditirambo se sobrepone al respeto. En ocasiones, la verdad, empalaga. Incluso suscita la sospecha de la adulación. Aunque no es así, sino más bien hace bueno aquel viejo dicho: «Más cumplido que un portugués». Lo dicho: Kakania pura.

Regresando a la primera característica, la tenaz perseverancia en los contactos no se reduce a los que mantiene con Freud, Rilke, Schnitzler, sino que los amplía o quiere ampliar, en la medida de lo posible, con sus otros corresponsales y amigos: H. G. Wells, Verhaeren, Romain Rolland, Dalí (a quien recomienda ante Freud para que le haga un retrato, y Freud le comenta: «el joven español, con sus ojos ingenuos y fanáticos»). Zweig se relaciona con la flor y nata de la intelectualidad del continente, y se siente llamado a ser un nexo entre todos ellos y a pelear por causas como, por ejemplo, la concesión del Premio Nobel –ojo: el de Literatura– a su tan admirado Freud. Dicho sea de paso, tampoco él se resiste a aceptar los elogios que le hacen, aun cuando algunos de ellos podrían ser tomados cum grano salis. Así, el refinadísimo Schnitzler, en una carta fechada el 2 de octubre de 1926 le acusa recibo del libro Subversión de los sentidos. Tres novelas breves , y lo elogia mucho, aunque le haga una serie de consideraciones acerca de otros posibles desarrollos de las historias, cosa que se apresura a paliar diciendo que a él mismo le ha sucedido con narraciones suyas ya publicadas. Pero es que cinco días antes, en su diario, y a propósito de ese mismo libro, ese mismo Schnitzler había escrito: «Mucho talento, mucho tempo ; y, con todo, no verdaderamente poético sino artificial».

Resumiendo: no es esta Correspondencia de Stefan Zweig un libro muy atractivo en líneas generales, y sólo es moderadamente atractivo para quienes conozcan bien la época y los personajes. De todos modos, una enseñanza sí nos deja: la de que nadie debe exponerse mucho fuera de la ventana, como se dice en alemán. Y me refiero a que el 14 de septiembre de 1939, nueve días antes de morir, Freud recibió una carta de un Zweig muy preocupado –y con razón– por su estado de salud, y en ella puede leerse: «Tenemos que permanecer firmes (no tendría sentido morirse sin haber visto el descenso de los criminales a los infiernos)». Pero recordemos que ante la barbarie de la guerra, Stefan Zweig terminaría por ser infiel a sus palabras de entonces y se suicidaría en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, nada menos que en el país que él llamó «del futuro», exactamente veintinueve meses después de la muerte de su respetado maestro.

Un libro de esta naturaleza debe ser editado muy cuidadosamente. Por eso tomo al pie de la letra la nota del editor asegurándonos que «en la traducción castellana, se ha optado por unificar criterios en lo que se refiere a títulos de obras, libros o artículos, para evitar cualquier tipo de confusión». Pero no es el caso. Limitándonos tan solo al corpus de notas que sigue al epistolario con Freud, registramos cómo se menciona varias veces la novela breve La confusión de los sentimientos , siendo así que su primera y más difundida traducción al castellano fue Subversión de los sentidos . Y desde luego que puede atribuirse a despiste del corrector de pruebas que La creación por el espíritu aparezca alguna vez citada como La canción por el espíritu , pero no se entiende bien el criterio seguido para darnos a conocer los títulos de las ediciones en español de algunos libros, mientras que de otros no, siendo así que prácticamente todos están traducidos a nuestro idioma. ¿O estamos obligados a saber, por ejemplo, que Ungeduld des Herzens , que significa Impaciencia delcorazón , es la maravillosa novela que apareció en España mucho mejor titulada –¡oh excepción!– como La piedad peligrosa? Otrosí: no es de recibo que un libro emblemático, El malestar en la cultura, sea rebautizado como El malestar de la cultura .

Ahora bien, lo que me parece particularmente grave, como punta de iceberg in re traducción, es que se hable «de una de las cartas de más mala fama de Mozart a su prima Bäsle» cuando se menciona una misiva del joven compositor a su primita (=Bäsle) Maria Anna Thekla Mozart: es algo así como decir que Joyce le escribió a su hermanito Brother. Y, en fin, puestos a buscar pelos en la leche, asegurar que Cristóbal Colón era un marinero genovés incurre en el mismo error de todas las biografías de Günter Grass en castellano, donde se dice que fue picapedrero, cuando en realidad lo que hizo fue un aprendizaje profesional como tallista en piedra. Y quiero que lo recuerden: he hablado tan solo de la punta del iceberg.

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Ficha técnica

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