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Todos los hombres son iguales

CONTRA EL VIENTO

Ángeles Caso

Planeta, Barcelona

268 pp.

21 €

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Antes de analizar Contra el viento, la novela de Ángeles Caso (Gijón, 1959) ganadora del último premio Planeta, recordemos dos premisas no exentas de prejuicio. La primera, atribuida a André Gide, asegura que con buenos sentimientos se pergeña una pésima literatura; la segunda postula una literatura femenina que tendría como rasgos distintivos el punto de vista, la sensibilidad y la reivindicación de la mujer como sujeto que padece una Historia acaparada por la voz masculina.

Digamos que la novela de Caso participa de ambas. Con un tono de pobre niña rica, la voz narradora saca a colación la triste experiencia de una inmigrante caboverdiana que trabaja en labores domésticas y cuya memoria oral inspirará la trama central de la novela: he aquí las buenas intenciones. En lo que respecta a la mirada femenina, se traduce de forma bastante maniquea en la reiterada demonización de los hombres que protagonizan esta historia o, más bien, la atraviesan como una manada de elefantes desbocados. Porque en Contra el viento, los hombres buenos acostumbran a tener corta vida, poco carácter y todavía menos rol narrativo. El padre de la pobre niña rica que abre la novela refiriendo su desdichada vida familiar es violento e irascible y de su presencia emana «una tensión repulsiva y helada». La hora del padre es la hora del miedo que apaga toda espontaneidad y sume a la madre en el mutismo y la tristeza.

A la evocación de la narradora, traumatizada por esos terrores heredados del tiránico cabeza de familia, sucede la historia principal: la dura existencia de Sao, cuya capacidad para afrontar todo lo que la narradora burguesa ha «sofocado, apagado, mantenido cubierto bajo capas de tierra» suscita admiración. Frente a la insoportable frivolidad de las desdichas del Primer Mundo, la joven caboverdiana constituye un ejemplo moral, una mujer que navega en un océano de desigualdad y falta de oportunidades. Sao es el fruto acerbo de un embarazo no deseado. Su madre, Carlina, tras emborracharse por la muerte de su hijo, pretendió olvidar el infierno a golpe de aguardiente de caña y fue violada por el tabernero, que se aprovechó de su embriaguez: «un hombre robusto y sucio, que apestaba a alcohol y vinagre». Al día siguiente, la despertaron los ronquidos del agresor y sintió «la tibieza viscosa de su cuerpo» y su «aliento fétido». Nadie discute que los hombres que se aprovechan de una desheredada de la fortuna imponen la violencia en una sociedad regida por el patriarcado pero, desde el punto de vista narrativo, resulta un tanto preocupante el recurso a descripciones repetitivas. Años después, cuando Sao se emplea como criada de una familia rica sufrirá el acoso del señor: «Se dio la vuelta, y entonces aquella cosa ardiente y viscosa se abalanzó rápidamente hacia sus pechos». El agresor vuelve a oler a alcohol  («una vaharada apestosa de grogue») y a ser «viscoso».

Ese continuo recurso al perfil machista ultraviolento da unos personajes masculinos estereotipados que minan la credibilidad de la novela y la decantan progresivamente hacia el melodrama. Al convertirla en materia folletinesca, Caso no realza lo que de veras importa: la lucha por la supervivencia de las víctimas de la Historia y el protagonismo femenino en las únicas revoluciones que en el mundo han sido: la complicidad en la ternura como solidaridad en las mujeres que padecen la arbitraria y terrible brutalidad en sociedades donde la violencia doméstica sale gratis; o el poder totalitario del integrismo que mete a la mujer en la cárcel del burka. Todo eso, terriblemente veraz, insoportablemente real, se diluye en la obsesión de la autora por las escenas de borrachera, sexo y violencia protagonizadas siempre por machos impresentables. Varada en semejante tesitura, Contra el viento no alcanza la intensidad emocional de otras historias de protagonismo femenino: estamos pensando, por ejemplo, en La ciocciara de Vittorio de Sica –madre e hija padeciendo la guerra, la escasez y la violación– o Una vida de Maupassant.

A las dos etapas de formación del personaje –Sao trabaja para poder pagarse los estudios y, al mismo tiempo, mantener a su familia– y la traumática socialización en una sociedad tercermundista seguirá un viaje a Portugal; lo que ha de constituir la realización de la vida y una mayor equidad de oportunidades devendrá, de nuevo, en un infierno. Y ese infierno, cómo no, tendrá nombre masculino. El maniqueismo al abordar comportamientos se revela nuevamente. Otra cosa es el personaje benéfico que ayuda a Sao a buscar trabajo en el Algarve, la bella, elegante e intelectual Liliana, militante del Partido Socialista y feminista que ayuda a las inmigrantes y las mujeres más pobres en contraste con el pérfido Bigador, angoleño «educado» en la crueldad de la guerra civil. Tras el enamoramiento que impide descrifrar los demonios interiores, Sao se instalará con Bigador en un miserable antro de Lisboa y allí habrá de soportar los arrebatos violentos de su compañero. Tras el embarazo, los celos, el alcohol y las palizas volverán a destruir el precario refugio de nuestra pobre protagonista.

Sin dudar un ápice de lo que Caso nos cuenta –según sus palabras, proviene de las vivencias de la mujer que trabaja en su casa–, la rigidez de los perfiles merma la credibilidad de la historia y hace su desenlace más previsible. El problema no es que Contra el viento sea una novela dedicada a la mujer, sino la reiteración de las descripciones, donde los malos sólo cambian de nombre: los comportamientos del tabernero, el burgués rijoso y el bruto paleta/soldado angoleño son intercambiables y parecen sostener la tesis de que todos los hombres son iguales.

La batalla de Sao por recuperar al hijo secuestrado por Bigador, centra el último tramo de la novela para converger con la tediosa vida amorosa de la narradora que inauguró la historia. Hay que decir que en esta secuencia narrativa aparecen dos hombres buenos: el primero, pareja de la pobre niña rica, acaba yéndose a poner paz en Colombia y el segundo cuida de Sao, pero apenas completa su caracterización como personaje. Más loable es la reflexión sobre el azar que nos salva o condena en este mundo. Como la canción de Pedro Navaja, «si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos». Sao nació en una choza y la narradora en una casa confortable, aunque ambas comparten desdichas: Sao, un padre sin nombre y una madre que la abandonó; la narradora, un padre tiránico y una madre atenazada por la tristeza. Al final, Contra el viento acaba basculando entre la novela de tesis feminista y el realismo social sobre las condiciones de vida de la inmigración que huye del infierno originario de la colonia para llegar, con penas y trabajos, al origen del mal en la metrópoli.

Menos mal que al final de la novela, un consejo de hombres viejos y sabios en una remota aldea angoleña devolverá a Sao el hijo que le robó el brutal Bigador para llevárselo con él a la selva. Unos varones justos son la excepción que confirma la regla de una novela que, parafraseando a Larsson, podía haberse titulado Las mujeres que no amaban a los hombres. ¿Y quién puede amar a los hombres tal como los traza la autora?

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Ficha técnica

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