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La vida se fue

VIVA VOZ DE VIDA

Marina Tsvetáieva

Minúscula, Barcelona

Trad. de Selma Ancira

128 pp.

14 €

CONFESIONES. VIVIR EN EL FUEGO

Marina Tsvietáieva

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona

Trad. de Selma Ancira

600 pp.

14 €

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Fue excesiva en todo: en la carne, en el arte, en el espíritu, en el infortunio. Y pagó por ello. Le tocó vivir una de las épocas más convulsas y salvajes de la historia universal –trenzada por alambres de espino y el humo de chimeneas resultante de quemar huesos humanos–, y también pagó por ello. Cercada por demonios interiores y exteriores, prensada por muros de convencionalismos machistas («Y así mi Reino de los Cielos estuvo entre la sartén y el cuaderno») y por su propia conciencia herida en perpetua erupción volcánica, Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892-Elábuga, 1941) sólo pudo estallar por exceso de presión, propia y ajena. El resultado de esa explosión fue un haz de luz concentrado en un destino humano sobrecogedor y una escritura poética de una fuerza, una honradez y una penetración soberbias, quizá sin paralelismo en la historia de las letras, que ella encuadraba en una carta de 1914 como «un amor enloquecido por la vida, una sed febril, convulsiva, de vivir».

Nacida en una familia ilustrada, de madre pianista y padre erudito (ella encuadraba su infancia «entre la Música y el Museo»), desde muy joven tuvo un olfato infalible para colocarse siempre en el bando equivocado. Demasiado blanca para los Rojos y demasiado roja para los Blancos, fue excluida tanto por unos como por otros y su lugar fue el no lugar, la ausencia de suelo firme bajo los pies, el monólogo en el vacío.

Intentar ser un espíritu libre en un mundo de esclavos es muy complicado. Fue, casi siempre, una desclasada. La mayor parte del tiempo moró en los alrededores: en las afueras de la historia, de las ciudades, en los suburbios de París, de Berlín, de Praga, de la literatura. Esa fue siempre su simbología central: la de la poeta como una reina destronada y sin corona, con una remendada capita de armiño, roída por las polillas, cubriéndole los hombros.

No quiso o no pudo vivir dentro, bien cobijada, «hacerse un nombre», labrarse un porvenir. A diferencia de tantos otros, huyó de toda forma de posibilismo, de concesión, de pactar con el diablo y se enfrentó al mal a cara descubierta, sin otras armas que su desmesurado talento para las palabras y eso que los músicos denominan «oído absoluto»: la capacidad innata para descomponer cualquier sonido –las campanadas de un reloj, el pitido de un tren, el relincho de un caballo– en sus correspondientes notas musicales.

Para colmo de males, tuvo la desgracia de aterrizar en un tiempo en que primero Lenin, después Stalin y su pandilla de verdugos oligofrénicos impusieron la bestialidad y la inhumanidad en la Rusia de los sóviets, toda ella convertida en un inmenso gulag del que no escapaba nadie. Y, en efecto, nadie escapó. La hambruna condenó a la población a comer ratas, a comer perros y a comerse, finalmente, entre ellos, sobre todo en las áreas rurales, donde se extendió el canibalismo. El nuevo régimen aprobó un decreto que permitía fusilar a niños de doce años y los niños de doce años fueron, por tanto, fusilados, por traidores al nuevo Estado soviético. Ella misma, expulsada a la indigencia, sola, sin recursos, con un marido en el frente a punto de recibir un balazo en cualquier momento, no tiene más remedio que internar a sus dos hijas pequeñas en un orfanato sobrado de mugre pero carente de comida, calefacción, atención médica y medicinas. Nada más llegar, la mayor cae enferma de malaria, la pequeña muere al cabo de dos meses de cualquier cosa, y es difícil leer estas páginas sin estremecerse.

La escritura de Marina Tsvietáieva es impúdica, en el sentido de verdadera. Ella no oculta nada, no guarda nada, no ahorra, lo apuesta todo a un solo número y se vuelca a manos llenas. Su atrevimiento, en ese aspecto, es de una generosidad suicida. Sus poemas, sus prosas, sus diarios, sus cartas: todo forma parte de un solo impulso, de un solo movimiento fluvial que avanza arrastrándolo todo a su paso, sin distinciones, lo grande y lo pequeño, lo bueno y lo malo, lo noble y lo mezquino, y gracias a eso a Tzevetan Todorov le ha sido posible realizar el montaje de un volumen como este de sus Confesiones, que aprovecha el carácter episódico de su escritura para realizar un collage cronológico, con las notas explicativas justas para contextualizar los sucesos, que abarca su biografía entera, y que ha sido vertido a nuestro idioma –lo cual es una garantía– por Selma Ancira, la mejor traductora de Tsvietáieva y una de las mayores especialistas en su vida y en su obra. Es un volumen para añadir a otros anteriores, bellísimos, como El diablo (Anagrama), conjunto de evocaciones de su infancia de una intensidad cegadora, el ensayo literario El poeta y el tiempo (Anagrama), Indicios terrestres (Versal), con sus diarios tras la revolución, y Un espíritu prisionero, con diferentes retratos de personas próximas a ella.

Estas Confesiones, extraídas de sus cartas y sus cuadernos de notas, es lo más parecido a unas memorias de una autora que es todo memoria, la autobiografía de una poeta lírica en la que no hay nada que no sea una extensión de su yo autobiográfico. Lo mismo ocurre en Viva voz de vida, en que un suceso personal (la muerte de su mentor, el poeta y pintor Max Voloshin, veinte años mayor que ella) desencadena una sacudida neuronal que convierte la escritura en un ejercicio mnemotécnico repleto de asociaciones visuales y de palabras, una gozosa inmersión melódica en el pasado cuyas sombras quedan conjuradas por el puro placer de evocar, de compartir, de conversar con los muertos.
Todo está aquí, en estas Confesiones: su exilio, sus penurias económicas, sus entusiasmos, sus desalientos, su don de lenguas y también sus «idilios cerebrales», enamoramientos fulminantes y efímeros, la mayor parte de las veces platónicos, hacia hombres o mujeres, durante los que la autora inventaba literalmente a su amante, idealizándolo, sumiéndolo en una catarata epistolar, del que pasadas varias semanas no quedaba nada (excepto, claro, un fascinante reguero de palabras). Hasta tal punto estos enamoramientos son irreales que cuando, tras un tiempo de separación, se reencuentra con su amante cara a cara, ni siquiera es capaz de reconocerlo. Estos idilios alcanzan su culminación durante el mítico verano de 1926, en que Marina se cartea a tres bandas con dos colosos como Pasternak y Rilke, en una exaltación y embriaguez difíciles de olvidar. Algo, por otra parte, habitual en una mujer cuyo equilibrio interno dependió siempre de la bondad de los extraños.

En realidad, excepto para los muy miopes, Marina Tsvietáieva fue más revolucionaria que los revolucionarios oficiales, sólo que su revolución fue interior: una revolución estética, moral, espiritual o como quiera llamarse. Su revolución fue literaria, y en ese terreno llegó más lejos que nadie y apenas tuvo iguales entre sus contemporáneos. Estuvo sola, marginada, y también –cómo no– pagó por ello.
Baste con recordar su peculiar y único empleo tipográfico de los guiones (comparable sólo al de la poeta norteamericana Emily Dickinson, otra náufraga), que no actúan a la manera académica, como forma de subordinar o colocar entre corchetes una frase, sino que se liberan y cubren el texto de pequeñas barras respiratorias, separadores caligráficos, breves golpes de ritmo, giros de sentido o taconazos. El resultado es un texto troceado, crudo, sincopado, urgente, como un jadeo de texto, a la vez con algo de pentagrama y anotación musical. Sirva como ejemplo el siguiente párrafo:

Aunque volara – de todos modos la oscuridad se me adelantaría. – Hay tormenta de nieve. – Es evidente que no hallaré el camino y me congelaré. Pero mientras tenga pies – he de caminar. Camino – con serena desesperanza – por un sendero casi imperceptible. Los pies se hunden en la nieve.
La escritura entera de Marina Tsvietáieva se revela así como un largo telegrama asmático, un prodigio de concentración y necesidad expresiva. Escribir no es un juego inofensivo ni un pasatiempo de salón, sino un SOS, algo serio, un canto de auxilio en medio del caos y las tinieblas. No es sólo ella, es el siglo entero, Rusia entera, la que tartamudea en estas líneas, la que tirita y se ahoga en un frenesí declamatorio a medio camino entre el pánico y el ronroneo amoroso.

¿Cómo hablar? Esta es la pregunta básica que late detrás de todo gran proyecto de escritura –y éste lo es– y para la cual no hay respuesta. Cómo hablar si ya no hay lengua, ni logos, si también el lenguaje, como los seres humanos, ha sido secuestrado, deportado, arrojado a un tren de mercancías y enviado a Siberia para cumplir una condena perpetua a trabajos forzados.

Después de media vida sobreviviendo en el exilio con la casa a cuestas, el marido, la hija mayor, el hijo pequeño, entre altercados domésticos y una economía paupérrima que depende por completo de ella, contra su voluntad su familia la arrastra de vuelta a la Rusia estalinista de las purgas y el terror indiscriminado, adonde nunca debió volver. Allí malvive unos meses, tiembla de pavor por el destino de los suyos (y con razón: todos acabaron de mala manera). Ya desesperada, uno de sus últimos escritos es un grito de socorro: una petición de trabajo al sóviet correspondiente, solicitando un empleo para fregar platos en un cantina: «Ruego que se me dé trabajo como lavaplatos en el comedor de Litfond que va a abrirse». Nada, ni eso le conceden. Aún se puede caer más bajo. Se cae. No hay solución, la solución es hundirse del todo. Se hunde. Al fin, todo termina de la peor forma posible: «La vida se fue y dejó el fondo al descubierto, o más bien: la espuma se fue».

Marina Tsvietáieva escribe desde la imposibilidad de la escritura, desde la conciencia absoluta de sus límites, y esto hace que su canto, en el filo del abismo, sea emocionante y febril. La vida se fue, la espuma se fue. Es una virtuosa, una loca, una pianista a la que han arrebatado todo, su piano, sus partituras, su público, incluso su derecho a tocar y a tener dedos, pero, pese a todo, ella sigue interpretando su vals sonámbulo, una y otra vez, para sí misma. No se rinde, no claudica, murió (se ahorcó) moviendo las manos.

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Ficha técnica

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