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Confesiones y besos

CONFESIONES DE UN ITALIANO

Ippolito Nievo

Acantilado, Barcelona

Trad. de José Ramón Monreal

1.104 PP.

31,73 €

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Si existe una imagen que pueda ilustrar las más de mil páginas de Confesiones de un italiano, es Il bacio de Francesco Hayez. Ésta representa el beso ardiente de dos jóvenes con atuendos medievales –como corresponde al gusto romántico de la época– en una escena que parece una apasionada despedida, algo más que un abrazo en que las piernas del joven acogen el cuerpo de la muchacha con una evidente e indisimulada carga erótica. El doble significado sentimental y patriótico que quiso otorgarle el ya anciano pintor no puede desvincularse de los momentos que determinaron la unidad de Italia, de forma que el cuadro se convirtió en el icono de la joven nación que procrearía a las nuevas generaciones de italianos, hijos, por primera vez, de una misma patria. Un icono que recorrió un largo camino desde que, impulsado por los ideales románticos y por la lucha de los patriotas en pos del nacimiento de la nación italiana, el pintor llevara a cabo varias versiones. La primera de ellas se expuso en mayo de 1859 en la Exposición de la Academia de Brera para demostrar el apoyo de las artes a la alianza contra Austria entre Víctor Manuel II y Napoleón III, que habían entrado triunfantes en Milán tres meses antes. En ella, el azul del vestido de la joven remite a la bandera francesa. La versión de 1861, año de la unidad de Italia, se convertirá en el encendido homenaje a la recién inaugurada nación italiana y el efecto cromático perseguido no será otro que la composición de la bandera de la nueva nación: el forro de la capa del joven es verde, sus calzas rojas y ambos tonos envuelven el cuerpo de la joven vestida de un blanco brillante.

«Nací veneciano el 18 de octubre de 1775, día del evangelista san Lucas; y moriré, por la gracia de Dios, italiano», declara en las primeras líneas de la novela Carlino Altoviti, protagonista de las Confesiones en que rememora su vida desde la niñez, cuando empezaba la decadencia de la decrépita República veneciana y se agitaban los tiempos con la llegada de las tropas napoleónicas y los albores del Risorgimento, hasta llegar a las luchas de 1848, en las que participarán sus hijos, a las puertas de la ansiada unidad italiana. Un arco de tiempo que corresponde a la generación del abuelo de Ippolito Nievo, del que seguramente escuchó muchas historias ambientadas en el paisaje del Friuli donde su familia materna tenía una vieja casa muy querida por el joven escritor, cuya atmósfera queda reflejada en la novela.

Patriota garibaldino, Nievo empezó a escribir muy joven, tenía apenas veintiséis años cuando abordó la empresa de las Confesiones, que terminaría en 1858, convencido de la imposibilidad de publicarlas, ya que, experto en el arte de la ironía y la denuncia periodística, apenas dos años antes, le habían procesado por «L’Avvocatino», un relato antiaustríaco que le supondría no poder encontrar editor. De hecho, su novela se publicó póstumamente en 1867 con el título modificado por el editor: Confesiones de un octogenario. Sólo en 1931, centenario del nacimiento del autor, las Confesiones recuperarían su título original, precisamente durante el régimen fascista, esa nueva forma de nacionalismo tan alejada de los ideales del escritor y de los patriotas protagonistas en la novela.

Nievo murió como un personaje de sus Confesiones, en el naufragio del barco que lo transportaba de vuelta a Nápoles desde Palermo, adonde se había desplazado para recabar la documentación que debía aportarse al gobierno piamontés ante la campaña de difamaciones que estaban sufriendo los voluntarios garibaldinos. Esto ocurría exactamente en 1861, pocos días antes de la proclamación del Reino de Italia.
La potencia narrativa de Nievo inaugura una nueva forma de mirar los hechos históricos ya desbordada por el mundo contemporáneo, el mundo del autor. En este sentido, Nievo parece moverse en el territorio que Baudelaire adjudica a los que inventan o descubren un presente desde el suyo propio evocándolo como pasado. Quizás esto sea debido a lo que afirmaba Italo Calvino, uno de los autores que más lo admiró, cuando achacaba a la juventud de su autor la fuerza torrencial de su prosa, capaz de irrumpir en la conciencia del lector con el pálpito de una experiencia: «Libro escrito por un joven, se trata de la novela de la juventud. Desde la infancia de Carlino y la Pisana, un pálpito de juventud se transmite a la atmósfera de la novela; los personajes de jóvenes no sólo parten del modelo romántico: cada uno cobra vida por su propia tensión vital, por su propia complejidad psicológica». Y esto Calvino lo escribía en uno de sus textos menos conocidos, la antología para educación secundaria La lettura, que compiló junto a su amigo Gian Battista Salinari, punto de referencia de las generaciones que se hicieron jóvenes en los años setenta. Porque a Calvino le interesó la función moral de las Confesiones, su valor educativo: «Se me ocurrió –confiesa Nievo a través de su protagonista en la novela– que describir ingenuamente la acción de los tiempos en la vida de un hombre podría ser de alguna utilidad para quienes, nacidos en otros tiempos, están destinados a disfrutar de los resultados menos imperfectos que traerán estos primeros influjos».

Un hilo conductor transita a lo largo del libro, tiñendo de efectos morales las acciones de sus personajes, la moral laica e ilustrada, antimonárquica y democrática, que debía inspirar el nacimiento de la nación italiana. Un hilo que teje el horizonte ideológico de Nievo a través de la aparición de personajes como el propio Napoleón –con el que Carlino mantiene una conversación que le dejará defraudado–, el poeta prerromántico Ugo Foscolo, Lord Byron en la guerra de independencia griega o, de forma camuflada, probablemente en el personaje de Lucilio, el «padre de la patria» Giuseppe Mazzini.

Las Confesiones de un italiano fundan en la tradición italiana un nuevo tipo de novela histórica. Nievo parte de Los novios de Alessandro Manzoni (trad. y ed. de María Nieves Muñiz, Madrid, Cátedra, 2005) y de su pedagogía, en un continuo desvío. Por ejemplo, en cuanto al tratamiento del erotismo infantil o del proceder de un personaje femenino como Pisana, que, amada por el protagonista desde la infancia, configura desde los primeros capítulos un perfil humano de una complejidad arrebatadora, llena de tensiones y contradicciones, muy alejado de los cánones marcados por la discreta Lucia de Manzoni. Seduce a Carlino con sus juegos de niña malcriada, entre caprichos maliciosos y pulsión sexual, hasta convertirse en una mujer valiente y cumplir las más abnegadas heroicidades propias de una generosidad profundamente humana. Calvino se encuentra también entre los primeros en descubrir la modernidad de un personaje como Pisana, de la que llegó a afirmar que probablemente se trataba del «personaje femenino más psicológica y poéticamente rico de la literatura italiana» y en ella se basó para crear el personaje de Viola en El barón rampante (trad. de Esther Benítez, Madrid, Siruela, 2002).

La crítica en el momento de su publicación, sin embargo, ignoró la novela, o la denigró por inmoral –sobre todo por el personaje de Pisana– y hasta la primera década del siglo XX no se reconoció a Nievo como un autor innovador por la modernidad de sus personajes, la profundidad de su análisis y la franqueza de su escritura. En este sentido es muy significativa la declaración de poética que Nievo inserta entre sus Confesiones: «¿Acaso hacerse entender por la mayoría no es mil veces mejor que hacerse entender por unos pocos?», aconsejando a quien se disponga a escribir: «Al escribir, pensad que serán muchos quienes os leerán. Y así veremos a nuestra literatura echar una mano como no lo ha hecho nunca a la renovación nacional».

Se trata del tipo de pedagogía que necesita una Italia que nacerá del bacio que Hayez ilustró a modo de insignia. Un modo de ser italiano representado por los patriotas voluntarios –de hecho, Il bacio se conoció en sus primeros tiempos como Il bacio del volontario– que se entregaron con pasión a la lucha romántica por el nacimiento de una nación. Por esa razón, la fuerza expresiva del lienzo inflamó los ánimos de los visitantes de la Exposición de Brera, dispuestos a descifrar el mensaje nacional-patriótico implícito, en la misma medida que Nievo se vale de la pasión amorosa para escenificar el origen de su nueva Italia.

Otro beso apasionado cumple esta función en la novela, al margen de los encuentros y desencuentros entre Carlino y Pisana. Se trata del beso entre Lucilio y Clara, los dos personajes que representan la nobleza de espíritu sobre la que ha de cimentarse la nueva patria. «Un beso de fuego» sella el amor auténtico en que se debatirán el patriota ilustrado y Clara, víctima de los restos de un mundo reaccionario. Y esto ocurre en un escenario en el que la «modesta Naturaleza rodeaba de tinieblas y de silencio su tálamo estival, pero su inmenso pálpito levantaba de vez en cuando una ventolera de un aire oloroso a fecundidad». El rojo del fuego amoroso se encuadra, de hecho, en la exuberancia de una hondonada verdeante que destaca en la oscuridad, donde brilla la candidez de Clara en una paleta de colores que remiten en el imaginario del lector a la combinación patriótica de la bandera tricolor: rojo, verde y blanco.

Sin embargo, el lector español encontrará difícilmente la intensidad cromática de esta escena, pues el rojo del fuego referido al beso –«beso de fuego»– en la traducción, queda velado por el adjetivo «apasionado»: «beso apasionado». Y así procede el traductor en otras ocasiones, en que se pierde la intensidad, esa generosidad narrativa propia del joven Nievo que llena de brillo su prosa. A modo de ejemplo, vale la pena detenerse en una imagen que es especialmente significativa como clave de compresión desde las primeras páginas del libro. Se trata de la escenificación de los estamentos feudales en una de sus más irónicas representaciones en la capilla del castillo, que culmina al final de la misa dando lugar a una serie de saludos en orden piramidal. Lamentablemente, la traducción omite la sutileza de la gradación, que termina incluso con algún desajuste: «[…] una gran genuflexión; por último, los campesinos y la gente del pueblo que las doblaban las dos». A pesar de ello, debe reconocerse que traducir una obra monumental como las Confesiones y conseguir un discurso fluido es un trabajo arduo. Se trata, en efecto, de una labor que el lector agradece, pero sería preferible no verla deslucida no sólo por un aplanamiento general de la potencia estilística de Nievo, sino por frecuentes soluciones poco afortunadas en español como «Cargado de años, doblo mi cabeza sobre la almohada de la tumba», «el hilo ceroteado y la lezna», «voltear las campanas»…

Il bacio ilustra la mirada esperanzada y anhelante de una nueva Italia por parte del joven escritor, que la intuyó adelantándose a muchos. Una mirada desde la pasión de las ideas y el arrojo que le condujo a la lucha e incluso a la muerte, aunque ésta le llegara paradójicamente fuera del campo de batalla. De hecho, Nievo escribió varios informes para rehabilitar la fama de los voluntarios garibaldianos y murió cuando buscaba las pruebas necesarias. Una acción imprescindible para un pueblo en ciernes, que debía demostrarse a sí mismo el valor de la sangre derramada, el fervor de los voluntarios que en gran parte no regresaron. Por esa razón, el cuadro de Hayez fue conocido como una despedida heroica de los que no pudieron volver, o de los que mantuvieron a sus familias en una espera angustiosa. Y así como otros pintores, a través del procedimiento de la mise en abîme reprodujeron el cuadro de Hayez en sus cuadros (véase Triste presentimento, de Gerolamo Induno o Una triste novella, de Giuseppe Reina), también muchos autores citaron al Nievo de las Confesiones en cuanto modelo de observación de la historia italiana entendida como pedagogía del presente, es decir, en clave de autoficción. Entre ellos sobresale el ya citado Italo Calvino, quien no dudaba en reconocer la genealogía de sus obras más conocidas a través de acciones y personajes del libro de Nievo, como el pequeño Pin, protagonista de su primera novela, en El sendero de los nidos de araña (trad. de Aurora Bernárdez, Barcelona, Tusquets, 1998), o la época en que ambienta El barón rampante, y la atmósfera que se respira en el castillo de Fratta en El vizconde demediado (en Nuestros antepasados, trad. de Esther Benítez, Madrid, Siruela, 2004).

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