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Bajo los adoquines, la playa

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El título de este sub rosa es la traducción aséptica —sin la sugerente eufonía del original— de sous les pavés, la plage, un mensaje que apareció en un muro de la Sorbona a principios de mayo de 1968. Su significado era ambiguo. Hacía referencia, tal vez, al sentido de liberación implícito en la idea de playa universalmente aceptada desde mediados del siglo XX: un teatro del placer, de la despreocupación, del ocio, con un extraordinario poder de atracción para masas irremediablemente urbanizadas. Hoy ya no quedan adoquines ni en el boulevard Saint-Michel, ni en el barrio latino: la contrarrevolución gaullista, apoyada de buen grado por el partido comunista, se encargó de eliminar las potenciales y contundentes armas arrojadizas puestas allí por el urbanismo del segundo Imperio y de sustituirlas por el más inocuo y bituminoso asfalto.

Tampoco, en puridad, quedan ya playas. Al menos en agosto, en el Mediterráneo, y en el sentido arriba expuesto. He pensado mucho en ello este verano, tumbado sobre el exiguo territorio acotado por mi toalla y tenazmente defendido a manotazos y gruñidos de sucesivos intentos de invasión por parte de unas rojizas y ubicuas montañas de carne británica con rostro levemente humano. Las mismas a las que solía encontrarme, al atardecer, sentadas en una terraza del Paseo marítimo —no importa dónde: el pueblo es perfectamente intercambiable—, con los rostros aún más rubicundos y llenos de satisfacción ante la compacta empalizada de botellas de cerveza vacías erigida sobre la mesa. Menos mal que no había limpiabotas: si no me los hubiera encontrado de igual guisa, pero con el operario a sus pies esforzándose estoicamente en lustrarles sus apestosos deportivos. Para algunos hooligans de Albión —y éstos eran posiblemente de los que se entretienen corriendo a pakis por las calles de Bedford— la escena anterior es una de las imágenes arquetípicas de su paraíso vacacional: algunos hasta se la hacen fotografiar para guardar constancia de su fugaz paso por él.

La playa es un invento reciente. Ha estado siempre, como testigo geomórfico y elocuente de procesos de erosión, transporte y depósito iniciados hace miles de millones de años. Pero, más allá de su papel histórico como umbral de penetración, invasión, exploración o conquista, o como hábitat de pescadores y gentes del mar, durante varios milenios ha pasado casi inadvertida.

Su fortuna como paraíso de masas es muy posterior. Primero tenía que pasar su periodo terapéutico: a finales del XVIII, al tiempo que los jóvenes acomodados británicos ponían de moda el Grand Tour que los llevaba a las playas de Nápoles, y Louis Antoine de Bougainville exploraba Tahití, los médicos ingleses descubrían a sus pacientes las virtudes curativas del agua marina. Incluso como remedio a los humores más ponzoñosos, como el descrito por sir Robert Burton en su célebre Anatomía de la melancolía (1621). Los balnearios que se construyeron en las playas europeas a lo largo de los dos siglos siguientes son prueba inequívoca de la vitalidad de los establecimientos consagrados a los tratamientos de talasoterapia y helioterapia.

La playa se convirtió para los románticos en lugar de reflexión y autoconocimiento. Caspar David Friedrich pintó el escenario como ilustración del sentimiento de lo sublime, mucho antes de que los impresionistas descubrieran su edén en las playas atlánticas e iluminaran los oscuros interiores burgueses con una explosión de luz y colores brillantes que señalaba el lugar del (asequible) paraíso terrenal. Para entonces la idea de la playa ya había adquirido una de sus notas más modernas: no sólo era un ámbito agradable, sino divertido. Ya no era un lugar para la regeneración del enfermo y doliente, sino el espacio para el placer del cuerpo. Desde entonces playa y cuerpo se han comportado como un binomio cultural cuyos epifenómenos abarcan desde una moda —el traje de baño y sus complementos— y una arquitectura específica —la estación balnearia—, a una música o un tipo de comportamiento determinado. De las bathing machines —aquellas casetas móviles en las que los bañistas eran llevados hasta la orilla para evitar las miradas indiscretas— a la apología de la tabla de surf amplificada globalmente a través de la música de los Beach Boys.

La playa es un invento burgués. Dinero y consumo conspicuo —en el sentido que daba Thorstein Veblen a la expresión— están ligados a esas primeras estaciones balnearias ideadas para el disfrute colectivo. El Gran Hotel, el Casino y el Establecimiento de Baños eran los hitos arquitectónicos en torno a los que se organizaba el veraneo de la población acomodada de las grandes ciudades. Luego, con la llegada de las vacaciones pagadas y la revolución de los transportes —culminada hacia 1950 con el abaratamiento de las tarifas aéreas—, todas las playas se acercaron: gentes que no podrían permitirse nada semejante en su propio país podían ahora disfrutar de vacaciones en la Costa Brava, en Mallorca y, algo más tarde, en Waikiki o Maldivas. El mito se construyó en el trayecto que lleva de Brighton al Club Mediterranée.

La playa debe mucho de su prestigio como ámbito de placer a sus, digamos, cualidades de estímulo sexual. Playa y desnudo están vinculados desde que los primeros viajeros llegaron a las paradisíacas islas del Pacífico y fueron recibidos por jóvenes indígenas desnudos y sin culpa: eran como habitantes de un edén sin mancillar, de un Jardín Terrenal previo a la Caída. La literatura y el cine nos han contado cientos de veces la misma historia. Y tanto va el cántaro a la fuente, que al final todos hemos vivido la experiencia: ya existía codificada antes de que también a nosotros nos sucediera. La playa estimula el amor liviano, la relación descomprometida, la cana al aire, si se me permite el casticismo.

Pero todo eso también ha cambiado. He pensado en ello este verano, por libre decisión el último que acudo a la playa. Meditaba en ello mientras leía el sugerente libro The Beach, de Lena Lencek y Gideon Bosker, y mi mano se retiraba aprensiva del contacto con un preservativo usado o una colilla encontrados al azar mientras jugueteaba distraídamente con la arena. O cuando mi pituitaria acusaba la mixtura de efluvios procedentes de bronceadores y cuerpos que no frecuentan la higiene, o mi modorra se veía sobresaltada por el perentorio aviso de un móvil y la perfunctoria y chillona contestación subsiguiente. Y, desde luego, cuando una ola alborozada me hacía tragar un poco de agua y mi paladar me devolvía el acre sabor del combustible quemado.

Pertenezco por edad a una de las últimas generaciones que creyeron en el mito paradisíaco del mar y todavía lo encontraron masivamente en el Mediterráneo durante el mes de agosto. Mi playa soñada no estaba en los mares de Stevenson o en la impoluta isla de Robinson, sino en Calafell, una pequeña población pesquera en la que, al atardecer, las rederas remendaban las artes mientras, los más rezagados bañistas regresaban a sus casas después de toda una jornada entregados a los evanescentes placeres que permitía aquel fascismo atenuado. Lo mejor de mi infancia y mis amores de juventud transcurrieron en ella. Carlos Barral se ha referido a esa playa, que también era la suya, en sus Memorias y en otros libros, además de en alguno de sus mejores poemas. Hace veinticinco años que no pongo los pies en ella. Me da miedo: igual bajo la arena sólo encuentro adoquines.  

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO Editor y escritor

REFERENCIAS
Lena Lencek
y Gideon Bosker: The Beach. The History of Paradise on Earth. Penguin Books. New York, 1999. 310 páginas.
Orvar Lófgren: On Holiday. A History of Vacationing. University of California Press. Berkeley, 1999. 320 páginas.
Carlos Barral: Memorias. Península. Barcelona, 2001. 724 páginas.
Carlos Barral: Catalunya des del mar. Edicions 62. Barcelona, 1982. 288 págs. Edición castellana en Alfaguara, Madrid, 1999. 

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Ficha técnica

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