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La palabra visionaria

Un soplo de vida (Pulsaciones)

CLARICE LISPECTOR

Siruela, Madrid, 160 págs.

Trad. de Mario Merlino

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En 1953, una jovencísima Clarice Lispector había publicado Cerca del corazón salvaje. Se trataba de un texto insólito porque era una novela psicológica, femenina y urbana, construida sobre el monólogo interior y de la que había prácticamente desaparecido la trama. Con esta obra Clarice Lispector marcaba ya lo que iba a ser el territorio de su originalidad en ese mundo masculino que era la literatura brasileña, frecuentemente dominada por la narrativa de un mundo rural donde gobernaba una naturaleza desmesurada dominada por un sol de justicia. Frente a toda la narrativa del «sertão» ella aportaría una mirada de mujer, una mirada urbana y una mirada contemporánea.

Clarice Lispector hincó en el mundo su mirada de mujer inteligente –esta es una precisión necesaria– capaz de captar las mínimas sensaciones, los mínimos detalles y de saber que nada, por pequeño o banal que parezca, carece de importancia. El mundo de lo cotidiano, de lo sin historia, que ha sido durante siglos el mundo de la mujer, puede proporcionar innumerables sorpresas, basta con saber mirar y entender esos signos de una realidad subyacente. Las mujeres de Clarice pueden hablar en tono mayor, alcanzar el fondo de todos los pozos, pero van a la compra, componen fruteros, llaman al fontanero y dominan también todos los resortes del tono menor. En toda su obra, en novelas como La pasión según G. H., Aprendizaje o El libro de los placeres y La hora de la estrella, en volúmenes de cuentos como Lazos de familia, Silencio o Felicidad clandestina, o en textos de dificilísima clasificación genérica como el magistral Un soplo de vida (Pulsaciones), recientemente publicado por Siruela, en una magnífica traducción de Mario Merlino, encontramos esa observación meticulosa, representación de una manera de mirar –y de ver– el mundo.

Clarice Lispector, hija de judíos rusos, nació en Tchetchelnik (Ucrania), en 1925, cuando sus padres ya habían decidido emigrar. Con dos meses llegó a Alagoas y poco tiempo después la familia se trasladó a Recife. A partir de 1937 se instaló en Río de Janeiro donde cursó estudios de Derecho. Entre 1944 y 1960 vivió largas temporadas en el extranjero acompañando a su marido en sus destinos como diplomático en Nápoles, Berna y EEUU. Un cáncer terminó con su vida en 1977. Datos secos de una biografía externa que no nos guía para adentrarnos en su obra, más bien nos entorpece, porque no nos sirve para comprender a esta mujer que fue, como Fernando Pessoa decía de su heterónimo Álvaro de Campos: «un ovillo enrollado hacia dentro». Olga Borelli recogió de la propia Clarice el siguiente programa de vida: «Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio» Olga Borelli: «Liminar», en: Clarice Lispector, A Paixão segundo G. H. (Ed. Crítica, Coord. Benedito Nunes), Coleção Arquivos, Editora de Univ. de Florianópolis, 1988, pág. XXII.. En esa busca desesperada del amor y del lenguaje podemos encontrar más elementos para interpretar su obra que en la exacta cronología de su biografía.

La obra de Clarice Lispector es una constante reflexión sobre el lenguaje y sobre todo, sobre los límites de la palabra y sobre la tentación del silencio. La palabra debe traducir el misterio y lo que carece de nombre, debe ser capaz de fijar el instante y el acto mínimo que está en el origen de todo. Encontramos así alguno de los motivos recurrentes de su obra: la mirada, a la vez visionaria e implacable, la consagración del instante y la importancia de lo aparentemente banal. Sobre su conciencia de los límites de la palabra Clarice Lispector fue muy explícita: «La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno»Ibídem, pág. XXIII..

La reflexión sobre el lenguaje es, pues, uno de los ejes de la obra de la escritora brasileña y también lo es de su último libro, Un soplo de vida (Pulsaciones), escrito entre 1974 y 1977 y publicado póstumamente en 1978. En el momento de su muerte Clarice Lispector, transmutada en narrador masculino –el Autor–, «insufla» la vida en un personaje (femenino), Ángela Pralini. Este «Autor» interpuesto establece con su personaje un diálogo imposible que estructura el libro como una pieza musical, en que dos instrumentos tocan juntos sin jamás mezclarse. Todo un entramado de juegos entre autor real, autor ficticio y personaje en el cual un lector español podrá encontrar reminiscencias del Quijote y, sobre todo, de Niebla: «Ángela no sabe que es personaje y, quién sabe, tal vez yo sea también personaje de mí mismo» (p. 27).

Juegos narrativos, espejos y cajas con resortes ocultos, que se unen a sus últimas reflexiones sobre la escritura. También ahora escribir es para Clarice una forma de salvación: «escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar» (p. 21), pero también una condena, porque escribir es peligroso, es entrar en contacto con otra realidad y en ese estado de trance ver más allá de la apariencia: «Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. […] Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo» (p. 15). Escribir es, pues, colocarse en el vacío a partir de la intuición, la escritura no es un proceso intelectual para Clarice Lispector aunque el resultado sea una prosa altamente intelectualizada.

Y siempre la lucha entre la necesidad de expresión y la tentación del silencio, tan fuerte en todas sus obras. Sabemos muy bien que la mística es inefable, pero también el lenguaje, después de un cierto límite, entra en el reino de lo sin nombre. Las palabras deben ser capaces de congelar aquel instante al que se pueda decir –como en el deseo de Fausto– «¡Detente, eres tan bello!». Para llegar a esto es imprescindible un rigor extremo. Es preciso, pues, crear una escritura que pueda fundir en palabras la iluminación del instante, una escritura fragmentaria, en que ninguna metáfora-cliché puede sobrevivir, porque sólo la imagen virgen, la asociación más insólita, la palabra que ha sido vaciada de todo su sentido anterior, de su servidumbre de la realidad aparente, puede alcanzar la consagración del instante. Pero no es posible inventar lo que no existe. El trabajo debe ser hecho con el lenguaje que tenemos, Clarice Lispector no crea palabras nuevas, retuerce las ya existentes hasta el límite de sus posibilidades.

Este debate sobre los límites de la palabra evoluciona en sus últimas obras –La hora de la estrella y Un soplo de vida (Pulsaciones)– hacia un debate sobre el fracaso del lenguaje. En Aprendizaje oEl libro de los placeres, novela de 1969, aún leemos una consideración optimista: «Nosotros los que escribimos, apresamos en la palabra humana, escrita o hablada, un gran misterio que no quiero revelar con mi raciocinio porque es frío» (Siruela, 1994, p. 83). En 1977, el año de su muerte, escribe en Un soplo de vida: «Querría escribir un libro. Pero ¿dónde están las palabras? Se agotaron los significados. Nos comunicamos como sordomudos con las manos […]» (p. 14), y en La hora de la estrella –también de 1977– el pesimismo es aún mayor: «Estoy absolutamente cansado de la literatura; sólo la mudez me hace compañía. Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte. La búsqueda de la palabra en la oscuridad» (Siruela, 2000, p. 66).

La escritura se convierte así en la última catarsis frente a la muerte próxima, esa muerte que planea sobre este libro paradójicamente titulado Un soplo de vida en el que leemos frases que contienen toda la angustia existencial del ser humano: «En la hora de mi muerte ¿qué haré? Enseñadme cómo se muere. Yo no lo sé» (p. 152). Ahora bien, la paradoja es sólo aparente, porque, a través de esa escritura que como una música (elemento referencial constante) va directa a la esencia del alma, la autora obtiene una liberación que es el último «soplo de vida»: «Cuidarse para no morir. No obstante, ya estoy en el futuro. Ese futuro mío que será para vosotros el pasado de un muerto. […] escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar» (p. 21). Pero como siempre en su obra el deseo de la palabra corre paralelo al vértigo del silencio. Un silencio que es en definitiva la constatación del gran fracaso de la palabra y que adquiere connotaciones plenamente místicas: «–Por mi parte también me distancio de mí. Si la voz de Dios se manifiesta en el silencio, yo también me quedo silencioso. Adiós» (p. 154).

¿Cómo atreverse a seguir hablando? La lectura de un texto de Clarice Lispector es una experiencia profunda, trastornadora, verdadero antídoto contra la levedad en la que frecuentemente la literatura actual nos instala. Gracias a estas nuevas ediciones y reediciones podemos aún leer un libro que habitará nuestro interior cuando lo hayamos cerrado.

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Ficha técnica

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