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Shakespeare final

Cimbelino

WILLIAM SHAKESPEARE

Gredos, Madrid

Intr. y trad. de Javier Garci?a Montes

204 pa?gs.

17 €

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En el prólogo a la reciente edición española de los diarios del inglés Samuel Pepys (Renacimiento, 2003), Paul Morand nos recuerda que en el XVII William Shakespeare «aún no era esta religión nacional inventada en el siglo XVIII por los actores; por lo tanto, Pepys no se avergüenza de aburrirse en La noche de los Reyes , encontrar El sueño de una noche de verano insípido y ridículo y juzgar La tempestad con severidad; su crítica se pronuncia nítidamente y nos entrega un pensamiento sin hipocresía».

Desde los ya lejanos tiempos de Pepys hasta nuestros días las cosas han cambiado mucho (sobre todo a partir de la eclosión del movimiento romántico en el siglo XVIII ), y una verdadera legión de shakespereólogos y shakespearianos de toda talla y condición han edificado un gigantesco monumento crítico en torno al maestro, situándolo desde hace casi dos siglos en la máxima cima del canon literario occidental, y logrando además que sobre cualquier acercamiento a su obra vuele en círculos la negra sombra de una pesada intimidación, de un atenazador e implacable escalofrío. Parafraseando la famosa cita de un irritante futbolista argentino, cuando uno «juega» en el terreno de Shakespeare, lo normal es que le invada una cierta sensación de «miedo escénico» en la que el exceso de respeto puede pesar como una losa.

En ese sentido, el Shakespeare que hasta aquí nos trae, Cimbelino, es por su propia naturaleza y condición un Shakespeare menos «imponente y coercitivo» que el revelado por los «pesos pesados» de su producción, por ejemplo, Macbeth, Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo o El rey Lear. Es decir, es un Shakespeare al que uno puede acercase sin que las piernas le tiemblen tanto que no pueda ni moverse.

Una vez hecha esta pequeña precisión, probablemente convenga comenzar señalando que la escritura teatral shakespeariana ha estado marcada desde siempre por la incertidumbre existente en torno a las fechas de redacción y publicación de las obras; incertidumbre debida a cómo nos han llegado éstas, es decir, en forma de varias ediciones in quarto y el conocido First folio, aparecido en 1623 con edición al cuidado de John Heminge y Henry Condell, dos actores del famoso King's Men.

Esta producción tradicionalmente se ha presentado dividida en cuatro grandes períodos que enunciaré a continuación, pero sobre los que no entraré en detalles dada la gran complejidad del asunto y los innumerables matices que en él encuentran cabida. Primero, las llamadas obras juveniles, en las que el autor abordó asuntos muy diversos (tragedias, comedias, dramas históricos…), ensayando sus propias posibilidades como dramaturgo en los terrenos que la época le daba, y echando mano de todos los recursos que le ofrecía su formación autodidacta a través del conocimiento de numerosas fuentes literarias clásicas (Plauto, Plutarco, Séneca), inglesas (Greene, Chaucer), francesas (Belleforest) y, de forma indirecta, italianas (Boccaccio, Ariosto, Castiglione). A esta variopinta etapa pertenecen Tito Andrónico, la comedia de caracteres La fierecilla domada, los acercamientos a la historia inglesa que representan Enrique IV y Ricardo III , o las obras con diálogos de disputa galante Romeo y Julieta y El sueño de una noche de verano.

Los títulos escritos en los últimos años del reinado de Isabel configuran otro período en el que son claves las comedias y las llamadas chronicle plays . Ricardo II, Enrique IV, Enrique V y Rey Juan bucean de nuevo en la historia inglesa, pero esta vez con un marcado sentido de la coralidad y poniendo en igualdad estética tantos los valores caballerescos como los mucho más propios de la debilidad y la maldad. El personaje más inolvidable de estos dramas es el sinvergüenza de Falstaff, a quien uno de los mejores críticos shakespearianos de la historia, en opinión de George Steiner, el gran Giuseppe Verdi, dedicó su última y genial ópera. En las comedias del período (Mucho ruido y pocas nueces o A buen fin no hay mal principio ) Shakespeare se deja llevar por la inspiración italiana de enredos y disfraces, subrayando especialmente, sin embargo, el entramado amoroso de los protagonistas y haciendo del juego amatorio no un mero pretexto, sino todo un sentimiento agudamente observado. Las últimas obras de esta segunda etapa ya presentan una clara percepción pesimista del hombre y sus relaciones, en las que todo parece estar regido por la violencia, el engaño y la maldad (El mercader de Venecia, Medida por medida ).

El tercer bloque o «período negro» del escritor es el de las grandes tragedias, las más conocidas y sobre las que el Romanticismo construyó el gran edificio shakespeariano que ha heredado nuestra cultura (Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth ). Durante la época jacobea Shakespeare parece que empezó a contemplar con pesimismo existencial el futuro propio y el de su país, y sus tragedias presentan héroes inmersos en la desesperación y la soledad. Desde un punto de vista formal, la dimensión colectiva de sus dramas anteriores se va diluyendo y el protagonista individual pasa decididamente a primer término. En estas historias hacen acto de presencia la violencia primitiva, los impulsos de latido psicológico, la subversión de todo valor establecido, la incertidumbre de un destino que no acaba de encontrarse, y la certeza de que la vida es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que nada significa.

En el último período creativo, el que va de 1607 a 1611, parece que William Shakespeare recuperó certezas y un cierto equilibro vital. Salvo Enrique VIII, el resto de obras de esos años fueron comedias en las que el dolor parece aplacado por la dulzura y el cansancio, y en las que las contradicciones y luchas propias de la existencia se remansan en la serenidad que apunta con claridad al final de la vida. Son obras en las que lo simbólico/mágico adquiere un peso muy importante, y en las que el dolor y la violencia están muy presentes, pero observados con una mirada de cordura y entendimiento sereno, una mirada que ya no es de queja, sino de aceptación tranquila y dolorosa. La última obra maestra de Shakespeare, La tempestad , pertenece a esa época, al igual que Pericles, Cuento de invierno o Cimbelino.

Como si se tratase de un círculo que se cierra, en estas últimas piezas, Shakespeare se remonta, al igual que en sus obras primerizas, hasta la tradición clásica helenística que tanta atracción ejercía sobre él, para presentar una historia de amor en un contexto enrevesado en el que se entremezclan lo alegórico, los viajes a lugares inexistentes, las confusiones de identidad, los malentendidos y la aventura en su sentido más habitual hasta desembocar en el consabido final feliz en el que los dos amantes logran vencer todos los obstáculos e impedimentos puestos a su relación. Pues bien, Cimbelino, escrita en torno a 1609 y representada inicialmente entre el 20 y el 30 de abril de 1611 en el londinense Globe Theatre, como cuenta Javier García Montes en su espléndida introducción, presenta todas esas características arriba apuntadas, configurándose ya en ese sentido como la consolidación del hacer del último Shakespeare.

García Montes nos entrega esta nueva traducción al español de Cimbelino siguiendo, como él mismo cuenta en una nota final a su trabajo, la edición de 1998 preparada por Roger Warren para Oxford University Press. Versión que, a grandes rasgos, se corresponde con la de la primera impresión de la obra (First folio de 1623), aunque el trabajo de Warren presenta una ortografía y puntuación contemporáneas y algunas variantes en las acotaciones.

El traductor ha hecho su trabajo en verso libre de medida irregular ateniéndose a la estructura métrica básica del texto original –el pentámetro yámbico no rimado– y respetando, claro, las partes rimadas y los párrafos en prosa del original, españolizando además los nombres de los personajes y procurando conservar en la medida de lo posible la cadencia íntima del original inglés. Estamos, pues, ante la que probablemente sea hasta la fecha la más cuidada y precisa traducción al español de esta comedia shakespeariana, una cuestión sobre la que sí quiero subrayar la ausencia de comentarios por parte del traductor, a quien se le debe reprochar con justicia que en la bibliografía no señale las traducciones españolas anteriores a la suya y sí dé cuenta, sin embargo, de alguna italiana o portuguesa, incurriendo así de algún modo en lo absurdo.

Pero, cambiando de asunto, es el propio García Montes quien nos cuenta en sus suculentas páginas introductorias que hay un elevado consenso entre los especialistas sobre la gran variedad de fuentes que inspiraron a Shakespeare a la hora de escribir Cimbelino. Sin embargo, él mismo apunta lo complejo que resulta especificar dichas fuentes, justamente por la gran variedad de motivos que ofrece la obra. Con todo, se lanza a señalar algunas posibilidades que muy bien pudieron ser tenidas en cuenta por el inglés: las Crónicas de Holinshed y la Historia Regum Britanniae de Monmouth por lo que respecta al escenario histórico en que tiene lugar la acción, las guerras entre Britania y la Roma de Augusto; el Decamerón de Boccaccio (versión italiana o francesa), y la versión inglesa de esa obra, Frederyke of Jennen (1520 y 1560), para el asunto de la apuesta entre Póstumo y Giacomo acerca de la fidelidad de Imogenia (tema utilizado también por Lorenzo da Ponte para el libreto del Così fan tutte de Mozart); o, finalmente, otras obras del propio autor, El rey Lear, El sueño de una noche de verano o Romeo y Julieta , que ofrecen ya algún aspecto concreto de los tratados en Cimbelino.

En resumidas cuentas, Cimbelino se nos revela como una muestra muy acabada, aunque no genial, del Shakespeare final, de ese Shakespeare más sereno, juguetón y resignado con los absurdos de la vida real, con su radical ininteligibilidad, y al que poco le importa lo inverosímil de la trama planteada, su contundente confusión, pues lo que de verdad le interesa es plasmar una atmósfera de ensoñación y duermevela que sirva de alucinado telón de fondo a una reflexión de carácter existencial que desea subrayar, mezclando lo dramático y lo humorístico, lo paradójico de un vivir del que jamás se puede asegurar si es sueño o vida, realidad o delirio.

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