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China: ¿del sueño a la pesadilla? 

China Goes Global. The Partial Power

David Shambaugh

Oxford, Oxford University Press, 2013

432 pp. £12,99

The Logic and Limits of Political Reform in China

Joseph Fewsmith

Cambridge, Cambridge University Press, 2013

228 pp. £18,99

In Line Behind a Billion People. How Scarcity will Define China’s Ascent in the Next Decade

Damien Ma y William Adams

Nueva Jersey, FT Press, 2014

352 pp. $31,99

Stumbling Giant. The Threats to China’s Future

Timothy Beardson

New Haven y Londres, Yale University Press, 2013

528 pp. $35

Avoiding The Fall. China’s Economic Restructuring

Michael Pettis

Washington, Carnegie Endowment for International Peace, 2013

172 pp. $19,95

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Godzilla resurge de sus cenizas

Desde hace unos años, muy pocos, estar al día de la literatura sobre China que se publica en inglés se ha convertido en una quimera. No hay mes en que no aparezcan varios libros sobre el asunto, algunos de ellos importantes. Por su parte, los medios de comunicación de masas tampoco dan tregua. Hace cuatro años, la noticia de que China se había convertido en la segunda economía del mundo por tamaño inspiró toda clase de reflexiones, la mayor parte insustanciales, entre los ponciosLa palma en encelamiento prochino se la llevó entonces Thomas Friedman, un conocido columnista de The New York Times y autor de numerosos libros superventas: «La autocracia de un partido único tiene ciertamente desventajas. Pero cuando la dirige un grupo de gentes razonablemente ilustradas, como en China hoy, puede tener grandes ventajas. Ese partido único puede imponer decisiones políticamente difíciles, pero de una importancia decisiva para hacer avanzar a una sociedad en el siglo XXI»,  en «Our One-Party Democracy». Con algún leve bandazo, el ardor de Friedman permanece inalterable.. Las cosas no han cambiado mucho desde entonces. China, dicen, será pronto la primera potencia económica gracias a su rápido desarrollo desde los años ochenta y al buen tino de sus políticos, que han sabido cambiar de rumbo siempre que lo ha sido menester. Ahorraré aquí las estadísticas que demuestran lo primero, porque son indudables y algunas aparecerán más abajo. Esos logros suelen usarse para demostrar lo segundo, algo menos convincente. Lo que más suele llamar la atención de los periodistas son sucesos relativamente superficiales, como las compras chinas de grandes empresas extranjeras, especialmente estadounidenses. Un breve repertorio: la división de ordenadores personales de IBM fue adquirida por Lenovo; Geely Automobile se hizo con la de turismos de Volvo (su anterior propietario era Ford); el grupo Dalian Wanda con la cadena de cines AMC y, recientemente, con el edificio España en Madrid; inversores chinos han tomado importantes posiciones en Devon Energy y Chesapeake Energy, dos gigantes del gas natural; Smithfield Foods, la mayor compañía mundial en productos porcinos ha pasado al grupo Shuanghui. Lenovo ha anunciado un plan para adquirir Motorola, actualmente perteneciente a Google. Chen Guanbiao, uno de los reyes locales de la basura, ha hecho saber, aunque nadie lo ha tomado en serio, su intención de hacerse con The New York Times o, si no, con The Wall Street Journal. Cuando se habla de las inversiones chinas en África (Eximbank, el banco que financia las exportaciones chinas, las cifra en 1,3 billones de dólares hasta 2025) y en otras zonas del mundo, los rapsodas entran en un trance entreverado de zozobra.

Uno ha visto ya otros remakes de Godzilla. En los años ochenta, los mismos plumillas o sus padres también aseguraban que el monstruo japonés estaba a punto de atenazar entre sus garras a Estados Unidos para comerse el mundo después. Quien vivió aquellos años recordará el mismo argumento. Los japoneses lo compraban todo: Columbia Records, Columbia Pictures, el golf de Pebble Beach en California, el Rockefeller Center de Nueva York, la luna. Sus fabricantes de automóviles harían desaparecer a los estadounidenses en breve plazo. David Landes, un venerable profesor de Economía e Historia en Harvard, estaba seguro. Si supiéramos tomar inspiración del neoconfucianismo japonésThe Wealth and Poverty of Nations: Why some are so Rich and some so Poor, Nueva York, W.W. Norton, 1998.… Lo único que falta hoy, aunque seguramente está por llegar, es otra novela que trasporte a un escenario chino el Rising Sun que Michael Crichton escribiera entonces.

¿Dónde están las nieves de antaño? ¿Ha oído alguien hablar de la década perdida de Japón que, por cierto, son ya dos? En Estados Unidos, los fondos de inversión, traduciendo a Villon a su endiablada jerga, advierten a los compradores de sus productos de que los resultados de ejercicios pasados no garantizan los futuros. Una amonestación que vale también para el caso chino, aunque la mayoría de los analistas se resistan a creerloEl trabajo de Ian Johnson aparecido en estas mismas páginas pasa como de puntillas sobre este aspecto.. Aquí trataré de dar cuenta de una serie de argumentos discordantes. Hay razones para creer que China está en una encrucijada que, de convertirse en un laberinto, puede tener consecuencias muy costosas para ese país y para el ancho mundo.

Andy Warhol y el desarrollo económico

A finales de los años ochenta, Robert Aliber, un profesor de Economía en la Universidad de Chicago, hablaba de la teoría del desarrollo según Andy Warhol: «En el futuro, todo país crecerá rápidamente durante quince años». Michael Pettis, que profesa en la escuela de negocios Guanghua de la Universidad de Pekín, se toma la broma muy en serio. Hay ya un amplio número de países que han pasado por el trance de un rápido desarrollo, eso que suele llamarse el milagro …… (póngase sobre los puntos suspensivos el adjetivo que denote la nacionalidad correspondiente), pero no es menos cierto que sólo unos pocos (Taiwán, Corea del Sur, tal vez Chile) han sido capaces de consolidar su estirón inicial con un crecimiento sostenido. ¿En qué difieren unos de otros? Para Pettis, los fracasados no hicieron a tiempo las reformas necesarias para salir de las crisis que en algún momento todas las economías tienen que afrontar y se desviaron de la senda ortodoxa, generalmente por razones domésticas. En ese dilema se encuentra hoy la economía china.

Pettis es un fundamentalista y cree que la economía se atiene a unas leyes estrictas de las que no es posible escapar. Como decía Herb Stein, otro economista estadounidense, «si algo no puede crecer continuamente, en algún momento tendrá que parar». Stein se refería a los déficits por cuenta corriente en Estados Unidos, pero desde hace unos pocos años algunos economistas creen que el apotegma se aplica a la China de hoy. No están solos, como lo prueban las conclusiones del reciente Tercer Pleno del Decimoctavo Comité Central del Partido Comunista de China (9-12 de noviembre de 2013), que anunciaban una batería de políticas para sostener el crecimiento. Más aún que los economistas, son los dirigentes comunistas chinos quienes se ven urgidos por las realidades económicas a buscar soluciones, pues de ello puede depender la continuidad en sus cargos.

Pero dedicarse a adivinar las razones políticas detrás de las medidas de los dirigentes o anticipar lo que de verdad harán es una pasión inútil, porque sólo una reducida elite está al tanto de lo que sucede tras las candilejas. Más fértil resulta fijarse en los límites con los que, por muy todopoderosos que se crean, esos dirigentes tienen que contar, en vez de discutir sobre lo que dicen que van a hacer. Les guste o no, China necesita imperiosamente reequilibrar su economía y lo hará en mejores o peores condiciones en función de cómo lidien sus gerifaltes con los límites en que les han encerrado sus espectaculares logros anteriores.

«Si algo no puede crecer continuamente, en algún momento tendrá que parar»

Ese reequilibrio impone un aumento del consumo doméstico en la composición del Producto Interior Bruto (PIB) chino. El consumo de los chinos es extraordinariamente limitado. Su baja participación en la economía nacional no es una casualidad, sino la consecuencia directa del modelo económico adoptado por sus dirigentes, que exige un aumento galopante de la inversión, es decir, del ahorro.

El de Pettis no es un análisis familiar, porque muchos economistas piensan que China se halla ya en el buen camino para reequilibrar su economía y ven la mejor prueba de sus expectativas en la reducción del superávit en la balanza de pagos china desde la crisis de 2007-2008. Se engañan. En pura contabilidad, la reducción del superávit exportador sólo puede originarse de dos formas. Una, que la tasa de ahorro nacional haya disminuido, dejando menor espacio para la exportación de bienes. La otra aparecerá si la tasa de ahorro ha crecido y ha empujado a la inversión doméstica a subir aún más. Cuando sucede esto último, el consumo tiene que disminuir su participación en el PIB, con lo que la reducción del superávit se explicaría por este mayor crecimiento de la inversión.

Eso es justamente lo que ha sucedido. Pekín ha tratado de aumentar algunos tipos de consumo (implementos domésticos, coches), pero como sus ayudas al consumo las pagan las familias por los mecanismos de los que se hablará, en la realidad el Gobierno está dando con una mano menos de lo que quita con la otra. La disminución del superávit comercial hay que buscarla en un aumento de la inversión, pues, de hecho, la tasa de ahorro ha seguido subiendo hasta 2011, es decir, hasta los últimos datos disponibles cuando Pettis publicó su libro. En 2005, el consumo de las familias había descendido hasta el 40% del PIB y, pese a las promesas oficiales de aumentarlo, siguió bajando. En 2011, en lo que para Pettis es una tasa «surrealista», se situó en el 34-35% del PIB. Pero, se dirá, el ahorro de los hogares es sólo una parte del total nacional. También las empresas y el sector público ahorran y es ahí donde precisamente la tasa de inversión se ha disparado. Su evolución ha sido portentosa. En 1990 estaba en el 23% del PIB y siguió creciendo hasta llegar al 50% en 2011. Normalmente, una altísima tasa de inversión como esta va asociada a un declive de la balanza de pagos y, a menudo, a déficits recurrentes. Así sucedió en Estados Unidos en el siglo XIX; pero en China ha ocurrido todo lo contrario: tan enorme inversión ha ido acompañada de un superávit comercial igualmente enorme. La explicación, empero, no hay que buscarla en la sabiduría del Gobierno de Pekín, sino en el conjunto de políticas que han transferido costes a las familias, forzándolas a ahorrar, quieran que no.

No hay nada específicamente chino en el milagro chino. Su modelo es muy semejante al de Alemania en los años treinta, la Unión Soviética en los cincuenta y Brasil en los sesenta y setenta. En estos procesos siempre aparecen fenomenales subsidios al sector manufacturero y a las inversiones en infraestructuras y en capacidad industrial. Así se genera un gran crecimiento del empleo, y los inversores, sean corporaciones o el sector público, obtienen grandes beneficios.

El sistema se parece al del desarrollo histórico de Estados Unidos, aunque no en algunos aspectos fundamentales. Las semejanzas son básicamente dos: aranceles proteccionistas para la naciente industria e inversiones en infraestructuras. Pero en Estados Unidos se permitió la competencia entre empresas domésticas y así se estimuló la innovación y la productividad. Al tiempo, el consumo creció por el mantenimiento de salarios altos, superiores a los que entonces imperaban en Europa. Nada de esto ha sucedido en China, donde son los hogares –en definitiva, los consumidores no institucionales– los que han cargado con la enorme transferencia de recursos al sector institucional, privado y público.

Xi JinpingEsa transferencia, en China, se lleva a cabo a través de tres mecanismos fundamentales. El primero es la creciente distancia entre salarios y aumento de la productividad. En los últimos diez años, los salarios se han doblado a la par que la productividad se triplicaba. El exceso de mano de obra agraria y el control de la actividad sindical por las organizaciones del Partido Comunista han permitido que buena parte de la plusvalía se trasvase a los empresarios, privados o públicos, creando así un amplio subsidio para estos últimos que les permite generar beneficios o encubrir pérdidas. La segunda fuente de subsidios a las empresas proviene de la tasa de cambio. A la devaluación del renminbi en 1994Renminbi es el nombre oficial del conjunto de la moneda china, cuya unidad básica es el yuan, representado como ¥., que generó un rápido aumento de la productividad, le ha seguido en las dos últimas décadas una política cambiaria de tipos entre un 15% y un 30% por debajo de su valor real. La infravaloración de la moneda es una tasa al consumo de bienes importados (su precio se mantiene artificialmente alto) pagadera por todo chino que sea un importador neto; en la práctica, afecta a todas las familias que los consumen. El tercer mecanismo de contracción del consumo es la llamada represión financieraVéase Carl E. Walter y Fraser J. Howie, Red Capitalism. The Fragile Financial Foundation of China’s Extraordinary Rise, Nueva York, Wiley, 2012.. El Banco Popular de China fija tanto el tipo máximo de los depósitos bancarios como el mínimo de los créditos; el desfase entre ambos transfiere una importante suma de recursos de los depositantes a los deudores. Pettis la cifra entre un 3% y un 8% del PIB. Con esa política, los bancos obtienen un beneficio seguro y atractivo. Así se impulsan inversiones en vivienda, en infraestructuras y en capacidad industrial. La ventaja comparativa de China, en contra de la creencia general, no se encuentra en la inmensidad de su fuerza de trabajo, sino en el bajísimo coste del capital para quienes pueden obtener créditos. «Las empresas chinas no se comportan […] como si su recurso menos costoso fuera la mano de obra, sino el capital. Tienen razón. La mano de obra puede resultar barata, pero para los grandes deudores el capital sale gratis; su coste puede incluso ser negativo»Pettis, op. cit., p. 38..

Esos mecanismos distribuyen desigualmente costes y beneficios entre consumidores y productores. No es una sorpresa que tan enormes transferencias hayan beneficiado a los Gobiernos, tanto al central como a los locales, a las grandes empresas privadas y públicas, y a los promotores de viviendas y urbanizaciones, es decir, a todos aquellos que invierten en infraestructuras y en capacidad productiva. Así se ha creado una estampida inversora. ¿Cómo no habría de ser así? En la China actual, todos los círculos parecen virtuosos. La renta de las familias sufre cargas de todo tipo, pero la economía genera un crecimiento asombroso que empuja la creación de empleo. Cuando los trabajadores rurales dejan atrás una vida de mera subsistencia y se colocan en las fábricas y en la construcción, su renta aumenta. El incremento del conjunto es tan espectacular que, una vez deducidas las transferencias mencionadas, el nivel de vida y la capacidad de consumo del chino medio se multiplican. Sólo gentes malvadísimas como el Doctor Evil, el perverso rival de Austin Powers, podrían desear que el modelo dejase de funcionar.

Pero el espectacular crecimiento chino no puede evitar enfrentarse con las consecuencias de su éxito. Que son dos y muy principales. Ante todo, cuanto más continúen las inversiones subsidiadas, tanto más probable será que el capital barato y los riesgos crediticios socializados acaben por financiar proyectos no rentables. Los defensores del modelo arguyen que, para un país pobre como China, cuyo stock de capital por persona es muy inferior al de las sociedades ricas, ese punto de saturación no se encuentra aún en el horizonte. Pero la tesis ignora que no tiene sentido para China llegar a los mismos niveles de infraestructuras y stocks de capital de los países más prósperos si alcanzar esa meta supone el uso intensivo de fuerza de trabajo y no de tecnologías que la sustituyan. Cuando uno se maravilla ante la fantástica red de autopistas o de trenes bala, debe también preguntarse si tales inversiones favorecen a alguien más que a los políticos que toman la decisión de construirlos y a su clientela inmediata. Con las bajísimas tasas de interés existentes, se hace difícil determinar si esas inversiones crean valor o lo reducen. Lo que sí puede asegurarse es que los burócratas seguirán favoreciendo inversiones que ni ellos ni sus jefes tienen que pagar, porque la banca oficial se encarga de traspasar su costo al resto de la sociedad. Otro tanto sucede en la industria. Incluso unidades que sistemáticamente destruyen valor, como tantas empresas públicas, pueden obtener beneficios contables si los subsidios que reciben son lo bastante generosos. Una porción significativa de sus costes (que puede oscilar entre el 20% y el 40% de un crédito) proviene del ahorro forzoso que significan los bajísimos intereses que reciben los depositantes, lo que equivale a una condonación clandestina de deudas.

El otro gran escollo que difícilmente puede salvar el Gobierno chino proviene del sector exterior. Las políticas de ahorro forzoso suelen crear un crecimiento más rápido de la producción que del consumo, porque este último es una función del aumento en la renta de los hogares. En el caso chino, los altos niveles de inversión necesitan de superávits comerciales crecientes, porque tienen que absorber el declive relativo del consumo que impone el modelo. Las transferencias de las familias a las empresas impiden a aquéllas mantener constante su consumo o hacerlo crecer, de forma que China necesita vender en el exterior un volumen creciente de su producción. Eso fue lo que hicieron posible Estados Unidos y los países deficitarios de Europa. Pero, hacia 2007, el superávit comercial de China en relación con su PIB había crecido posiblemente más que en ningún otro momento de la historia humana, y el resto del mundo comenzó a tener dificultades para mantenerlo. La crisis de 2008-2009 redujo aún más esa eventualidad.

Pettis resume. «China ha chocado contra ambos muros: ha despilfarrado capital […] y el mundo tiene crecientes dificultades para absorber sus excesos de capacidad. Pese a sus anteriores éxitos, China necesita abandonar con urgencia su modelo de desarrollo, porque su deuda está creciendo sin freno y a un ritmo insostenible. Una vez que China alcance el límite de su capacidad deudora, tal vez en cuatro o cinco años, su crecimiento se vendrá abajo inexorablemente»Pettis, op. cit., p. 43..

Las transferencias de las familias a las empresas impiden a aquellas mantener constante su consumo, de forma que China necesita vender en el exterior un volumen creciente de su producción

A semejante conclusión suele replicarse con el argumento de la sabiduría del Gobierno chino y el ejemplo señero del plan anticrisis de 2008-2009. Sin embargo, sus medidas no han hecho sino empeorar la situación: no hay más que observar el crecimiento posterior de inversiones financiadas con una rápida expansión de deuda. Los gobernantes chinos están en una carrera que tiene que parar antes que después. Ya hemos hablado del incentivo para las inversiones alocadas que representan el localismo de las burocracias y la difusión de costes en el tiempo y en el espacio de la que se encargan los bancos. Pero, por supuesto, hay otros como la corrupción, que impone un aumento del coste de los proyectos; la arbitrariedad en la petición de responsabilidades; y la falta de transparencia. Déficits democráticos todos ellos. Pero lo que puede ser más decisivo en China es la participación creciente del sector estatal en la renta total. Al reducir el crecimiento de las oportunidades de inversión doméstica, no sólo produce los mismos efectos que un aumento de la desigualdad, sino que, además, está forzando a que el exceso de ahorro forzoso se exporte al exterior o se invierta en aventuras especulativas.

¿Apunta este movimiento tectónico a una catástrofe? No necesariamente. Los dirigentes comunistas tienen diversas opciones, aunque ninguna resulta grata. Pettis habla de seis escenarios posibles. El primero, no hacer nada hasta llegar al límite de la capacidad de deuda soberana. Para muchos economistas, esa opción sería la mejor, dado que creen que esos límites, en el caso chino, son inexistentes a medio plazo. Sin embargo, hay razones para dudar de tan gran optimismo. Cuando las subvenciones mencionadas financian inversiones fallidas o no rentables y, al tiempo, quiere seguir manteniéndose el crecimiento general de la economía, es necesario que ésta genere también los costes del servicio de la deuda; es decir, la deuda tiene que seguir creciendo y creciendo. Y, así, el proceso entra en una fase de retroalimentación ampliada. Al tiempo que la deuda crece, los inversores con buenas conexiones políticas desinvierten y empiezan las fugas de capital. El crecimiento se reduce precisamente cuando resulta más necesario mantenerlo, porque la deuda sigue subiendo. Esos procesos, según lo que se sabe de otros semejantes, suelen acabar en una súbita crisis que hace posible lo que tan solo ayer parecía imposible: «Yo no apostaría por que, con sus actuales tasas de inversión, la capacidad deudora de China pueda seguir más allá de los tres o cuatro próximos años. En mi opinión, es altamente improbable que China pueda mantener su alto nivel de crecimiento inversor más allá de ese límite sin verse obligada a realizar un ajuste catastrófico»Pettis, op. cit., p. 105..

La segunda posibilidad es la opuesta: una rápida reversión de desequilibrios mediante aumento de los tipos de interés, reevaluación entre el 10% y el 20% del renminbi, alzas salariales o reducción de los impuestos sobre la renta y sobre el consumo. Un ajuste semejante detiene los desequilibrios domésticos y obliga a los inversores a tomar en cuenta la rentabilidad de sus proyectos, lo que paraliza el endeudamiento. Pero, al tiempo, se erosiona al sector exportador y los empresarios entrampados ven crecer sus deudas. Todo lo cual va acompañado por un dramático aumento del paro. La tercera opción es hacer lo mismo, pero menos bruscamente, lo que extendería el malestar económico durante los muchos años que se necesitarían para dar por terminado el ajuste.

La siguiente opción sería un amplio proceso privatizador seguido del empleo de los recursos obtenidos en mejorar la renta de las familias, por ejemplo, traspasando la propiedad de las tierras a los campesinos que actualmente las tienen en concesión; mejorando los servicios sociales para la población inmigrante; permitiendo la competencia entre bancos; venta de empresas estatales y otras medidas privatizadoras. Sigue luego la eventualidad de que el Gobierno transfiera riqueza estatal al sector privado, absorbiendo las deudas de este último. Finalmente, Pekín puede reducir drásticamente la inversión, aunque eso genere un rápido frenazo al crecimiento y aumente el paro de forma súbita. El Gobierno podría contener el desempleo así creado reclutando trabajadores por medio de diversos programas escasamente rentables y pagando sus salarios con cargo al sector público: la paradigmática opción de emplear a los parados en hacer agujeros para taparlos a continuación. Sea cual fuere la opción que los dirigentes chinos adopten, ninguna de ellas puede esquivar que lo decisivo es un aumento del consumo de los hogares o, en plata, acabar con el despojo de los consumidores chinos.

El problema, no obstante, está en que un reequilibrio de estas características pone en riesgo a muchos actores, especialmente a los más privilegiados. Siempre es fácil contentar a políticos y burócratas cuando hay suficiente dinero para repartir, como en los tiempos en que el PIB crecía por encima del 10%, pero queda por ver quién va a correr con los daños cuando el ritmo de expansión se haya reducido considerablemente. Y más aún cuando el modelo necesita un aumento de las exportaciones cada vez más difícil de conseguir. Asimismo, los enfrentamientos que esa transición genere entre elites y camadas burocráticas no van a ser cosa de poco. A menudo lo que es posible y deseable desde un punto de vista de la técnica económica resulta insufrible para los perdedores.

Mal guión, pésimos actores

Si el diseño de Pettis es una falsilla básica (su libro tiene ciento setenta páginas), Timothy Beardson, que lo comparte en gran medida, aporta datos específicos que iluminan muchas de las cosas que Pettis daba por sentadas. Como para Pettis, los pilares básicos sobre los que China ha levantado su economía desde las reformas de los años ochenta son, para Beardson, dos: inversión doméstica y exportaciones. En términos absolutos, el consumo doméstico creció rápidamente en esos años por los aumentos salariales, pero lo hizo más lentamente que el conjunto del PIB.

Tres son los principales actores en la economía no agraria china: empresas estatales, empresas conjuntas con el capital extranjero (joint ventures) y empresas domésticas privadas, generalmente pequeñas y medianas (pymes). Pese a que las estadísticas oficiales son a menudo contradictorias y tienden a subestimar la importancia del sector doméstico privado, las verdaderas protagonistas del crecimiento chino han sido las pymes. Una estimación de finales de 2011 apuntaba las siguientes cifras: constituían el 99% del total de las empresas del país y contribuían al 60% del PIB, el 80% del empleo urbano y el 50% de los impuestos sobre los beneficios empresariales. Aun jugando el partido a la pata coja, las pymes han crecido a un ritmo de 21% anual durante las tres últimas décadas, algo sin precedentes en la historia económica moderna. Y todo ello en un marco jurídico aleatorio, que no ofrece garantías de que se imponga el imperio de la ley o se hagan cumplir los contratos. Adicionalmente, las pymes tampoco están en igualdad de condiciones en lo que respecta al acceso al crédito oficial y a los mercados de capitalMuchos empresarios privados son miembros del Partido Comunista o cuentan con uno de ellos en la familia. En 2007, Der Spiegel recordaba que el 88% de las empresas con un capital superior a catorce millones de dólares reunían esas condiciones y la situación no ha cambiado a mejor desde entonces. La pertenencia a la nueva clase de capitalistas rojos allana los caminos de algunas pymes con mayor facilidad que los de otras.. Esos datos, empero, no pueden ocultar el desproporcionado peso del sector público en todos aquellos campos que políticamente se consideran estratégicos, como la aviación, los recursos naturales y la banca. Las empresas públicas siguen siendo propietarias de la mayoría del capital; se benefician de su posición oligopolística; obtienen la mayoría del crédito preferencial; son la mayoría de las compañías bursátiles; y obtienen la mayor parte de los beneficios.

El espectacular crecimiento económico y del número de empresas no ha ido acompañado de una similar ampliación del mercado de trabajo. Hay múltiples razones para ello (cierre de empresas públicas ineficientes entre 1995 y 2005; competencia de otros países asiáticos en el sector de bienes intensivos en trabajo; aparición de sectores con mejores tecnologías), pero la situación se complica en China, porque la escasa creación de empleo no afecta sólo a los trabajadores menos cualificados, sino que se extiende a los licenciados universitariosLas estadísticas oficiales hablan de una tasa de paro en torno al 4% del total, pero su universo es muy limitado, porque no incluye a los trabajadores urbanos inmigrantes, es decir, a todos aquellos que carecen de un hukou (permiso de residencia) en la ciudad donde viven. En total son unos 260 millones en todo el país. Sobre esa base, Beardson estima que el desempleo total en 2009, un año especialmente malo debido a la crisis internacional, se movía entre un mínimo de 55 millones y un máximo de 128, una horquilla de entre el 12% y el 25% de la población activa. En estas condiciones, no es difícil entender que la participación de los salarios en el PIB haya descendido, como señala Pettis, del 52% en 1999 al 37% a finales de 2008.. En esas condiciones se hace aún más difícil aumentar el consumo y llevar al país hacia una economía que permita competir en calidad e innovación, no en precios y plazos de entrega. Por mucho que los medios occidentales recojan con entusiasmo las noticias sobre sus avances científicos, China está muy lejos de poder cambiar. En 2007, China contaba con el mismo número de científicos que Estados Unidos. Sin embargo, ha sido incapaz de generar un auténtico impulso investigador porque las cualificaciones de sus investigadores son insuficientes. China podría contar con sus nacionales que residen en otros países, pero muy pocos están dispuestos a comprar un billete de ida. No necesariamente por discrepancias de política general, sino porque las decisiones de I+D se toman conforme a criterios políticos.

En las universidades no se prima la iniciativa ni la independencia intelectual. En mis ya largos años en China todavía estoy por encontrar que alguien me lleve abiertamente la contraria en público. No es ya que haya una gran distancia entre los seminarios para doctorandos a los que he asistido allí y los que frecuenté cuando, hace años, estudiaba en la London School of Economics. En punto a actitudes, son dos mundos irreconciliables.

Como si se tratase de levantar edificios supermodernos en Shanghái, para los dirigentes chinos, el progreso científico es mayormente cosa de copiar hallazgos técnicos ajenos sin querer importar el talante crítico que los hizo posibles. Así, por ejemplo, en las universidades se habla mucho de animar a pensar críticamente a los mismos estudiantes de Medicina, Ingeniería, Biología o Lenguas a los que se obliga a seguir cursos sobre la historia oficial del Partido Comunista o la economía marxista-leninista. Mientras en China siga pensándose que la armonía social consiste en evitar cualquier diferencia y respetar a quienes mandan, no será de extrañar que su sistema sea incapaz de abrirse a las innovaciones, crear marcas o aumentar su competitividad.

Todo eso, según Beardson, podría revertirse a largo plazo si existiera una voluntad política de apertura. Mucho más urgente y preocupante al corto es el problema de las finanzas. En 2012, China tenía 3,2 billones de dólares en reservas. Las reservas chinas se originan en los superávits comerciales y en las entradas de inversión extranjera que aportan dólares y otras divisas. El Banco Popular de China, por su parte, mantiene la custodia de las reservas de los bancos comerciales (lo que equivale a un préstamo obligatorio de éstos a aquél), vende bonos estatales en renminbis, respaldados por las reservas en dólares, e inyecta liquidez en la economía del país. De esta forma, sus 3,2 billones dólares se traducen en otros 3 billones en deuda doméstica. A esto suele llamársele esterilización de las reservas, porque retira liquidez de la circulación y evita presiones inflacionarias. El ciclo se cierra con el depósito de las reservas en el exterior. China es el mayor titular internacional de bonos del tesoro estadounidense (1,15 billones de dólares en 2012) y tiene acciones y bonos de otras muchas empresas estadounidenses y europeas. Tanta solvencia, sin embargo, tiene sus aspectos negativos. Cada vez que el dólar baja, el renminbi se aprecia; o cuando los tipos de interés disminuyen en Estados Unidos, las reservas en dólares del Banco Popular de China pierden valor.

El presupuesto del Estado consume sólo un 13% del PIB, un poco más de la mitad que en Francia. Pero el Gobierno central chino comparte las decisiones de política económica con los gobiernos provinciales y locales, es decir, en términos financieros, China es un país muy descentralizado. Los gobiernos locales tienen mucha amplitud para suplementar los recursos que les transfiere el Gobierno central mediante ventas de tierras o emisión de deuda local. En realidad, nadie sabe con exactitud el monto total de la deuda así generada, aunque en junio de 2013 el Gobierno central la estimaba en unos 17,9 billones de renminbis, es decir, alrededor de tres billones de dólares. Si se suman las deudas del gobierno central y los créditos morosos por 500 millardos de dólares se llega a 3,5 billones de dólares, o un 59% del PIB. Sin duda, ese porcentaje de deuda sobre el PIB está por debajo de la deuda estadounidense y de la japonesa, pero las economías emergentes tienen una capacidad de endeudamiento inferior al de las desarrolladas.

Con la financiación de las pymes aparece otro problema adicional. Una de las grandes preocupaciones del Gobierno de Xi Jinping es que la llamada banca en la sombra (shadow banking) o borrosa, es decir, unidades financieras no reguladas que ofrecen mejores tasas de interés a los depositantes que las de la banca oficial, pueda generar quiebras incontrolables. Muy pocas pymes, especialmente si carecen de conexiones políticas, pueden obtener crédito de la banca oficial y necesitan financiarse recurriendo a la banca borrosa. A su vez, los ahorradores desesperados por la escasa retribución de sus depósitos en la banca oficial confían su dinero a estas entidades, que les ofrecen rendimientos más sustanciosos. Por su parte, la banca oficial, tan remisa a prestar su dinero a las pymes, no tiene inconveniente en extender créditos a la banca borrosa, lo que se ha convertido en uno de sus negocios más saneados. Algunas entidades de crédito borroso parecen sólidasAlipay, una sucursal de Alibaba, uno de los mayores grupos de comercio electrónico en China, ha lanzado un producto de mercado monetario (money market) que en poco tiempo ha conseguido 40 millardos de dólares en depósitos. El fondo de Alipay ofrece un 6% de rentabilidad, muy superior al 3,3% que tienen permitido como máximo los bancos oficiales.. Otras son meros chiringuitos financierosLas instituciones financieras chinas reportaban a finales de enero 2014 que los nuevos créditos concedidos en ese mes habían llegado a unos 218 millardos de dólares, en comparación con los 78 millardos del año anterior. Es posible que ese gran salto adelante se deba a razones estacionales. O no.. La posibilidad de que quiebren espanta, con razón, a los dirigentes del Partido.

Un día en las vidas del honorable Zhou y del honorable Zhang

La vida del honorable Zhou, un estereotipo del chino de clase media residente en una ciudad, no es envidiable. La vida del honorable Zhang, un estereotipo del emigrante agrario que vive en la misma ciudad, tampoco. Pero lo que hace las vidas de ambos poco envidiables no es exactamente lo mismo, aunque en buena medida ambos compartan sus desventuras. Ni Zhou ni Zhang pueden evitar que el Partido Comunista, a través de su Gobierno, les obligue a apretarse el cinturón mucho más allá de lo razonable. Pero la forma en que sus políticas influyen sobre uno y otro es muy diferente. Hay cosas que ambos padecen de consuno, como la amenaza de escaseces en diversos campos. En otras, sus vidas divergen considerablemente.

El libro de Damien Ma y William Adams, aunque tenga una inspiración malthusiana que los autores son los primeros en subrayar, no considera que el parón del crecimiento económico en China esté cantado. Si el modelo puede llegar a verse en peligro, no se deberá tanto a sus fundamentos económicos como a la escasez de recursos. Aunque no descartan una eventual crisis de deuda, los autores se refieren a un plazo más largo en el que la escasez irá haciéndose sentir cada vez más. Si el Gran Panda chino tiene algo que temer, no es la falta de dinero para pagar a sus acreedores, sino que se le agote el bambú.

Ni en agricultura, ni en energía, ni en suministros de agua se presenta halagüeño el futuro. El Gobierno chino aspira a mantener una casi total autosuficiencia en la producción de alimentos básicos para la dieta china y a llegar al 100% en la producción de cereales para evitar así tener que depender de los mercados exteriores. Pero, con cerca del 20% de la población mundial, China cuenta sólo con un 8% de la superficie arable. Y, lejos de aumentar, ésta disminuye por el crecimiento urbano y el avance de la desertización en algunas zonas del paísLas estimaciones sobre avance de los desiertos van desde 260.000 hectáreas anuales, avanzada por la BBC en el año 2000, hasta una horquilla de entre 363.000 y 650.000 pocos años después. Véase Beardson, op. cit., p. 179.. En 2010, según la Agencia Internacional de la Energía, China superó a Estados Unidos en consumo de energía. La industrialización, el crecimiento de la población urbana y la rápida adopción de estilos de vida propios de sociedades acomodadas apuntan a un aumento exponencial del consumo hasta 2030. No en balde, aunque no sea el único factor, la demanda china ha contribuido significativamente al alza del precio global del petróleo. A pesar de la abundancia del carbón en suelo chino, el país se ha convertido en importador de carbón en años recientes. El Gobierno estima que China tendrá que importar también un 50% de su consumo de gas natural en 2020. El agua en China escasea más que en muchos otros países y los mismos factores de demanda que han afectado a otros bienes primarios son responsables de un vertiginoso aumento del consumo familiar e industrialA lo que hay que sumar una desastrosa gestión del recurso. Según el ministerio chino de Medio Ambiente, en 2011 sólo un 11% del agua tenía una calidad excelente, en tanto que la calificada de mala o muy mala llegaba al 55%. Es el problema de insuficiencia más serio de cuantos afectan a China, empujándola a aprovecharse de sus vecinos para asegurar sus suministros..

Uno de los grandes logros de los años de abundancia ha sido el de asegurar el fin de las hambrunasSin ser todavía un problema de grandes dimensiones, la obesidad ha empezado a aparecer en China, lo que implica significativos cambios en la dieta. Otros datos apuntan hacia en idéntica dirección. El ejército de tierra informaba recientemente que el recluta chino medio tenía dos centímetros de estatura y cinco de cintura más que hace veinte años.. La liquidación de las comunas agrarias que dio paso a la regulación del uso (que no propiedad) de la tierra con las reformas de Deng Xiaoping aseguró esa posibilidad, pero el futuro se complica. La agricultura china tendrá que aumentar significativamente en los próximos años la producción de carne, sobre todo de cerdo, y de productos lácteos. El aumento del consumo ha sido tan rápido que ha dejado obsoletas muchas de las estimaciones más recientesA finales del siglo XX, se estimaba que en 2020 el consumo de carne de cerdo estaría entre 17 y 28 kilos anuales por cabeza; la de vaca entre dos y tres kilos, y la de ovino entre uno y dos. En 2012, el departamento de Agricultura de Estados Unidos lo situaba ya en 4,1 kilos de vacuno y 38 de porcino. Véase Ma y Adams, op. cit., p. 60..

Con cerca del 20% de la población mundial, China cuenta sólo con un 8% de la superficie arable

Ma y Adams consideran que, sin otra revolución verde en la producción agrícola, va a resultar difícil alimentar a una población cuatro veces superior a la de Estados Unidos. China importa cada vez más comida del exterior. Si no es capaz de ensanchar la productividad de su agricultura, su consumo forzará irremediablemente al alza los precios globales de los alimentosEn cualquier caso, concluyen Ma y Adams, «la opinión mayoritaria entre los economistas tiende a pensar que el camino correcto hacia el desarrollo en el caso de China es la expansión del consumo. […] Pero tenemos que estar preparados para la posibilidad de que la escasez de alimentos en China ejerza una presión brutal sobre el país y el mundo en general», op. cit., p. 78.. Todos estos factores pesan casi por igual sobre la vida del honorable Zhou y la del honorable Zhang, aunque su respectiva renta disponible será lo que determine la gravedad del impacto.

No puede decirse lo mismo del acceso a los servicios sociales. Ahí el honorable Zhou le saca una ventaja sideral al honorable Zhang. La diferencia no está en la calidad de los servicios, sino en su accesibilidad. Una práctica nacida en los tiempos imperiales, y reforzada por los comunistas, exige que los chinos sólo puedan vivir en los lugares que les vieron nacer. Ese dato consta obligatoriamente en su hukou, una especie de DNI residencial. Millones de campesinos chinos han votado con los pies en contra del hukou, emigrando a las ciudades. Allí han encontrado trabajo pero, sin un permiso de residencia local, estos inmigrantes interiores chinos no tienen acceso a la educación o la sanidad públicas.

No es que el honorable Zhou tenga a su alcance unos servicios impecables. El Gobierno no sólo obliga a los particulares a ahorrar, sino que las reformas de Deng fueron acompañadas de un casi total ahorro público en sanidad, educación y pensiones«La aparente abundancia de “capital duro” en China se ha producido a fuer de adelgazar el Estado de bienestar. La floreciente economía de los últimos quince años se financió con el traspaso de recursos de los servicios públicos a la inversión productiva y la industrialización». Véase Ma y Adams, op. cit., p. 108.. En tiempos de Mao eran los danwei o unidades productivas los encargados de gestionar la vivienda, la educación, la sanidad y las actividades culturales de sus miembros. Era el tiempo de la igualación por abajo y todos, a excepción del mandarinato, podían esperar servicios iguales, aunque fueran de ínfima calidad. El sistema se vino abajo en los años noventa, cuando a las empresas públicas se les liberó de mantener esos servicios, y la situación no ha mejorado desde entonces. El honorable Zhou tiene que pagar alrededor de la mitad de los gastos sanitarios que origine, lo que representa sumas considerables. Por su parte, los hospitales han tenido que convertirse en centros de ingresos, y de su éxito en ese campo dependen los salarios del personal sanitario. No es de extrañar que traten de exprimir a sus pacientes. La colusión entre médicos y compañías farmacéuticas para que se receten los medicamentos más caros es total. Por su parte, la mayor parte del mandarinato civil y militar tiene acceso exclusivo a hospitales y médicos de la mejor calidad. El honorable Zhang, por lo que le toca, tiene que pagar de su bolsillo todos los gastos médicos.

Algo semejante sucede en educación. Al honorable Zhang no le queda otro remedio que dejar a sus hijos en el pueblo o cargar con la totalidad de sus gastos educativos. El honorable Zhou, sin embargo, tiene a su disposición escuelas públicas cuya calidad es infinitamente mejor que la de los centros privados sin recursos en que se educan los hijos de Zhang. Por supuesto, no todas las escuelas públicas son iguales. Las adscritas a universidades o las frecuentadas por los hijos de la elite suelen obtener los mejores resultados en el gaokao (examen nacional de selectividad universitaria). Estadísticamente, los hijos del honorable Zhou están llamados a tener mejores resultados que los de Zhang, y no hablemos de sus primos que se quedaron en el pueblo.

Acróbata en el teatro de Shanghai La política de vivienda, totalmente desregulada, tiene resultados similares. En las ciudades coexisten las zonas nobles, en las que sólo pueden permitirse comprar apartamentos los residentes como el honorable Zhou, y las llamadas aldeas urbanas, en las que mora el honorable Zhang. Aquí, sus antiguos ocupantes se han convertido, de hecho, en propietarios de los inmuebles, que amplían con dos o tres pisos, tantos como puedan soportar los cimientos. Esos pisos se alquilan a los recién llegados a la ciudad. Los bajos se convierten en supermercados, tiendas de telefonía, restaurantes, escuelas privadas y otros centros de servicios baratos. Son los incómodos parientes pobres socialistas en una ciudad cada vez más marcada por las soluciones capitalistasA menudo, las aldeas urbanas lindan sin solución de continuidad con urbanizaciones de calidad muy superior. De esta forma, como señala Pu Hao, un investigador local, las aldeas rurales y sus habitantes se benefician de las inversiones públicas en las calles circundantes, de la expansión del metro y otras infraestructuras por las que no tienen que pagar..

Los malthusianos y sus seguidores actuales, como Ma y Adams, tienen en común un muy bajo nivel de aciertos proféticos. Hasta el momento, numerosos avances tecnológicos de toda índole han ido desmintiendo la mayor parte de sus augurios. Nada exige pensar que los primeros vayan a detenerse, así que conviene tomar los últimos cum grano salis. La escasez de recursos que sin duda afecta tanto a China como al mundo en general no es el problema básico del país. Si el modelo chino no puede funcionar, se debe, como subrayan Pettis y Beardson, a que asigna sus ingentes recursos a inversiones que no se someten, al menos por el momento, a la férrea disciplina que imponen los mercados ni a los deseos de los consumidores. Hasta ahora, los dirigentes políticos han podido permitirse no mirar a la rentabilidad de sus inversiones, limitando de paso el bienestar de sus súbditos hasta extremos difíciles de soportar. Quienes llegan al aeropuerto de Pudong, en Shanghái, se maravillan de poder tomar el Maglev, un tren de levitación magnética que llega a desplazarse a más de 400 kilómetros por hora en algunos tramos. Pocos reparan en que su rentabilidad ha sido desastrosa. El tren costó unos trescientos millones de dólares, pero tiene una ocupación inferior al 20%. Cuántas inversiones como ésta se han hecho es algo que se desconoce, pero todo hace pensar que no es la única. Malos negocios se dan en todas las economías; la diferencia con el modelo burocrático de China consiste en que, en las otras, sólo los inversores suelen pagar por los platos rotos.

Los parias de la tierra

Este rápido repaso dibuja en trazos muy gruesos los elementos básicos de la estructura social en la China actual. Con la rápida expansión de su economía, China ha dejado atrás la enorme base agraria sobre la que flotaban unas cuantas ciudades fundamentalmente burocráticasRobert M. Marsh, Mandarins: The Circulation of Elites in China, 1600-1900, Nueva York, The Free Press, 1961.. El fenómeno más significativo ha sido su proceso de urbanización. En 1990, sólo el 26,4% de la población (302 millones) vivía en ciudades; a finales de 2011, la población urbana (50,2%, o 691 millones) se había doblado y sobrepasaba por primera vez a la rural. En 2025 puede llegar a mil millones, con un aumento absoluto de 350 millones. En 2025 habrá en China 221 ciudades con más de un millón de habitantes.

En las ciudades, la estratificación combina rasgos similares a los de otras ciudades del mundo con otros que son específicamente chinos. Con un total de 85 millones de miembros (6,5% de la población) que controlan casi todos los mecanismos de poder, desde los escalones supremos de Zhongnanhai (nombre del recinto donde están las oficinas de los órganos centrales del Gobierno en Pekín) hasta las más modestas poblaciones, el peso del Partido Comunista es un elemento diferencial. La otra complicación es el divergente estatus residencial del honorable Zhou y del honorable Zhang, con la decisiva influencia que ello tiene en el acceso a los limitados servicios públicos. Simplificando al máximo, podríamos hablar de cinco grandes grupos sociales en la sociedad china actual: los capitalistas rojos, entre los que, además de los empresarios públicos y privados, y debido a su control del poder, tenemos que incluir a la elite política e intelectual y a los miembros del Partido Comunista; las clases medias con hukou urbano; los asalariados urbanos sin hukou; los campesinos; y el lumpen urbanoEsta clasificación es muy elemental y se basa, ante todo, en una estimación de la capacidad de esos grupos para defender sus intereses. Para un análisis más complejo (también muy discutible), véase Yanjie Bian, «Chinese Social Stratification and Social Mobility», incluido en Haihui Zhang, Zhaohui Xue, Shuyong Jiang, y Gary Lance Lugar (eds.), A Scholarly Review of Chinese Studies in North America. En cualquier caso, cuantificar los números relativos de cada uno de esos grupos queda fuera del alcance de este trabajo. Las únicas estimaciones a mano son las referentes a los inmigrantes sin hukou. Aunque no hay unanimidad, podemos hablar de un grupo de unos 260 millones, que se ampliará en otros cien en la próxima década..

Sea la crisis de deuda que anuncian Pettis y Beardson, sean los problemas que creará la escasez, según Ma y Adams, sea que el Gobierno se adelante a poner en marcha algunas reformas imprescindibles, parece que China camina, a medio plazo, hacia una etapa de inestabilidad económica. ¿Se extenderán las turbulencias al marco político? Todas las opciones comportan un nuevo arreglo entre actores políticos que, inexorablemente, generará perdedores y ganadores. ¿Cómo será de traumático el proceso? ¿Quiénes pueden ser sus beneficiarios? No es posible dar una respuesta a la primera pregunta sin echar mano de la bola de cristal, algo por completo vacuo. La segunda empuja al análisis, por superficial que haya de ser, de las fuerzas en juego, de sus intereses y de los eventuales límites a su actuación.

Conviene repetir algo ya dicho antes. La legitimidad del Partido Comunista Chino proviene de los impresionantes resultados económicos que se han alcanzado bajo su dirección. La pleamar ha hecho subir a todos los barcos y, en general, la satisfacción de los chinos con su suerte es de las más altas del mundo. La encuesta China 2012 del Pew Center cifraba en un 70% a quienes decían estar mejor que cinco años atrás. Es decir, ni el acceso discriminatorio a los servicios públicos, ni el rápido aumento de la desigualdad (según Naciones Unidas, en 2008 el índice Gini estaba ya en 47, igual que en Estados Unidos), han erosionado el liderazgo del Partido.

Los máximos defensores del sistema, como es lógico, se encuentran entre sus mayores beneficiarios. Son los capitalistas rojos y los rojos a secas, es decir, los miembros del Partido. Por supuesto, en el interior de cada uno de esos grupos hay grandes diferencias de rango, pero en general cuentan más los intereses comunes que sus eventuales divergencias. Jiang Zemin, que fue el máximo dirigente comunista entre 1989 y 2002, abrió las puertas del Partido a los empresarios. Al tiempo se ha producido un amplio trasvase de antiguos apparatchiki al sector privado y una simbiosis de favores mutuos entre ellos y sus antiguos colegas. En el sector público, los altos directivos son nombrados por el Partido y cesan a su arbitrio.

Las clases medias urbanas con hukou son muy heterogéneas, pero es difícil constatar insatisfacción en su seno. En definitiva, en su fidelidad al sistema cuenta mucho su acceso privilegiado a los servicios públicos. Sus componentes desearían que fueran mejores y más baratos, pero prefieren quedarse como están, porque el sistema de hukou, entre otras cosas, facilita el acceso de sus hijos a la educación universitaria. Por otra parte, el miedo a una nueva Revolución Cultural, siempre latente entre las preferencias de algunos sectores del Partido, sirve también de freno a los eventuales deseos de cambio de los residentes urbanos.

Con un total de 85 millones de miembros, el peso del Partido Comunista es un elemento diferencial

También el campesinado tiene una amplia diferenciación interna, pero todos sus miembros comparten la misma inestabilidad en derechos. Buena parte de los llamados «incidentes masivos» –es decir, movimientos de protesta– se dan entre agricultores que se defienden de expropiaciones dictadas por las autoridades locales para otorgar sus tierras a empresas urbanizadoras en condiciones muy favorables, a menudo a cambio de sobornos. A pesar de que el número de incidentes parece haber crecido (el Gobierno dejó de publicar datos oficiales en 2005), no parece que los campesinos sean capaces de plantear un desafío generalizado a las autoridades. A menudo el objetivo de sus protestas son los empresarios beneficiados por los cambios en el uso del suelo o los funcionarios locales, no el Gobierno central.

Como del lumpen urbano no se conocen históricamente más que acciones de acompañamiento a las revueltas de otros, el grupo social que más problemas puede plantear a la hegemonía comunista son los inmigrantes chinos carentes de hukou. Hasta muy recientemente, en el mercado de trabajo chino mandaban los empresarios privados y públicos. La mano de obra inmigrante tenía escasas cualificaciones, pero en las industrias que estaban desarrollándose en China no se necesitaba otra cosa. Los trabajadores, especialmente si eran mujeresVéase Pun Ngai, Made in China. Women Factory Workers in a Global Workplace, Durham, Duke University Press, 2005, y Leslie T. Chang, Factory Girls. From Village to City in a Changing China, Nueva York, Spiegel & Grau, 2008., carecían de sindicatos que les defendiesen, estaban dispuestos a aceptar salarios muy bajos y, a menudo, ni siquiera firmaban un contrato. La situación, sin embargo, ha empezado a cambiar. Ma y Adams insisten especialmente en ello.

Al mercado de trabajo chino suelen aplicársele las teorías de Arthur Lewis, un economista británico que fue premio Nobel en 1979. Cuando comienza la industrialización de un país, el flujo de trabajadores del sector de mera subsistencia al productivo contribuye a un rápido crecimiento del PIB. Los salarios son bajos por la gran reserva de trabajadores dispuestos a dar el salto y los empresarios se quedan con los aumentos de productividad. Sólo cuando la reserva de mano de obra empieza a disminuir se ven obligados a competir por los trabajadores restantes con aumentos salariales. China parece estar lejos de ese punto de inflexión, pero Ma y Adams apuntan a las nuevas generaciones de trabajadores inmigrantes para sostener lo contrario. 2008 fue el último año de incorporaciones masivas al mercado de trabajo, con más de 26 millones. El descenso de nuevos trabajadores entre 2008 y 2010 fue de un 20%, es decir, cinco millones menos de nuevos entrantes. Para 2022 se estima que estarán en torno a un 15%.

El descenso no es sólo una función del envejecimiento de la población. Entre 2002 y 2010, el número de jóvenes que decidieron iniciar su educación terciaria se triplicó. Ma y Adams también aducen cambios en la meta residencial de los nuevos trabajadores. Lejos de preferir las ciudades costeras, muchos se quedan en el interior del país, a donde están llegando nuevas empresas, donde el coste de vida es menor y también lo es la distancia con sus pueblos de origen. De los estimados 260 millones de trabajadores inmigrantes, más de 35% tienen edades entre los dieciséis y los treinta años. Un 5% de la nueva cohorte ha conseguido un título universitario. Su disposición a aceptar el autoritarismo empresarial es menor y, para ellos, el estilo de vida cuenta más que para la generación anterior. Su grado de educación e información es infinitamente superior al de sus padres. Se han educado en los cafés de Internet y se comunican rápidamente entre sí con sus teléfonos móviles. También aquí los hijos del honorable Zhang se resienten más de las diferencias en el acceso a la educación, porque muchos de los diplomas que ostentan provienen de centros de menor calidad que aquellos en los que se han educado los hijos del honorable Zhou. Pero, en general, estos cambios hacen que los nuevos trabajadores puedan defenderse mejor de las exacciones de empresarios y burócratas. Las empresas, sobre todo, tendrán que aceptar pagarles salarios más altos y, de no aumentar considerablemente su productividad, aceptar menores beneficios. Los conflictos sociales, pues, parecen destinados a aumentar.

Las nuevas generaciones tienen, además, otros serios problemas. Una de las consecuencias imprevistas de la política de hijos únicos ha sido el desequilibrio entre hombres y mujeres que, en los grupos menores de treinta y cinco años, es superior a los 35 millones, dada la preferencia cultural por los varones. Por cada cien mujeres hay 117 hombres, con variaciones regionales que llegan a 130 en algunas provincias. Esa reducción en el número de mujeres núbiles permite a éstas negociar con ventaja los términos de su futuro matrimonio. Hoy, un hombre que no pueda aportar un apartamento a la sociedad marital tiene poco que hacer en el mercado nupcial. La probabilidad, pues, de que los hijos del honorable Zhang encuentren una compañera es mucho menor que la que tienen los hijos del honorable Zhou. Por otra parte, el envejecimiento de la población impone traspasos generacionales de recursos para hacer frente a las necesidades de los ancianos. Por supuesto, llegará un momento en el que la desaparición de las generaciones mayores reducirá esa presión. Naciones Unidas estima que, en 2050, la población china habrá disminuido en 92 millones y en 440 para 2100 en relación con la población de 2020, pero los beneficiarios de ese descenso serán los hijos y los nietos de los jóvenes de hoy. Por todas estas razones, las autoridades tienen que tomar muy en cuenta las crecientes exigencias de los emigrantes sin hukou. No en balde, una de las medidas de reforma anunciadas a finales de 2013 por el Gobierno del presidente Xi apuntaba a una flexibilización del sistema residencial, aunque está por ver cómo va a implementarse. Todo hace pensar que los gobiernos municipales tratarán de limitarla al máximo, porque implicaría un serio aumento de gastos sociales. Por su parte, el honorable Zhou tendría que avenirse a pagar más impuestos. Cuando, pese a su situación privilegiada en relación con el honorable Zhang, el Gobierno también exprime hasta más allá de lo imaginable en otras sociedades al honorable Zhou, esos cambios van a encontrarse con toda clase de resistencias.

Juegos prohibidos

Suele decirse que la diferencia básica entre un régimen autoritario y otro totalitario estriba en la capacidad de autoorganización de la sociedad civil. Aunque bajo muchas limitaciones, los regímenes autoritarios permiten la existencia de asociaciones culturales, sindicales y hasta políticas que brotan allende el aparato del Estado, mientras que los totalitarios no les abren el menor resquicio. Con ese patrón en la mano, China es, sin lugar a dudas, un régimen totalitario. No hay allí espacio para la organización de otros intereses que no sean los reconocidos por el Partido Comunista. Un movimiento como Falun Gong, básicamente orientado a la práctica de la meditación y al ejercicio físico, a pesar de estar inspirado en prácticas taoístas tradicionales, y de contar con millones de seguidores, casi tantos como el Partido, fue rápidamente prohibido por las autoridades en 1999. En China no puede haber competidores entre el Partido y sus organizaciones de masas, por un lado, y los individuos, por otro. Sin duda, llegado el caso, esa falta de instituciones intermedias puede crear problemas sin cuento para el propio Partido, especialmente para los sectores que tratan de adaptarse en su seno a los deseos de cambio de millones de chinos, pero, para los dirigentes, cualquier manifestación de independencia es, por definición, sospechosa. Recientemente, el presidente Xi, que ha hecho bandera de las reformas en abstracto, insistía en que China ha ensayado toda clase de regímenes políticos, incluyendo la democracia, y sólo el socialismo con características chinas ha hecho buenas sus promesas de desarrollo económico y creciente protagonismo internacional. En su China no caben alternativas al neomandarinato comunista, como bien lo saben todos aquellos que tratan de organizarse pacíficamente al margen de él. Sin duda, las autoridades entienden que la estructura del Partido es la causa de muchos conflictos, pero prefieren hacerles frente con el uso del poder y, eventualmente, de la fuerza, antes que permitir el reconocimiento de instituciones formales que puedan contrarrestar o limitar eficazmente sus decisiones.

¿Podría el Partido Comunista Chino encontrar fórmulas para hacer más flexible su relación con la sociedad que controla? Joseph Fewsmith, un profesor de la Universidad de Boston que ha analizado algunos experimentos de participación, no se muestra optimista: «Ha habido pocos cambios en la forma de selección y promoción de los cuadros locales o en el desarrollo de instituciones que puedan constreñir el comportamiento del Partido de forma significativa»Fewsmith, op. cit., p. 5.. Por principio, los funcionarios del Partido carecen de incentivos para buscar procedimientos alternativos a la dinámica vertical arriba-abajo en el ejercicio del poder. A los cuadros locales se les evalúa, ante todo, por su capacidad de impulsar el desarrollo económico, no por la de resolver problemas o evitar fricciones. Pero estas últimas terminan por aparecer en dos modalidades principales. Por un lado, como conflictos en regiones pobres en que los campesinos han chocado con los cuadros del Partido por los impuestos o las expropiaciones de tierras; ambas fueron las principales causas en los ciento ochenta mil «incidentes de masas» estimados en 2010. Por otro, también han aparecido tensiones en zonas prósperas de la costa, donde los empresarios, especialmente aquellos que tienen carné del Partido, han insistido en que sus opiniones sean tenidas en cuenta para el diseño de políticas sectoriales.

Es difícil dar satisfacción a quienes protestan. En la realidad, todas las instancias organizativas, hasta las menos complejas, están sometidas al control de los cuadros del Partido. Los titulares nominales de una institución tienen siempre a su lado a un representante del Partido con derecho de veto sobre sus iniciativas. Es el sistema del comisariado político llevado hasta sus últimas consecuencias. Por poner un ejemplo que me resulta conocido: en el ámbito universitario, desde los jefes de departamento hasta los presidentes de las universidades están sometidos a la autoridad final del representante del Partido en cada nivel, que interviene no sólo en materias organizativas, sino también en los contenidos académicos. A veces, el comisario carece de título superior o lo tiene en materias por completo ajenas a las de su institución.

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Para que esos cuadros obtengan bonos salariales, acceso a gastos de representación y posibilidades de promoción, lo más importante es la opinión que sobre ellos tenga el secretario del Partido del nivel inmediatamente superior al suyo. Lo demás cuenta poco. Pero no es sólo la eficacia de su trabajo lo que se ve comprometido por estas prácticas. La tentación de corrupción que representan para los cuadros es difícil de ocultar. En 2005, por ejemplo, sólo un tercio de las 163.000 hectáreas de tierras estatales vendidas lo fueron a través de procedimientos regulares, es decir, a precios de mercado. En los otros dos tercios, los precios pagados por los compradores fueron cuatro o cinco veces superiores. No hace falta gran imaginación para saber quién se quedaba con la diferencia.

El repaso de Fewsmith a los conflictos de la primera especie, los generados por campesinos empobrecidos, se apoya en dos casos: Maliu y Suqian. Maliu es un pequeño pueblo en las montañas al norte de Chongqing, uno de los cinco distritos que dependen directamente del Gobierno central, en el suroeste de China. En el momento de la investigación, Maliu contaba con 7.241 hogares. Más de la cuarta parte de su anterior población había emigrado y otro cuarto de los que quedaban eran pobres, con una renta anual media de 1.021 renminbis (unos 120 dólares al cambio de entonces). Los ingresos fiscales de la comunidad representaban unos seiscientos mil renminbis anuales, y los gastos, más de tres millones. Para cubrir el déficit, los cuadros locales decidieron ejecutar las multas pendientes en los archivos municipales, de las que se les permitía quedarse entre un 3% y un 5% como incentivo. Las relaciones con la población empeoraron, hasta que un nuevo secretario del Partido propuso otras formas de tratar con los campesinos. En resumen, para cada nuevo proyecto de obras públicas y servicios, el comité local se comprometía a averiguar la opinión popular; a someter los planes a consulta entre los habitantes; a no ponerlos en marcha si no contaban con la aprobación del 85% de las personas afectadas; a publicar las cuentas una vez que los proyectos estuviesen acabados; y a no permitir que los burócratas locales cobrasen comisiones, aunque éstas estuviesen legalmente autorizadas. Tal vez en esto último radicaba la mayor innovación del modelo Maliu. A pesar de los elogios que recibió el plan de las autoridades de Chongqing, no se presionó a otras aldeas con problemas semejantes para que sus cuadros gestionasen los proyectos, pero no el dinero.

El modelo de Suqian invertía el relativo control abajo-arriba que se había impuesto en Maliu. Suqian es una ciudad al norte de Jiangsu, en la parte más pobre de esa provincia, y cuenta con unos seiscientos mil habitantes en la localidad y 4,7 millones en el área metropolitana que depende de su ayuntamiento. En 2001, Qiu He fue nombrado secretario local del Partido. Venía precedido de sus éxitos en una de las áreas metropolitanas de Suqian. Allí se había encontrado con un serio agujero fiscal (120 millones de renminbis de ingresos, 260 de gastos y una deuda de 32,6 millones), corrupción, y colusión de la policía local con las mafias del crimen. 247 cuadros locales fueron purgados como resultado de una operación anticorrupción montada por Qiu; se mejoró el sistema viario de la localidad; y se presionó al gobierno local y al provincial para que allegasen fondos. Adicionalmente, Qiu obligó a los trabajadores de su feudo a contribuir con ocho días anuales de trabajo sin paga y aumentó los impuestos a cuadros y campesinos. En su nuevo destino de Suqian, Qiu siguió las mismas pautas de eficacia desde el vértice. Bastó su sola decisión para que se dispusiera la privatización de los hospitales. Algo semejante hizo con la educación, pese a las huelgas del profesorado y a las críticas de los padres de alumnos. Adicionalmente, decidió anunciar los futuros nombramientos de funcionarios y dar un plazo de diez días para que los ciudadanos denunciasen eventuales problemas con ellos. Esto fue bautizado, con gran exageración, como el sistema de «recomendación pública y selección pública». En definitiva, Qiu colmaba con mano de hierro las expectativas de sus superiores de conseguir mejoras económicas para la población y así se granjeó el apoyo de aquéllos. Este sistema de despotismo ilustrado, tan celebrado por las autoridades –concluye Fewsmith–, es mucho menos eficaz que el de Maliu y suele acabarse tan pronto como el responsable político que lo impulsa cambia de destino; pero refleja perfectamente la gobernación favorita del Partido. No debe sorprender, pues, que los jerarcas apoyen a Siquan y dejen caer a Maliu.

¿Podría el Partido Comunista Chino encontrar fórmulas para hacer más flexible su relación con la sociedad que controla?

Otros ejemplos de participación ciudadana en algunas localidades de la provincia de Sichuan tampoco son alentadores. En ocasiones, los cuadros provinciales del Partido los proponían para implicar a parte de la población en los nombramientos de dirigentes locales, consiguiendo así una mayor legitimación de sus futuras decisiones. Pero, al tiempo, esos mismos cuadros provinciales no se sentían cómodos cuando sus colegas de menor rango podían apuntalarse en sus apoyos locales para oponerse a las decisiones de arriba o proponer cursos de acción alternativos. La existencia de elecciones, por muy limitadas y controladas que éstas sean, no deja de ser una cierta traba para el poder de los escalones superiores. Pronto, pues, se recomendó que estos experimentos no se hicieran, ni siquiera con gaseosa, y la era de Hu Jintao (2002-2012) se ha caracterizado por su desaparición en favor de soluciones tecnocráticas, más respetuosas para con los designios de la superioridad.

Si los casos anteriores experimentaban con pequeños intentos de democracia intra-Partido, en otras zonas del país, generalmente ricas, algunos actores trataban de conseguir espacios externos de autoorganización. Tampoco estos tanteos han tenido éxito. Un ejemplo palmario ha sido el llamado modelo Wenzhou. Por diversas circunstancias de su historia, Wenzhou, una ciudad industrial en la provincia meridional de Zhejian, ha desarrollado gran cantidad de pymes que han resistido con éxito los embates de la economía planificada. Las redes de empresas locales proveen a sus miembros de información sobre oportunidades de inversión, áreas de expansión productiva y contactos. Esos nódulos han creado una amplísima trama de asociaciones horizontales en un país donde el Gobierno prefiere la dependencia vertical: «De haber algún lugar donde se dé la oportunidad de crear una economía capitalista, basada en asociaciones empresariales que defiendan los intereses de su industria y, eventualmente, un sistema legal más neutral en lo político, ese lugar es Wenzhou»Fewsmith, op. cit., p. 140.. Sin embargo, ni la confianza que deberían suscitar en el Partido asociaciones profesionales sólo atentas a sus intereses sectoriales, ni su disposición a servir como campos de maniobra para una eventual transición democrática, han hecho mella en las altas jerarquías del Partido. En vez de favorecer el crecimiento de asociaciones voluntarias, como las cámaras de comercio de Wenzhou, su apuesta ha sido la contraria: imponer el dominio de las secciones del Partido en las empresas y en las pocas asociaciones voluntarias a las que se permite malvivir. Una vez más, el Partido ha preferido debilitar las asociaciones empresariales, aun a costa de corroer su competitividad a largo plazo.

En resumen, el Partido Comunista Chino sabe que necesita reformarse para dar continuidad a su legitimidad, pero, al mismo tiempo, los intereses creados por su aparato tienden a limitar las reformas y a imponer a cualquier precio un modelo político rígidamente vertical. La lógica interna de esta posición es clara y, a la vez, profundamente contradictoria. Los jerarcas y sus órganos de decisión en el llamado Departamento de Organización quieren resolver problemas y ganarse al público, siempre que no sea a costa de su propio poder. En definitiva, no pueden escapar del endemoniado problema de cómo hacer un civet de liebre sin liebre.

Cuánto pueda durar esta situación es algo que resulta imposible de adivinar. Pero la conclusión de Fewsmith no deja de ser inquietante: «Es, sin duda, posible que la presión social y los cambios en las ideas puedan contribuir, antes o después, al colapso del régimen, como así ha sucedido en muchos otros sistemas autoritarios. Sin embargo, llegado ese momento, la ausencia de instituciones hará que la formación y consolidación de un régimen democrático sea aún más difícil»Fewsmith, op. cit., p. 176..

¿Y mañana el mundo entero?

«China va a dominar el mundo. Y los estadounidenses tienen que prepararse»: esto no lo decía ningún gerifalte chino al que se le hubiese calentado la boca, sino, hace poco, James Bullard, uno de los presidentes regionales de la Reserva Federal estadounidense. Si Bullard tiene razón, en los próximos diez a quince años, China se convertirá en la primera economía mundial y, algo más tarde, los chinos sobrepasarán a Estados Unidos en renta per cápita. Con una población cuatro veces superior a la de ese país, todo apunta a un cambio decisivo en la balanza global de poder. Y, desde luego, a un futuro poco grato para quienes, a diferencia de compañeros de viaje como Martin JacquesMartin Jacques, When China Rules the World. The End of the Western World and the Birth of a New Global Order, Nueva York, The Penguin Press, 2009., no ven en el modelo político chino una opción envidiable.

En su libro, uno de esos libros de reflexión amplia, detallada y densa con los que, cada vez menos, nos sorprenden los académicos norteamericanos, David Shambaugh, un profesor de la Universidad George Washington, se muestra bastante más cauto. Dicho rápidamente, para Shambaugh, pese a su rápido desarrollo y a una creciente presencia en todos los ámbitos de la vida internacional, China no ha conseguido convertirse en un poder global. Todo lo más, el suyo es un poderío parcial, limitado en su capacidad de influencia, es decir, de poder flexible, dúctil o blando (Shambaug adopta de cabo a rabo esa idea de Joseph NyeJoseph S. Nye Jr., The Future of Power, Nueva York, Public Affairs, 2011. Para Nye, el poder blando es la capacidad de conformar las preferencias ajenas o de convencer a otros para que quieran lo mismo que uno y por medios distintos a la coerción (poder duro). En suma, convertir recursos en influencia o provocar imitación ajena mediante convicción.). Hay esferas de actividad, como el comercio internacional, los mercados de materias primas, el turismo, los artículos de lujo, las ventas inmobiliarias o la piratería digital, en las que China ejerce una influencia global; pero más allá, sus fuerzas se agotan: «Mi conclusión: que China está presente y activa en diversos lugares del globo y en varias esferas funcionales, pero no es (aún) capaz de influir o de controlar a actores o acontecimientos en diversos lugares del globo»Shambaugh, op. cit., lugar 312 de un dispositivo Kindle.. Lo suyo es la anchura, pero no la profundidad; dejarse ver, pero no dejar huella.

Incluso en su dimensión económica, China no pasa de ser un poder parcial, otro aspirante más al liderazgo. China ya se ha convertido de seguro en la segunda economía del mundo; su tasa de crecimiento durante veinte años ha sido espectacular; es el mayor exportador del mundo; tiene cuatro de los mayores bancos mundiales por capitalización; posee las mayores reservas de divisas; y tiene el mayor número de millonarios. Pero todo ello se ha conseguido sobre una base muy limitada: en 2009, el 93,6 de sus exportaciones eran productos de consumo de baja calidad. Sus servicios financieros y las industrias del conocimiento van muy por detrás de las del Oeste, o las de Japón o Corea. El retraso es notable, especialmente en su capacidad para crear empresas y marcas globales, aunque esto último contraríe las impresiones superficiales. Es cierto que, en 2001, sólo doce compañías chinas estaban entre las quinientas mayores del mundo, según la clasificación de la revista Fortune; en 2011 ya eran sesenta y una. Entre todas ellas tenían un volumen de negocio de 2,89 billones de dólares y unos beneficios de 176,1 millardos. Pero esos datos tan notables se apoyan casi exclusivamente en el mercado doméstico y no en la existencia de empresas globales, salvo algunas excepciones (Lenovo en ordenadores, Haier en electrodomésticos, Huawei en telecomunicaciones, Li-Ning en ropa deportiva, las cervezas Tsingtao, y poco más).

El talón de Aquiles de las aspiraciones chinas por contar con ellas está en sus recursos humanos. La consultora global McKinsey estimaba que sólo un 10% de los licenciados universitarios chinos estaban a la altura de las exigencias de formación de las compañías internacionales. Más aún, las compañías chinas y sus gestores no consiguen escapar de sus demonios familiares: valorar las conexiones personales más que las institucionales; búsqueda de beneficios a corto plazo; jerarquías verticales; falta de conocimiento de las culturas ajenas; corrupción. Ni, por supuesto, de la obsesión del Partido Comunista por el macrocontrol y la microgestión. En 2010, la mitad de los altos directivos de grandes empresas estatales, incluidas las multinacionales, debían sus cargos al Departamento de Organización del Partido. En definitiva, su cultura organizativa es por completo opuesta a la que ha asegurado el triunfo de las marcas globales: «Ser emprendedor (como ciertamente lo son los chinos) no es lo mismo que ser innovador y creativo. La cultura organizativa en China insiste en la disciplina y en el conformismo […]. La idea china del trabajo en equipo es, además, jerárquica […] en vez de la cultura más igualitaria y abierta de las organizaciones occidentales»Shambaugh, op. cit., lugar 3554..

Festival Internacional de la Cerveza en QingdaoAún más notables que en el campo de los negocios globales, las limitaciones de China aparecen en el terreno de la cultura, la comunicación y la imagen. China es consciente de la importancia de desempeñar un papel relevante en la escena internacional y ha empezado a gastar grandes sumas de dinero público en actividades culturales en el exterior, pero sin conseguir grandes rendimientos. La meta marcada por el Decimoséptimo Comité Central en octubre de 2011 («convertir a nuestro país en una superpotencia cultural socialista») o la apelación a los valores universales con características chinas, como suelen decir algunos intelectuales locales, no han dejado de ser, sin embargo, poco más que una versión agigantada del oxímoron aquel del pensamiento navarro. Aunque no sean los únicos en el mundo, los responsables políticos chinos parecen creer que, para mejorar la imagen de su país, basta con gastar dinero en campañas de marketing. Un estudio sobre la imagen de China dirigido por Zhou MIngwei, director de la editora nacional en lenguas extranjeras, aconsejaba posicionar a China en tres dimensiones: la China antigua, la China moderna y la China campeona de la paz. Y ahí se quedaba (amén de sugerir, eso sí, la creación de un Grupo de Dirección para la Estrategia de la marca China), sin detenerse en explicar los pasos para desarrollar esa estrategia. Los dirigentes chinos, remacha Shambaugh, no parecen comprender que «la cuestión no es explicar qué es lo que China tiene de único, sino lo que tiene de (potencialmente) universal. La esencia del poder blando consiste en poseer atributos nacionales que trasciendan al propio país y atraigan a los demás»Shambaugh, op. cit., lugar 3968.. Contra ese muro se estrellan una y otra vez los esfuerzos de las numerosas agencias burocráticas empeñadas en desarrollar la marca China y los medios de comunicación oficiales.

El régimen chino favorece la creación de grandes grupos mediáticos para agrupar y controlar a los numerosos medios que han proliferado en el país. En 2007 había en China 3.127 emisoras de televisión, 140 canales de pago, 2.432 emisoras de radio, 1.938 periódicos, 9.468 revistas, y más de tres millones de sitios web. En su mayoría, estos medios iban dirigidos a audiencias chinas y no emitían o publicaban en lenguas extranjeras. La idea, pues, de convertirlos en grandes conglomerados de comunicación, capaces de rivalizar con News Corporation o Bloomberg excede con mucho de sus verdaderas posibilidades. No se conocen las inversiones que reciben los Cuatro Grandes (la agencia de noticias Xinhua, la televisión central CCTV, la Radio Internacional China y el diario en inglés China Daily) encargados de la política de comunicación exterior china, pero se estima que, en 2009, estuvieron en torno a los nueve millardos de dólares. Sin embargo, ninguna de esas cuatro grandes agencias burocráticas ha conseguido convertirse en un líder de opinión fuera del país. Indudablemente, la función propagandística que les impone su Gobierno no es extraña a ello. La propaganda y el marketing difícilmente pueden sustituir la inexistencia de una cultura viva y creativa.

El Gobierno chino ha programado también grandes inversiones en educación superior para la década 2010-2020, con la meta de mejorar la innovación doméstica y de competir con las grandes instituciones internacionales, dedicando especial atención a un grupo de universidades conocido como China 9 (por el número de sus componentes). Tal vez el programa tenga mejores resultados que otros anteriores y consiga el despegue de la investigación básica que hasta ahora se le ha escapado al país. Pero, una vez más, China choca aquí con sus bien conocidas limitaciones: restricciones a la libertad de investigación; escasa presencia en medios académicos y publicaciones científicas internacionales; amplia corrupción (plagios, currículos inflados con méritos inexistentes, favoritismo en la promoción a puestos superiores). Los resultados del sistema son, por ende, muy deficientes. Un ejemplo llamativo es el de los premios Nobel. Hasta que Mo Yan ganó el de Literatura en 2012, ningún otro chino residente en el país lo había obtenido, a excepción de Liu Xiaobo (Nobel de la Paz en 2010), que cumple una condena de diez años de cárcel por su oposición al régimen. Gao Xingjian (premio Nobel de Literatura en 2000) tenía pasaporte francés. Los ocho científicos chinos que lo habían ganado eran todos ellos ciudadanos estadounidenses.

Concluyendo

En contra del optimismo reinante entre los analistas y los medios de comunicación, con sus matices, el grupo de autores analizados nada en contra de la corriente. Todos ellos coinciden en que China está en puertas de importantes cambios impuestos por la necesidad de reequilibrar su modelo económico y social, lo que generará una seria pugna entre posibles ganadores y eventuales perdedores. Ninguno apuesta claramente por que el cambio vaya a traducirse en un transformación brusca de las instituciones políticas existentes. Pettis no pasa de defender lo ineluctable de los límites impuestos por la necesidad de reequilibrar la economía; Beardson se cubre con el multiculturalismo, es decir, con la supuesta especificidad de las culturas nacionales para desinflar las expectativas de un cambio hacia la democracia de tipo occidental como el que exigían los estudiantes que ocuparon la plaza de Tiananmen en 1989; para Ma y Adams, el Partido Comunista Chino se encuentra sumido en una profunda crisis de identidad, es decir, que no saben por dónde podría aparecer una hipotética pugna intra- e intergrupal. Fewsmith no sólo recela de la posibilidad de una eventual reforma desde dentro, sino que añade, además, su preocupación de que, en caso de producirse una seria crisis del sistema, el pueblo chino carezca de la experiencia que requiere consolidar un régimen democrático.

El grupo de autores analizados no se suma al optimismo reinante entre los analistas

Tal vez sea la de Shambaugh la visión más optimista pero, a mi entender, es difícil de sostener. China –dice– no es aún una superpotencia global, pero puede serlo si se toma en serio su papel. Shambaugh acaricia la posibilidad de que los dirigentes chinos se vean obligados a aceptar las responsabilidades que comportaría la creciente integración de China en eso que ha dado en llamarse la gobernanza global. Para quienes creen en la fórmula, la economía global ha puesto de relieve la existencia de problemas que afectan a todos los actores del sistema, tales como cambios climáticos, epidemias, uso de los mares y del espacio, y comercio internacional. Como, por definición, ninguno de esos actores puede resolverlos aisladamente, las políticas a adoptar tienen que brotar de discusiones ordenadas y de amplios consensos; es decir, a falta de un gobierno universal, la gobernanza colectiva impone una renuncia limitada a las respectivas soberanías nacionales y el acatamiento a los acuerdos adoptados en foros internacionales, especialmente Naciones Unidas y sus organismos sectoriales. Como consecuencia, la gobernanza global aspira a que los conflictos internacionales se resuelvan por medio de procedimientos pacíficos de arbitraje o mediante sentencias de la Corte Internacional de Justicia y a proscribir el uso de la fuerza de las relaciones internacionales.

Shambaugh no desconoce que esta tesis crea innumerables recelos entre los países que, como China, piensan que el orden internacional vigente favorece los intereses de las potencias occidentales y de sus aliados, pero cree que, a la larga, los objetores acabarán por convencerse de sus ventajas. Será un proceso educativo difícil e ingrato, pero no imposible. China está aún condicionada por una carga histórica de agravios y por sus ambiciones revanchistas, al tiempo que el régimen comunista, consciente de su déficit de legitimidad, teme a las influencias que llegan del exterior. Pero los constructivistas, entre los que Shambaugh quiere contarse, no desesperan de implicar a China en el nuevo orden institucional, ni de que sus normas de conducta acaben por permear a la sociedad china y a la mayoría de sus miembros. Hay aún, dice, mucho espacio para ofrecer programas de apoyo para el desarrollo de la sociedad civil, de los medios de comunicación, del imperio de la ley o de la transparencia gubernamental. Y, añade por su cuenta, ésa es la única opción posible: «Aunque se decidiese que contener a China sería una política acertada, no sería posible hacerlo, precisamente por la ya efectiva integración de China en el sistema global»Shambaugh, op. cit., lugar 5852.. Proponerlo, pues, como lo hacen algunos políticos y analistas, supone un serio riesgo, además de una locura. Por decirlo con una expresión muy utilizada por los constructivistas, las políticas reactivas son cosa del pasado, no de la época global que se abrió con el final de la Unión Soviética y se ha consolidado en el siglo XXI.

La de los constructivistas es una opción loable y tiene a su favor una cierta experiencia histórica, aún muy corta. Lamentablemente, es difícil que pueda resistir una eventual crisis profunda en el seno de algunos de los países clave, o los intentos de aprovechar lo que consideren una oportunidad favorable para extender su poder duro. Como ha mostrado la reciente anexión de Crimea por parte de Rusia, los dirigentes de estos regímenes autoritarios pueden juzgar que la gobernanza global les reporta menos compensaciones que el recurso a la fuerza. Si la anunciada crisis económica de China se materializase y el sistema hubiese de hacer frente a serios conflictos internos, el régimen chino llegaría probablemente a la misma conclusión. Cuenta a su favor con los agravios históricos aún por digerir y con una opinión pública muy receptiva a la exaltación nacionalista, como no se cansaba de advertir Liu Xiaobo.

El presidente Xi ha bautizado su programa de gobierno como el sueño chino. Es un programa de «rejuvenecimiento nacional, mejora de las condiciones de vida del pueblo, prosperidad, construcción de una sociedad mejor y fortaleza militar»; en suma, una opción estrechamente nacionalista. La represión con mano de hierro de las protestas en el Tíbet y en Xinjiang, la imposición unilateral de una zona de exclusión aérea en el Mar del Este y las fricciones con Filipinas y Vietnam en el Mar del Sur no se corresponden con las ilusiones de los defensores de la gobernanza global. Dejarse guiar por ellas contribuiría a ignorar la posibilidad, en absoluto remota, de que, llevado de sus problemas internos, el sueño chino acabe por convertirse en una pesadilla universal.

Julio Aramberri es profesor visitante en la Dongbei University of Finance & Economics (DUFE) en Dalian (China).

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