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Céline en el fondo de la noche

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La Biblioteca Nacional de Francia pujó no hace mucho en una subasta para adquirir por más de dos millones de euros el manuscrito de Voyage au bout de la nuit (Viaje al fin de la noche), la novela de Louis-Ferdinand Céline que obtuvo el premio Renaudot en 1932.

Los huesos del autor, muerto el 1 de julio de 1961, debieron de removerse en el cementerio de Meudon al enterarse de la cantidad desembolsada para comprar su viejo manuscrito, por una institución, además, que hasta ayer mismo se negaba a prestar sus libros a los lectores. Él, que nunca tuvo con qué pagarse algo más que su propia tumba, él, que durante sus últimos años en banlieue, después de volver del exilio, siguió sin cobrar la mayor parte de sus visitas médicas a los enfermos del barrio, pese a llevar una vida sumamente precaria.

Louis Destouches, que firmaba con el seudónimo de Céline (el nombre de su madre), era un médico higienista que en los años treinta trabajaba en el dispensario municipal de Clichy y que acabaría por ser un maldito, confundido y arrollado en un tiempo convulso, sobre el cual no quiso o no supo navegar. En el tormentoso mundo de los años treinta, Céline, de pensamiento anarcoide, con posiciones políticas tan imprecisas como confusas y cuya primera obra (Viaje al fin de la noche) fue muy bien acogida por la izquierda mundial, acabó derivando, por motivos personales, hacia un antisemitismo locoide que realimentó por medio de pacifismo entreguista.

Soldado durante la Gran Guerra (1914-1918), pasó, como tantos, un calvario en el que resultó gravemente herido. La posibilidad de una nueva guerra le aterraba, hasta el punto de preferir la rendición sin lucha de Francia al enfrentamiento con Hitler, al cual, por cierto, despreciaba. Por el contrario, los socialistas (no así los comunistas, que sólo se hicieron antinazis el día que Hitler invadió la Unión Soviética), muchos demócratas y, por supuesto, los judíos, deseaban que el gobierno francés pusiera coto a la permanente agresión hitleriana.

Cuando, en 1938, los gobiernos francés y británico se avinieron en Múnich a entregar Checoslovaquia a la bestia a cambio de promesas de paz que Hitler nunca cumplió, los «pacifistas» como Céline siguieron pensando que todo se arreglaría. «Entre el deshonor y la guerra, habéis escogido el deshonor, pero también tendréis la guerra», dijo Churchill al Gobierno británico, que era el de su partido, el conservador. Y Churchill no se equivocó: en septiembre de 1939, acabada «con éxito» la guerra española, los alemanes invadieron Polonia. Durante la ocupación de Francia, Céline no colaboró con los alemanes, pero quienes sí lo hicieron lo acogieron como uno de los suyos. Su antisemitismo avalaba que fuera considerado un colaboracionista, pero nunca lo fue.

No hace mucho tiempo, coincidiendo con el centenario del nacimiento de su autor, se ha publicado en castellano una nueva versión de Voyage au bout de la nuit. Ante esta novela siempre asalta la duda de si la traducción es siquiera posible, pues en Céline las palabras no pretenden describir o acercar al lector a una realidad. Céline, en el fondo, no cuenta nada, ni un sentimiento, ni un estado del alma. Las palabras desfilan en la cabeza del lector, una detrás de otra. Son las palabras y sólo ellas, no las situaciones, las que nos producen una suerte de alegría incontenible, a pesar de las atrocidades que tales palabras evocan. Viaje al fin de la noche es, de alguna manera, un libro de humor, una novela picaresca muy especial. No es la voz del pícaro que nos cuenta una historia, sino que es la nuestra (la voz interior del lector) la que nos habla desde el principio hasta el final de la novela.

El lector que se acerque hoy a Viaje al fin de la noche se encontrará seguramente con dos obstáculos. En primer lugar, con la mala reputación del autor como antisemita furibundo, y si logra salvar esta primera valla y comienza a leer, es muy posible que salga rebotado en las primeras páginas por la abyección del mundo en que le introduce la lectura.

El antisemitismo de Céline no aparece por lado alguno en Viaje al fin de la noche, porque cuando el doctor Destouches escribió el libro no era antisemita. Su delirante antisemitismo iba a producirse más tarde. Unos meses después de publicarse la novela, Elizabeth Craig, a quien está dedicada, abandonó a Destouches para casarse en California con un judío de edad avanzada, y aquel abandono jamás fue asumido por la complicada mente del escritor.

El lector puede retroceder asustado ante la desesperación que se le presenta, pero no podrá negar su fuerza creadora

En 1936, Céline publicó su segunda novela, Muerte a crédito, y en 1937 el primero de sus tres panfletos antisemitas: Bagatelles pour un massacre, al que seguirán L’École des cadavres en 1938 y, ya en plena guerra, Les Beaux Draps. Los tres libelos, casi inencontrables hoy (me los regalaron fotocopiados los funcionarios de la biblioteca antisemita de Jerusalén), no resisten una lectura mínimamente racional. Tan es así que André Gide sostuvo, tras la publicación de Bagatelles pour un massacre, que la intención de Céline no era otra que desacreditar el antisemitismo francés mediante la exageración humorística de los tópicos antijudíos al uso entre la derecha francesa desde el affaire Dreyfus. Aunque las estupideces que los panfletos contienen inviten hoy a la sonrisa, cuando se publicaron fueron tomadas muy en serio, tan en serio como serias eran las cámaras de gas que diseminaron los nazis a lo largo y lo ancho de Europa precisamente por aquellas fechas.

Para saltar el segundo obstáculo –el rechazo que inspira la sordidez allí descrita– es preciso tener en cuenta que se está ante una nueva forma de novela picaresca referida a una sociedad excluida, no la de los truhanes, sino la de los «pobres de la tierra». Si salva estos dos obstáculos, al lector aún le espera una trampa. En efecto, una lectura rápida de la novela lleva probablemente a pensar que estamos ante una gran farsa escrita improvisadamente por alguien que no se ha cuidado de poner la menor coherencia a sus reflexiones. No es así, y ocurre simplemente que el autor se ha prohibido a sí mismo mostrar otra cosa que no fueran las manifestaciones directas de la existencia humana. Céline ha sabido colocar las frases de suerte que la voz que nos llega como lectores –ya se dijo– no es la del autor, ni la del narrador, sino nuestra propia voz. El lector puede retroceder asustado ante la desesperación que se le presenta, pero no podrá negar su fuerza creadora.

He dedicado muchas horas a intentar comprender la desgarrada vida del doctor Destouches, a entender a este raro personaje, y he de confesar que hoy tengo menos certezas que nunca. Para empezar, no sé por qué escribía. En mi descargo, diré que él tampoco lo supo nunca:

La emoción no puede ser captada y transcrita más que a través del lenguaje hablado […] del recuerdo del lenguaje hablado y al precio de una paciencia inabarcable […]. La emoción no se revela sino después de un enorme esfuerzo a través de lo hablado, que es preciso reproducir escribiendo con penuria. La emoción es avara, fugaz, evanescente.

Uno puede preguntarse, además, si su único fin consistió en introducir el humor en el mundo. ¿Para qué? Para evitar que la pobre gente siga tropezando en las mismas piedras. Entre el doctor Destouches y el escritor Céline está el abismo de la melancolía, esta «pena negra» de la que no pudo escaparse.

El higienista de Clichy era una buena persona: todos los testimonios coinciden en ello. Este samaritano, ante quien desfilan las putas y los borrachos del barrio, encontrando siempre consuelo a sus miserias físicas y morales, es el mismo que arranca con una ambulancia llena de desplazados hacia el sur huyendo de los alemanes en los días previos a la caída de París. Quien piensa muy seriamente en saltar a Inglaterra siguiendo los pasos de De Gaulle, quien desprecia a los nazis y cura a algún resistente herido en los mismos días en que la prensa colaboracionista elogia sus horrendos panfletos. También es él quien sigue trabajando como médico en Sartrouville y luego, en el verano del 44, huye aterrorizado acompañado de su esposa y un gato hacia el norte, tras la huella del fugado gobierno de Vichy. Baden-Baden y, luego, Sigmaringen serán sus balnearios sin reposo y sin tregua.

Allí, junto al lago Constanza, tomará el último tren hacia Copenhague. Era el 22 de marzo de 1945. El viaje durará cinco días, pero cinco días que son toda una eternidad. La eternidad que cabe en una pesadilla. Quien haya leído Rigodon lo habrá encontrado allí. El 30 de junio de 1961, Céline anunció a su segunda esposa, Lili, que había concluido esa novela. Murió al día siguiente.

Al contemplar a aquel viejo prematuro con trazas de mendigo, al ser decrépito que aparece en las últimas fotos tomadas en Meudon, su residencia de los últimos años, difícilmente puede imaginarse a Destouches en su treintena, al final de los años veinte: un hombre apuesto, amante de la música, la danza, la pintura y, sobre todo, de los juegos amorosos en compañía de Elizabeth Craig y de tantas otras amantes de ocasión, compartidas precisamente con la bailarina americana, «que me enseñó todo sobre el ritmo, la música y el movimiento». Pero ella se marchó y los nuevos encuentros amorosos son, por ejemplo, Cillie Pam, una judía vienesa, profesora de gimnasia, a quien inicia con éxito en la complicidad erótica. Destouches, enamorado del aparato locomotor femenino, acabará casándose con otra bailarina, Lucette Almanzor (Lili), pero la proximidad de la guerra primero y de la propia guerra después acabará con todo.

Adentrarse en la vida de Céline es introducirse en la contradicción y el delirio plenos. Ahí radica su atractivo, y también la repulsa que provoca. Lo ilustraré con una escena. Final del otoño de 1944. Sigmaringen. Salón del hotel donde residen, sintiéndose casi prisioneros y supervivientes, los restos de Vichy. El Reich se desmorona en todos los frentes. Léon Degrelle acaba de entrar en la sala, recién llegado del frente del Este. El jefe de los rexistas belgas viste el impecable uniforme de la Legión Valona. La Cruz de Hierro sobre el pecho. Se hace un silencio entre la concurrencia: «Es un soldado quien os habla. Volveremos a nuestro país. Entraremos de nuevo en Bruselas y también en París. Vosotros seréis los primeros en París. ¡Viva Francia!». Céline se levanta y mientras se dirige a la puerta, alza su voz ronca para exclamar: «¡Quién es este hijo de puta, que no sirve ni para ser ahorcado, con esa cara de gilipollas!» No hubo respuesta.

Céline fue uno de los mejores novelistas del siglo XX, pero también el peor hablado y, aunque conoció el exilio, jamás supo cuál era su reino. Quizá las piernas y los traseros de las mujeres a las que tanto quiso.

Joaquin Leguina fue presidente de la Comunidad de Madrid (1983-1995). Sus últimos libros son El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014).

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