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Cartas al director

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En una larga y ponderada carta publicada en el número 52 de su revista, José Luis González Quirós y Manuel González Villa se quejan de la reseña que Laureano Castro Noriega y Miguel Ángel Toro Ibáñez hicieron del libro de Michael J. Behe titulado La caja negra de Darwin (publicada en el número 49), y a la que califican de desdeñosa hacia su contenido y excesivamente optimista respecto de la capacidad del darwinismo para dar respuesta a los problemas planteados por dicho autor.

Antes de proseguir, me gustaría dejar claro que comparto, en general, los puntos de vista de los reseñadores y que tanto el libro de Behe como la carta en su defensa de los señores González Quirós y González Villa contienen numerosas falacias epistemológicas y errores claramente refutables. Empero, creo que el libro La caja negra de Darwin, por la gran repercusión que ha tenido en los medios académicos, políticos y culturales de Estados Unidos, amén de por otras razones que se expondrán más adelante, tal vez debería haberse tratado con más extensión y detalle en la crítica que publicó su revista.

No es fácil comprender, desde nuestra perspectiva de catolicismo de verdades ex cátedra, historia sagrada amañada y catecismo de preguntas y respuestas, la credulidad de una gran parte de los cristianos norteamericanos que interpretan al pie de la letra todo lo que se dice en la Biblia–para ellos, fuente única de la verdad revelada–, incluyendo el origen del universo y de la vida en nuestro planeta. Mucho me desviaría de mi argumentación si me pusiera a analizar el extraordinario impacto que tuvo la traducción al inglés de la Biblia en la cultura, idioma y política de británicos y americanos angloparlantes, mas es un hecho incuestionable que no merece discutirse y que posiblemente sea uno de los orígenes de esa credulidad ramplona en la literalidad bíblica; no es cuestión tampoco de buscar valores precisos en estadísticas recientes: basta con señalar que, aproximadamente, la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de Estados Unidos creen en un mundo y un género humano creado por el dios de la Biblia según un proceso exactamente descrito en el Génesis. En consecuencia, el llamado creacionismo –que, por diversas razones, no está tan extendido en Gran Bretaña ni en otros países de su influencia histórica–, que se origina en esa fe ciega en un Dios creador que, además, nos ha dejado el relato bíblico de su proceder, es un movimiento ideológico muy activo en muchos estados norteamericanos y que deja sentir su peso, entre otras actividades cívicas, en su sistema educativo, el cual, junto con sus muchos defectos, tiene la virtud de permitir que quien lo paga pueda ejercer control sobre las materias que se imparten y los textos que se usan en las escuelas públicas estatales. Para los creacionistas, Darwin es su bestia negra y consideran que su teoría de la evolución socava las creencias religiosas de los alumnos y es gravemente peligrosa para el sistema moral cristiano, por lo que llevan años en ardiente y fanática cruzada para, si no eliminar del todo de los planes de enseñanza el darwinismo –lo cual es cada vez más difícil debido a las leyes constitucionales americanas sobre religión y enseñanza– sí, al menos, forzar a que en las escuelas públicas los relatos y mitos creacionistas se impartan en pie de igualdad con la ciencia de la evolución. En general, los ataques de los creacionistas al darwinismo han sido burdamente patéticos por su pobreza intelectual, aunque sus agresivos y obstinados intentos de convertir sus creencias religiosas en enseñanza científica en las escuelas públicas les han llevado en varias ocasiones ante los tribunales de justicia (sirva como ejemplo la película de Stanley Kramer, protagonizada por Spencer Tracy, La herencia del viento, que está basada en unos hechos reales –el famoso «Scopes Monkey Trial»– acaecidos en Tennessee en 1925), terminando incluso en el Tribunal Supremo, que dictaminó en 1987 en contra de los intereses de los creacionistas.

Recientemente, un grupo de creyentes cristianos con formación científica, tras la serie de fracasos jurídicos de los fundamentalistas bíblicos y ante la creciente evidencia del carácter evolutivo de la vida, pretenden promover como ciencia el estudio de lo que denominan el diseño inteligente, en un intento de conciliar la creación con una evolución más o menos dirigida sobrenaturalmente, ajena, por tanto, al naturalismo de la de Darwin. Entre los más destacados proponentes del diseño inteligente se encuentran el abogado Phillip Johnson y el bioquímico Michael Behe quien, tras la publicación en 1996 del libro que se comenta, se ha convertido en un héroe de culto entre los creacionistas.

¿Por qué ha creado tanto revuelo y polémica un libro cuya tesis central –la denominada complejidad irreducible–, en fin de cuentas, no es sino una versión actualizada de la rebatida metáfora en contra de la evolución basada en el hábil relojero como diseñador y fabricante de algo tan complejo como es un reloj, propuesta por William Paley a principios del siglo XIX ? Varias son las razones; entre las principales, que se trata de un libro bien escrito, que señala y describe importantes lagunas del conocimiento de la evolución, con argumentos plausibles y cuyo autor tiene credenciales científicas intachables. Por otro lado, más que pretender que está fuera de toda duda la existencia de una inteligencia diseñadora, el texto– y la carta a su favor que ustedes publican– es una invitación a indagar científicamente sobre ello, especialmente cuando se sugiere que el darwinismo se encuentra en un callejón sin salida en ciertos casos de muy difícil explicación. No es mi intención rebatir ni la tesis central ni las varias aseveraciones erróneas contenidas en el libro del profesor Behe, cuestión por otro lado, de gran complejidad técnica. Puede que quieran hacerlo, si desean replicar a la carta que comento, los reseñadores de su revista; mas en todo caso, al final de estas líneas me permito indicar al lector interesado dónde puede encontrar en Internet abundante información al respecto.

Empero, no quisiera dejarme en el tintero el serio error epistémico en el que incurren los que propugnan que el estudio del diseño inteligente pueda tener carácter científico. En primer lugar, es una falacia sugerir que, dados los conocimientos científicos y datos disponibles–que tienen enorme importancia en ciencias dependientes de circunstancias históricas como es la biología evolutiva–, lo que no podemos explicar hoy día mediante mecanismos naturales requiera o abra la puerta a la hipótesis de causas y agentes sobrenaturales, máxime cuando nos está vetado por principio cualquier conocimiento científico (natural) de dichas causas y agentes (usando la terminología de Popper, se podría decir que se trata de hipótesis no falsables). Es más, es muy posible que haya aspectos importantes de la biología evolutiva que jamás lleguemos a saber, dada la imposibilidad de reconstruir detalladamente los accidentes históricos que llevaron a la aparición de un determinado sistema bioquímico o forma de vida. Y en segundo lugar, y siguiendo el argumento de Steven Weinberg citado al principio de estas líneas, sin saber una palabra del diseñador, siempre podremos postular una inteligencia suficiente para diseñar cualquier aspecto de la complejidad de los seres vivos, que de forma continua se extiende, desde lo que evidentemente es una chapuza evolutiva, que ni los más conspicuos detractores del darwinismo pueden negar que carece del más mínimo vestigio de diseño, hasta el más complejo y admirable mecanismo de precisión bioquímica, aparentemente inexplicable sin un inteligentísimo proyecto previo. Pues, ¿dónde establecemos el punto de complejidad y aparente diseño a partir del cual interviene la inteligencia creadora? ¿Está el diseño inteligente codificado, como parece sostener Behe en contra de toda evidencia de la genómica, desde el origen de la vida, o la inteligencia sobrenatural introduce el diseño cuando no confía en que el curso ciego de la naturaleza logre los resultados deseados? ¿No será acaso que hay diversos creadores, con diferentes coeficientes intelectuales, que se reparten la tarea del diseño según su grado de dificultad?

BIBLIOGRAFÍA

www.polisci.mit.edu/bostonreview/br21.6/0rr.html
www.talkorigins.org/faqs/behe/publish.html
www.amsci.org/amsci/bookshelf/Leads97/ Darwin97-09.html

Shermer, Michael, How We Believe, W. H. Freeman and Company, Nueva York, 2000.
Gardner, Martin, Did Adam and Eve Have Navels?, w. W. Norton & Company, Nueva York, 2000.

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Ficha técnica

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