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Cartas al director

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Estimado Sr.: El motivo de la presente es, en primer lugar, felicitarle por la extraordinaria calidad de la revista que usted dirige. Hacía tiempo que se echaba de menos en el panorama intelectual español una revista como la suya, capaz de hacer una valoración crítica de las principales novedades editoriales, lejos del amiguismo, de la fácil ironía o de la descarada propaganda comercial. Vaya por ello por delante mi más cordial enhorabuena. Pero, en segundo lugar, el motivo real que me incita a escribirle ha sido el estupor que en mí ha suscitado la lectura de su artículo, publicado en el número de marzo de 1998 de su revista, titulado «Posmodernismo: el revés de la trama», en el que se comenta con alborozo la aparición del libro de Alan Sokal y Jean Bricmont, Impostures intellectuels y del que, en mi opinión, se sacan una serie de consecuencias disparatadas. Coincido con usted en la importancia y el interés que este libro presenta, aunque discrepo por completo en los motivos. El libro de Sokal y Bricmont es importante y va a marcar un hito en los ensayos culturales de tradición francesa (que aquí en España –y no sólo en los Estados Unidos– encuentran tantos seguidores), porque sin duda pondrá fin a un cierto estilo de escritura con el que algunos escritores (como Jacques o Jean Baudrillard) pretendían hinchar ampulosamente sus opiniones adornándolas con un falso barniz de cientificismo. Es cierto que, en este sentido, el libro de Sokal y Bricmont se agradece. Pero si este libro es importante lo es sobre todo porque va a ser capaz de reabrir el gran debate pendiente entre la ciencia natural y la filosofía, que muestran a todas luces, a finales del siglo XX, una mutua incomprensión, cuando no un mutuo desdén. La mejor prueba de ello es el artículo que Alan Sokal remite a la revista Social Text como provocación, haciendo uso de todos los tópicos posmodernos sobre la ciencia, para reírse de ellos. Pues lo cierto es que, si descartamos algunas sátiras fáciles que el artículo contiene (sobre todo en las notas), deberíamos felicitarnos por el hecho de que, en él, Alan Sokal trate de acercar las posiciones de un científico natural a la reflexión sobre las principales aportaciones de la filosofía contemporánea. Pues precisamente las tesis centrales sobre las que Sokal ironiza constituyen en realidad las principales aportaciones del pensamiento contemporáneo: la convicción de que –cito a Sokal– «la realidad física, exactamente igual que la realidad social, es una construcción lingüística y social, y que el conocimiento científico, lejos de ser objetivo, refleja y codifica las ideologías dominantes y las relaciones de poder de la ideología que las produce». Es importante que un profesor de física teórica de la Universidad de Nueva York las haya formulado con tanta claridad, aunque sea para burlarse de ellas, porque todavía, la inmensa mayoría de los científicos naturales viven en la absoluta convicción de enfrentarse al conocimiento de la realidad tal cual es en sí misma y en la fe ingenua en la absoluta pureza axiológica de sus métodos de investigación. Como es previsible que el libro de Sokal tenga una buena recepción entre los científicos –sobre todo por la sátira a la que somete a los filósofos–, es previsible también que les haga reflexionar sobre estos dos extremos y que la polémica que levante sea muy fructífera. Pero lo que más me pasma de su artículo es el tono apocalíptico con el que usted parece afrontar la crítica de la ideología posmoderna y las disparatadas consecuencias que de ella parece usted sacar. Observo que considera el posmodernismo como «una doctrina oscura y a trechos ininteligible». Observo que considera usted «abracadabrante» la tesis que «el mundo exterior es fruto de nuestras estrategias interpretativas». Y observo con estupor que en ello encuentra usted una intención deliberada de «cortocircuitar la política» y, por si esto fuera poco, el más claro indicio del ocaso mismo de la racionalidad occidental. ¿Pero es tan disparatada y tan irracional la tesis de que el mundo exterior es «fruto de nuestras estrategias interpretativas»? ¿No constituye más bien ésta la mejor aportación del racionalismo occidental, desde Kant? ¿Es tan «abracadabrante» la tesis de que el conocimiento está marcado objetivamente por el interés y que no es posible por tanto el mito de una ciencia aséptica, puramente contemplativa, exenta de precomprensiones del mundo y de valoraciones previas? ¿Es ridícula en su opinión la tesis de que toda forma de saber manifiesta claramente una voluntad de poder? (Por cierto, constituye una grave incomprensión de la problemática de la voluntad de poder afirmar que ésta sea o pueda ser «la voluntad de poder de quien la esgrime».) Veo que contempla usted con regocijo la sátira a la que Sokal somete a Luce Irigaray por haberse atrevido a preguntar por el carácter sexuado del saber. Es posible que la formulación de ésta («¿Es sexuada la ecuación de Einstein e = mc 2 ?») sea un poco exagerada, sin embargo, ello no invalida en absoluto la pertinencia de su pregunta. ¿Es verdaderamente tan terrible y tan irracional preguntarse por el carácter ideológico del saber y de su institución más característica, la ciencia natural y la técnica de ella derivada? ¿No es pertinente preguntarse por el carácter sexuado del saber? ¿No es pertinente preguntarse por su carácter de clase o por su condición de legitimador del statu quo? Se muestra usted en su artículo horrorizado porque determinadas feministas hayan llegado a poner en cuestión la validez del modusponens, como si ello amenazase los cimientos de la civilización occidental. Cuando en realidad hay toda una tradición masculina de sátira (tanto literaria como ensayística) de la lógica femenina, de la que no parece usted preocuparse en absoluto. Desde Juvenal en la Antigüedad, pasando por Bocaccio, hasta Schopenhauer, Kierkegaard y Otto Weininger, han sido muchos los varones que han afirmado explícitamente que la lógica femenina no es la misma que la masculina, pero usted parece rasgarse las vestiduras solamente cuando es una feminista posmoderna la que lo afirma. Para colmo, usted parece afirmar en su artículo que tanto las mujeres, como los negros, como los homosexuales han encontrado ya su plena integración en el sistema, por el hecho de no ser apaleados en sus manifestaciones públicas. Y no se explica usted bien cómo es posible que, si ya no son apaleados, sigan protestando de este modo contra el sistema. Pero ni es cierto que hayan dejado de ser apaleados, ni es tampoco cierto que su integración en el sistema haya sido plena. Sólo por poner un par de ejemplos cercanos, le diré que la última encuesta de salarios del INE en España demuestra que el salario medio de las mujeres sigue siendo un 30% más bajo que el salario medio de los varones. En segundo lugar, el reciente «caso Arny», de la Audiencia Provincial de Sevilla en el que se ha producido un linchamiento moral de determinadas personas por la mera imputación de su condición homosexual, demuestra claramente que los homosexuales siguen siendo considerados ciudadanos de segunda, involucrados en supuestas prácticas aberrantes, a los que poco les ha faltado para ser apaleados incluso físicamente. En cuanto a su opinión de que en estos movimientos y en la ideología posmoderna que los alienta subyace una voluntad de «cortocircuitar la política», me gustaría también decir un par de cosas: Es posible que ello sea cierto, y que en el pensamiento posmoderno haya una actitud deliberada de crítica de la política, pero seguramente no en el sentido que los motivos apuntados en su artículo suponen, no para socavar la buena convivencia política, sino más bien para posibilitarla, al romper precisamente con los tabúes más autoritarios, encarnados presumiblemente en torno de lo que Derrida ha denominado el «falogocentrismo». Falogocentrismo que, junto con la supremacía de una determinada raza y la supremacía de un determinado sexo, defiende también la supremacía del discurso verbal sobre el escrito o sobre lo mostrado y expresado por otros medios. Exactamente igual que el Aristóteles que usted con tanto fervor defiende. Por ello también me llena de estupor su defensa lukácsiana de la racionalidad de la crítica política del viejo «socialismo científico» frente al irracionalismo de los posmodernos. Ya la propia DieZerstörung der Vernunft (La destrucción de la razón, que aquí fue traducida como El asalto a la razón) fue criticada por Adorno (otro autor marxista), como la mejor muestra de la destrucción de la razón del propia Lukács. Pues si es cierto que los viejos socialistas lukácsianos creían o afirmaban creer en la razón, también lo es que ello no les impidió en absoluto formular doctrinas o teorías de la historia y de la sociedad incompatibles con los hechos o despreciar los datos y las evidencias empíricas cuando éstos no cuadraban con sus teorías. Así, el carácter «científico» del socialismo, no sirvió más que para imponer un modelo social autoritario, que también trajo consigo deportaciones masivas, purgas y exterminio sistemático de los disidentes que no comulgaban con tal «racionalidad». Por todo ello creo que su airada defensa de la racionalidad occidental evidencia y delata más bien la nostalgia de un modelo autoritario, la añoranza de algo –cito literalmente de su artículo– «absoluto y universal», para la que no parece encontrar otro fundamento, a falta de una fe en valores eternos o en la posibilidad de rehabilitar al propio Dios. Es cierto que es poco lo que sé de física teórica, pero sé que ese absoluto que usted busca y añora ya ni siquiera lo defiende la física más reaccionaria, para los conceptos de espacio y de tiempo. La audacia burlona de Sokal, al afirmar que la realidad objetiva es una construcción humana y que la práctica científica se encuentra tan comprometida por los intereses políticos como cualquier otra actividad humana, es precisamente lo que vale la pena discutir. Pues tal vez sobre esa presunción gratuita de absoluto se funden valores que no son absolutos, pero que sirven sin embargo para legitimar la imposición violenta de unos hombres sobre otros. Constituye por lo demás una ingenuidad –y delata una notable ignorancia de la historia de la filosofía occidental-el pensar que el que niega la posibilidad de conocer la realidad en sí misma, niega sin más la realidad y la objetividad. El paradigma inaugurado por Kant, del que seguramente todavía no hemos salido, muestra cómo es perfectamente posible defender la racionalidad y la objetividad del conocimiento científico sin pretender que ello nos permita el conocimiento de lo que son las cosas en sí mismas.

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