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Sobre el arte de la novela

Cartas a un joven novelista

MARIO VARGAS LLOSA

Ariel/Planeta, Barcelona, 1997

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Bajo las ideas, ejemplos y sugerencias de estas cartas a un hipotético corresponsal, se deja ver, aunque en ocasiones de manera disfrazada, la confesión de un novelista. No otra cosa podríamos decir de El arte de la novela de Milan Kundera. Quizás, ya que he mencionado al escritor checo, habría que señalar que ambos comparten la noción de que la novela moderna se enfrenta o ha de enfrentarse a la Historia, vista como monstruo que viene de fuera o como producto de nosotros mismos, nunca del todo nosotros, nunca tampoco ajena a nuestra intimidad. Las ideas que Vargas Llosa maneja en este pequeño libro, sin duda son encontrables y en ocasiones con más fuerza expresiva en obras como La verdad de las mentiras y en otros ensayos del escritor peruano sobre literatura. En alguna medida estas cartas son una ampliación del prólogo al libro citado. Está compuesto por doce cartas donde se analizan varias cuestiones técnicas: el estilo, tiempo y espacio, recursos novelísticos y la idea central sobre la que gira esta lección que oscila entre la confesión del novelista y la clase universitaria: la novela es una mentira que cuando logra tener calidad expresa la verdad. El punto que permite a la novela pasar de ser una burda patraña a una verdad es la persuasión, aceptando en esta síntesis que el término persuasión supone todas las dotes literarias que provocan tal estado de ilusión. Vargas Llosa supone el nacimiento de la novela, es decir, de la necesidad de fabular, como una rebeldía frente a las carencias de la vida real. Apartarse del mundo para restituirle aquello que le falta, es la tarea del novelista. Esta distancia se torna metáfora (obra) intensificadora de nuestras horas, y, por otro lado, ese mundo de ficción expresa aquello que hombres y mujeres de una época imaginaron contra las ausencias de la vida que les tocó en suerte. La «vida real» es vista como «infinitamente más mediocre que la vida inventada por los novelistas». La labor del novelista es vista como un acrecentamiento de la vida, como un striptease al revés: se viste al desnudo para finalmente alcanzar la realidad que queremos ver (vivir). En el plano ético, afirma que todo verdadero novelista acepta los temas que le son fatales, rehuyendo las propuestas ajenas a su propia experiencia (vayan tomando nota editores y más de la mitad de los plumíferos). La elección de una fatalidad es la paradoja que todo verdadero creador acepta como reto. El novelista, como ya conjeturó el escritor peruano en un viejo ensayo sobre García Márquez, es un deicida. Vicente Huidobro pensó que el poeta era un pequeño dios (otra paradoja), cuya labor es crear realidades verbales con valor ontológico: las palabras son. Lo que nuestro novelista dice es un poco distinto: las obras no son pero nos permiten ser, aumentan nuestra capacidad de ser. El no ser de la obra (Madame Bovary está hecha de letras, aunque llore en todas las provincias francesas; no sólo no existió Quijote, tampoco Sancho, etc.) gracias a la persuasión produce ser. Sin duda, entre las cartas que al lector de este libro le hubiera gustado recibir estaría una en la que Vargas Llosa enfrentara el tema del lenguaje. ¿Qué son las palabras? ¿Cuál es la realidad que tiene el lenguaje en el hablante? ¿Por qué es distinto cuando se da en una obra literaria lograda? Al enfrentar estas respuestas se encontraría con algunos problemas, nada fáciles de solucionar, lo sé, pero sin duda atractivos: dónde está el desnudo que la literatura viste; si el hombre se define por la racionalidad, es decir por el lenguaje, ¿cómo se puede entender sin las palabras? ¿No es la imaginación (en todas sus facetas) el recurso y el testimonio de nuestra esencial separación? ¿No es la imaginación una de las formas que adopta el deseo, esa energía que nos afirma y que indica que lo que somos es también libertad? En ocasiones me parece observar, pero tal vez sea un error mío de apreciación, que Vargas Llosa supone la existencia de la realidad por un lado y por el otro el lenguaje. El hombre y la historia se darían desnudos y la literatura (e imagino que el arte en general) los cubriría de metáforas. El problema es que la historia es ya cultura y ésta un producto, entre otras causas, de la imaginación humana, entendiendo por imaginación también nuestras pesadillas, los sueños de la razón y el adormecimiento de la misma. Quizás lo más atractivo del libro sean las pequeñas observaciones sobre el arte de la novela (que son también sobre el arte de leer), hechas por un gran lector y por un gran novelista. Si toda crítica o toda teoría es una confesión, el género carta, incluso cuando están dirigidas a un desconocido –finalmente, el anónimo lector del libro–, permite al escritor dotar a su escritura de las observaciones privadas que a todos nos gustaría oír. Confiamos en que el cartero llame de nuevo.

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Ficha técnica

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