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Michael Haneke: Caché (Escondido)

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Empezaré por confesar que antes de ahora no había visto ninguna película de Michael Haneke, aunque había leído, eso sí, unas críticas muy elogiosas sobre su obra. De esta misma, Caché, traducida al español por Escondido, vi que en el diario londinense The Guardian, por ejemplo, le habían colocado cinco estrellas sobre cinco, y en The Independent algo parecido. No me extrañó que los recortes de ambas reseñas lucieran al lado de la taquilla, bien pegados al cristal de la cartelera casi como una vía láctea de papel.

En esta libérrima sección llamada La mirada del narrador lo que prima es el hilo narrativo, sin que importen demasiado los antecedentes ni los consecuentes de cada obra concreta, y uno se ve obligado a ir detrás de aquél para ver dónde se encuentra, si es que se encuentra, de modo que puede resultar incluso conveniente tal carencia de información previa para no condicionar demasiado el visionado de la película.

En este caso yo he cumplido con creces, pues, como digo, ignorante de mí, entré a la sala de proyección sabiendo muy poco de su director y, sobre todo, sin haber visto ninguna película suya anterior. Ahora ya sé que Mihael Haneke es austríaco, o acaso es un alemán que vive en Austria, que todavía no estoy seguro; siendo, no obstante, lo determinante, según es fácil deducir, su relación con Austria. Ha filmado ya unas cuantas películas, entre las que destacan Funny Games, de 1997, y La pianista, de 2001. Últimamente rueda en Francia con producción francesa.

No es de extrañar, pues, que Caché me haya parecido desde los primeros momentos una película francesa. En el cine francés, incluidas algunas películas excelentes de aquello que se llamó la nouvelle vague, los excesos, cuando se producen, y lo hacen con más frecuencia de la deseada, siempre caen del lado del discurso literario. No es ése, sin embargo, el caso de Caché, salvo tal vez en una secuencia en la que uno de los «intelectuales», amigo de la pareja de «intelectuales», hombre y mujer, marido y esposa, que protagonizan la película, cuenta la anécdota supuestamente real de ese perro que reúne coincidencias crecientes con el narrador hasta que éste acaba la historia cambiando las palabras por un súbito ladrido, secuencia que de alguna manera simboliza lo que es la película: un puro énfasis, si se me permite la expresión, para tan poco.

Y digo que no es el caso de Caché, porque en la película de Haneke, con posiblemente esta única excepción, lo discursivo, que lo hay y mucho, se va menos por lo verbal que por lo visual, lo que es ciertamente más acorde con el género cinematográfico; pero sigue siendo un exceso y ese exceso gravita de continuo sobre la película, haciendo que algunas secuencias sean especialmente desconcertantes, con la cámara fija sobre un escenario, en un subrayado que no logra subrayar nada, y que no sirve, por tanto, a los fines de la narración.

¿Es eso acaso estilo? Puede ser. Pero también pueden ser guiños a una crítica complaciente, curiosamente entregada, guiños que, vistos de otra manera, resultan como tics nerviosos o, cuando menos, como un ropaje perfectamente prescindible, al modo de esas escrituras literarias empalagosas cargadas de un pretendido tono personal que adormecen al lector obligándole al esfuerzo de escudriñar entre tanto estilo la narración que fluye por debajo de ellas.

Tiene la película la virtud -y pido perdón por la ironía de trazo grueso- de que, dados su estatismo y sus prolongados silencios, resulta poco adecuada para las salas de cine de pantalla gigante que tanto se estilan hoy, donde parece ya mayor el negocio que se hace con la venta de refrescos, regalices, chicles, caramelos, gominolas y palomitas crujientes para consumir en la sala que con la venta de entradas. Eso en Caché sería muy difícil de soportar. Ruidos tan de cocina o de merendero sonarían a irreverencia notable ante tanta solemnidad. Porque hay que añadir que la película es solemne. Haneke ha querido revolvernos a fondo la conciencia.

Ya he dicho que la película es de producción francesa y parece ser que a los franceses les ha encantado. Lo que no entiendo es por qué no se da más entre ellos este tipo de intelectual enfurruñado que tanto abunda entre los austríacos. Es una característica tan marcada que parece un rasgo genético. Tienen estos intelectuales el semblante hosco, el ceño fruncido, la respuesta airada. Lo mismo da si se les otorga el premio Nobel o si se escapan de vacaciones a Fuengirola. En las entrevistas no conocen la sonrisa y siempre parecen dispuestos a la bronca.

En fin, sobre Caché, que de esta concreta película hablamos ahora, aseguran que ha sido un autentico revulsivo para los franceses, recordándoles sus culpas en la guerra descolonizadora de Argelia. Todavía más, se ha dicho que ha sido un revulsivo para todos los europeos, puesto que ha escarbado en nuestra mala conciencia con respecto a las relaciones con los países del tercer mundo.

Yo mismo, que, como digo, sabía muy poco de ella y que, mientras la veía, me preguntaba el porqué de tanta cosecha de estrellas, tengo que confesar que sí, que tuve enseguida la creciente sospecha de que acaso la cosa fuera por ahí y la clave de tanta celebración estuviera en una especie de maridaje entre una remota mala conciencia y un muy vigente código de lo políticamente correcto.Y es que la cuestión, como dirían los juristas, es de hermenéutica, es decir, de interpretación.

Porque la historia narrada en Caché que, según se dice en algunos medios, es un thriller -se ha llegado a hablar nada menos que de Hitchcock como referente-, da muy poco de sí y sólo con un esfuerzo de imaginación considerable –o, más bien, de hermenéutica- es posible elevarla a esa categoría capaz de simbolizar el comportamiento colectivo de toda una nación, o incluso más, de todo Occidente.

Tenemos en Caché a un matrimonio relativamente joven todavía. Sus intérpretes son Daniel Auteuil y Juliette Binoche. Tienen un hijo de unos diez años, de nombre Pierrot. El marido es comentarista de libros en televisión –ahí la película ya se nos aparece inequívocamente francesa– y ella está profesionalmente relacionada con una editorial, algo también muy culto y muy francés.

Un día reciben en su domicilio una cinta de video y la ponen en su televisión, situada de modo muy prominente como una especie de altar mayor en el salón de su casa, gran mensaje para hermeneutas. ¿Qué ve en la cinta nuestro matrimonio? Algo que el espectador está viendo también. Su casa desde fuera: es decir, comprueban que hay un ojo que les acecha. En principio no acuden a la policía. ¿Por qué?

En Europa la gente en casos así acude a la policía; en Estados Unidos, al menos en las películas americanas, no. En Estados Unidos el ciudadano, aunque sea el fiscal general del Estado, no acude a la policía. Él sólo se enfrenta a los terroristas, a los delincuentes organizados en mafias, a quien sea. Él sólo rescata a su hija de las garras de los secuestradores. Se trata de exaltar el principal de sus supuestos valores sociales, ese individualismo de corte darwinista que preside la vida estadounidense: sólo los fuertes triunfan, y los fuertes son los que no necesitan de los demás para sobrevivir. Pero al tiempo y, como sin querer, en una especie de efecto colateral, está mostrándose una profunda desconfianza hacia ciertas instituciones básicas, la policía en primer lugar.

En Europa, afortunadamente, las cosas no suelen ser así. Por eso cuando el matrimonio continúa recibiendo nuevas cintas, más detalladas, con nuevos aditamentos –un cruel dibujo infantil, por ejemplo–, decide presentar la denuncia. «Nada podemos hacer o qué quiere usted que hagamos», se le dice al buen señor en comisaría. Bueno, ahora ya lo entendemos.Y esto, que es tan español, parece que es también muy europeo. Curioso contraste, por otra parte, entre esa policía estadounidense –tan tremendamente incisiva e intervencionista– a la que no se acude (en las películas), mientras que la europea, a la que sí se acude (en la realidad y en las películas), se llama andana.

Así que es el marido el que investiga y se abruma y se debate entre la curiosidad morbosa y el miedo. Mientras, el matrimonio flojea. Porque las cintas de vídeo cumplen un doble efecto argumental: por un lado, son como la conciencia de Daniel Auteil, ese hasta ahora feliz y confiado televisivo comentarista de libros; por otro, son el elemento desestabilizador externo que penetra en la vida de un matrimonio hasta entonces tranquilo –aunque acaso habría que decir aburridopara ponerlo a prueba.

Se han puesto de moda las narraciones maniqueas.Algunas novelas resultan paradigma de ello: los buenos y los malos bien perfilados, en un perfil que no nace de su naturaleza humana, sino del bando al que pertenecen. He aquí la película de Haneke. Ahora ya empezamos a saber por qué algunos de estos "creadores" son tan huraños, a despecho de los premios y los aplausos que reciben: porque ellos están en el bando de los buenos, de los ofendidos, de los perseguidos y humillados… y ¿los demás? Ay, los demás somos seguramente los malos que aplaudimos sus obras.

Este presentador de libros de la película ha sido también niño, pero no un niño cualquiera, tan bueno como malo, tan mezquino como idealista, no. Este niño de Haneke ha sido un niño francés envidioso y canalla, dicho vulgarmente un mal bicho. Pero quieren los hermeneutas, o quiere Haneke, o quieren ambos, que este niño francés fils de pute venga a representar a Europa o al colonialismo europeo. El muchacho, ante la posibilidad de que sus padres adopten a un niño argelino, alguien a quien habría de tratar desde entonces como a un hermano y con quien estaría obligado a compartir todas sus cosas, idea una conspiración para evitarlo, una tremenda, doméstica, ominosa conspiración en la que un gallo del corral del padre es descabezado de un hachazo.

Y no sé sí también hay simbología en ese gallo que pierde sangre a borbotones descabezado en una horrible secuencia que a mí personalmente me resulta injustificable. De eso los hermeneutas no han dicho ni pío. O yo no lo he leído. Pero, ¿qué? Ya puestos, ¿no podría ese gallo descabezado, que vuela y trastabilla tan trágicamente, estar simbolizando a la otrora dulce Francia?

Ese niño, esto es, nuestro hogaño adulto presentador de libros, consigue mediante tan siniestra estratagema, incitando a que el muchacho argelino degüelle al gallo del corral paterno, que sus progenitores desistan de la adopción de su posible hermano, que pierde así la gran oportunidad de su vida, la de educarse como un niño francés de buena familia.

Uno se pregunta qué diría la hermenéutica, si, pongamos por caso, el aspirante a la adopción no hubiera sido un muchacho argelino, sino otro chico francés, que también debe de haberlos desfavorecidos en Francia. ¿Sería posible que estos celos o envidia del muchacho, que mueven a un comportamiento tan siniestro, carecieran de toda significación más allá del caso aislado? Estamos seguros de ello. ¿Por qué, pues, si el perjudicado es un muchacho argelino, como ocurre en la película, su conducta, idéntica en ambas hipótesis, ha de alcanzar connotaciones de denuncia universal y valor de símbolo, una especie de paradigma de la lucha de civilizaciones, o cosa parecida?

Como sabemos, la crianza y la educación no responden a una ley matemática. Y a tenor de cómo ha resultado ser su hipotético hermanito, el francés privilegiado, acaso la situación del muchacho argelino no debiera considerarse tan lamentable. De hecho, cuando nuestro hombre llega hasta quien pudo ser su hermano adoptivo, habitante de una modesta vivienda de inmigrante, nada indica que sea un ser desdichado, no más desdichado que nuestro protagonista, cuya vida apagada y rutinaria ni siquiera brilla bajo los focos de la televisión para la que trabaja.

Es cierto que hay pericia en la dirección de Haneke y hay un deseo parcialmente logrado de romper algunos moldes narrativos en esa investigación, en la que la búsqueda del autor de los vídeos se confunde con la búsqueda del propio pasado del protagonista, sin que sepamos del todo quién es el autor, quién es ese otro ojo que siempre nos ve.

Y poco más que decir. La truculencia de la anécdota sangrienta de la que surge la historia encuentra perfecta correspondencia con su final. La mala conciencia de nuestro personaje es refractaria a cualquier revulsivo y es el otro, precisamente la víctima, el objeto de todas las «injusticias», quien, para colmo, y sin saber muy bien por qué, dirige hacia sí mismo el cuchillo de la degollina. Pónganle ustedes todas las estrellas que quieran, que para mí fue un apagón.

 

Caché (Escondido) de Michael Haneke está distribuida por Golem.

 

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Ficha técnica

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