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Fragmentos totalitarios

Bocas del tiempo

EDUARDO GALEANO

Siglo XXI, Madrid, 354 págs.

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Eduardo Galeano ve el mundo en blanco y negro. Por un lado están los malos, los americanos, los israelíes, los colonizadores e imperialistas de todas las épocas y todas las latitudes, y por otro, los buenos: los pobres de la tierra. Alrededor de ese esquema simplista, él ha escrito una obra considerable, cuyo hito fue Las venas abiertas de América Latina, reeditado como treinta veces y que constituyó en los años setenta una especie de Biblia para los revolucionarios latinoamericanos. Desde entonces, no ha hecho más que repetir el esquema, tan eficaz como totalizante, por no decir totalitario. Ahora vuelve con un libro constituido por fragmentos, atados unos a otros de manera anárquica pero con pretensiones generalizadoras: Bocas del tiempo.

Sus panfletos, perdón, sus fragmentos, revisitan la historia de la humanidad desde Adán y Eva hasta la guerra de Irak. En cada una de sus mini-historias, Galeano encuentra una trama ejemplarizante, moralista, poética. Se trata, sin embargo, de una poesía barata, al estilo de los textos del subcomandante Marcos, llena de buenos sentimientos, en la cual se ensalza al hombre con sus nobles sentimientos y sus pequeños defectos, contra el monstruo, el Leviatán, hoy llamado «globalización». El escritor uruguayo critica al «mercado global», al «gobierno global», a la «información global», reduciendo ésta a una abstracción sin rostro, pero detrás de la cual se puede reconocer a los amos del mundo actual. Todos los males de nuestro mundo se achacan a esa entidad universal. Eso permite unificar y justificar todas las rebeliones, todas las luchas, independientemente de sus objetivos iniciales y del lugar donde se producen, para hacer de ellas el motor común de la Historia. El ensayista lo confunde todo. Así llega a justificar a posteriori el ataque contra las torres gemelas. Sobre ese particular, escribe: «Este ataque terrorista mató a tres mil trabajadores». El atentado islamista del 11 de septiembre es calificado como terrorista sólo porque sus víctimas eran «trabajadores». Poco importa, a mi parecer, que hayan sido trabajadores o no. Entre los muertos del World Trade Center, también había traders, capitalistas, de todas las nacionalidades y de todas las razas. ¿Y qué? ¿No vale nada la vida de un hombre de negocios o la de un corredor bursátil, que también los había en las torres aquella mañana del 11 de septiembre de 2001?

Enseguida traza un paralelo con la guerra en Afganistán: «Este otro ataque terrorista mató a tres mil campesinos». De esa manera, el ataque a las Torres Gemelas pierde su carácter de unicidad excepcional, de advertencia inédita de lo que puede ocurrir, de bomba (no boca) de tiempo lanzada como desafío a la modernidad, que tenía que ser simbolizada por el siglo XXI . Otro paralelismo: «El agujero de Yenín tenía el mismo tamaño que el de las torres de Nueva York». He aquí otro crimen, israelí esta vez, tan terrible como el de Nueva York (del Pentágono ni se habla: sin duda, según Galeano, los empleados a sueldo de los estrategas militares americanos recibieron lo que se merecían). En sus largos años de teorizar combates, parece como si Galeano no hubiera aprendido nada. No hay ni el más mínimo asomo de duda en este escrito. Y, sin embargo, en la primavera de 2003, el escritor llegó a dudar, por un breve instante. En aquel momento, junto con el premio Nobel portugués José Saramago, Galeano expresó su reprobación de la represión llevada a cabo por el régimen castrista con la condena a largas penas de prisión de setenta y cinco disidentes por el simple delito de opinión, y con el fusilamiento de tres jóvenes que habían intentado secuestrar un barco para escapar hacia Florida. Las críticas al castrismo de esos dos defensores del combate contra el «imperialismo» y la «globalización» hizo pensar a algunos que la hora había llegado, que hasta los más fervientes admiradores del decano universal de los dictadores podían ver resquebrajadas sus certidumbres ideológicas con un semblante de indignación moral. Pero no. Desde entonces, ya no ha habido más declaraciones. Con una vez bastaba. No ahondar en la autocrítica, sobre todo. Mejor refugiarse en el silencio para no dar pie a los enemigos. Y eso es lo que ocurre en Bocas deltiempo. Se puede buscar de manera indefinida algún eco de aquella toma de distancia, no se encontrará por ninguna parte. Al contrario, Galeano vuelve, brevemente, sobre el «bloqueo» impuesto a la isla por los malos, los americanos, pero nunca sobre la represión ejercida por Castro en Cuba ni por Saddam en Irak.

En sus textos no hay medias tintas. Están los ricos y los pobres. Los malos son todos unos feroces malvados, ricos por supuesto. En cuanto a los buenos, son un producto de los dioses. Con ese esquematismo, uno llega a dudar hasta de lo más interesante de la prosa de Eduardo Galeano: aquellos momentos en que convoca las viejas tradiciones y leyendas indias de América para dar a conocer otra cosmogonía, otra visión del mundo que no sea la impuesta por el modelo occidental. Porque enseguida reduce los mitos a su significación menos interesante: la de una lucha permanente contra los explotadores. La «globalización», entonces, se vuelve el instrumento de los que más critican ese concepto tan cómodo como vacío. Cada lucha, por pequeña que sea, no es más que una pieza del rompecabezas de la rebelión mundial. Chiapas e Irak vienen a ser, entonces, prácticamente lo mismo.

Y aquí reside el peligro mayor. Las particularidades de cada sociedad, de cada relato de los pueblos amerindios, por ejemplo, sólo cobran su significación dentro de ese contexto, aunque existan desde mucho antes de que aparecieran el «imperialismo» o la «globalización». No hay que olvidar que Las venas abiertas de América Latina cumplió las veces de un texto sagrado. Lo que aún se podía aceptar (con infinidad de reparos) mientras el propósito se limitaba al subcontinente se ha vuelto inaceptable cuando pretende abarcar al universo entero.

No valdría la pena ensañarse contra un libro hecho de textos sin duda abandonados en el fondo de un cajón durante años y vueltos a publicar en un momento oportuno, dentro de nada menos que la «Biblioteca Eduardo Galeano» (sí, sí, el escritor en vida ya tiene derecho a su monumento de papel), si no fuera porque esos escritos, facilones, sentimentaloides, mentirosos por omisión, sirven para forjar cierta conciencia del mundo. Pero llega necesariamente un momento en que se produce una rebelión del pensamiento contra todas esas recetas para crear nuevamente (como si no hubiera existido nunca, como si no hubiera caído estrepitosamente de lo alto del muro de Berlín) un mundo feliz, sin ricos ni pobres, sin opresores ni oprimidos, y entonces todas esas Bocas del tiempo y Venas abiertas se vuelven a cerrar con rabia, como libros que sólo aportan algún saber nuevo a los que congenian con las convicciones políticas del escritor.

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