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Tres miradas sobre Churchill

Churchill

FRANÇOIS BÉDARIDA

Fondo de Cultura Económica

Trad. de Miguel Veyrat

México-Madrid-Buenos Aires, 464 págs.

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La coincidencia en las librerías españolas, en apenas unos meses, de tres biografías de Winston Churchill sin que medie ninguna efeméride que las justifique parece dar la razón a uno de estos autores, el historiador francés François Bédarida, cuando califica a Churchill de «niño mimado de la mitología de nuestro tiempo». Se mire por donde se mire, el personaje sigue ejerciendo, casi cuarenta años después de su muerte, ese irresistible magnetismo que subyugó a sus contemporáneos. En el umbral de la civilización de la imagen, hizo de sí mismo un poderoso icono fácilmente asociable a uno de los momentos estelares del siglo XX. Fue a la vez un victoriano imbuido de periclitados principios de autoridad y jerarquía y un visionario de la sociedad de masas capaz de comprender antes que la mayoría de sus contemporáneos el fin de una época y el albor de otra. Su dilatada y sinuosa biografía (1874-1965) empieza veinte años antes de la invención del cine y acaba en plena era de la televisión, tras dejar por el camino un rastro inconfundible de su hiperactividad y desmesura: escribió veintitantos libros, la mayoría de ellos de varios tomos, tuvo asiento en la Cámara de los Comunes durante sesenta y cinco años, dio varias veces la vuelta al mundo –recorrió 176.000 kilómetros sólo entre 1939 y 1943, casi a los setenta años– y fue un orador prolífico y cautivador, que dejó ocho densos volúmenes de discursos parlamentarios, a una media de un discurso por semana. Bien es verdad que no todos celebraron como una virtud el carácter desbordante de su personalidad: «Winston tiene cien ideas al día», afirmó el presidente Roosevelt, «de las cuales tres o cuatro son buenas» (alguien añadió que lo peor era que no sabía distinguir las ideas buenas de las malas). Su facilidad inigualable para el aforismo es tal vez la mejor prueba de esa inteligencia chispeante y un poco dispersa.

No hay grandes diferencias, en lo que a la caracterización del personaje se refiere, en estas tres biografías, escritas por el francés François Bédarida, el inglés Roy Jenkins y el alemán Sebastian Haffner, bien conocido por el público español por su Historia de un alemán, recientemente publicada. En las tres encontramos al mismo personaje ciclotímico y fantasioso, con frecuentes cambios de humor y una notoria tendencia al transfuguismo político y en el que sorprende, por lo pronto, su extraña devoción por un padre que nunca ejerció como tal y que lo ignoró, despreció o humilló según las ocasiones. Los tres autores ilustran con las mismas o parecidas anécdotas la forma en que fue forjándose en él un carácter a todas luces singular, fruto, en parte fallido, de la sociedad victoriana. De joven se mostró poco aplicado en el estudio, rebelde ante la injusticia y a veces irreverente, lo que le auguraba un porvenir poco prometedor en la Inglaterra de la época, de la que heredó, sin embargo, un cierto descreimiento rayano en el cinismo. Dice Bédarida que, a falta de otras creencias, su verdadera religión fueron la nación y el Imperio, a los que sirvió con un fervor casi religioso. Los tres autores coinciden también en considerar que sin el cúmulo de casualidades que en 1940 le llevaron por primera vez a ocupar el cargo de primer ministro, cuando a sus sesenta y cinco años parecía al final de una carrera política más estridente que brillante, su nombre apenas ocuparía unos renglones en las enciclopedias. Aquélla fue, como dijo él mismo de la Batalla de Inglaterra, «su hora más hermosa».

Escribir la biografía de una figura tan descomunal en poco más de doscientas páginas, como ha hecho Sebastian Haffner en su libro, puede parecer una empresa condenada al fracaso. Si tal cosa no llega a ocurrir es porque el ensayista alemán derrocha ingenio y oficio para conseguir en cada página un pequeño prodigio de síntesis histórica y biográfica, con momentos muy logrados, como cuando define los clásicos internados británicos por los que penó el joven Churchill como «infiernos de palizas y paraísos de camaradería», cuyo único objetivo era «romper a sus pupilos para después recomponer sus pedazos de otra manera». Sus dotes de buen ensayista brillan especialmente al describir las relaciones de amor-odio que Churchill mantuvo con los dos partidos en que militó, al tratar la rivalidad con Lloyd George –un paralelismo lleno de fuerza psicológica y de significado político– o al evocar la persistente influencia del recuerdo de su padre, tempranamente fallecido, hasta producir en el lector la sensación de que toda la carrera política de Churchill estuvo presidida por un afán de emulación de la figura paterna y por un deseo subconsciente de conseguir de su padre la atención y la estima que no le había dispensado mientras vivió. Las últimas palabras del libro sugieren que ese esforzado empeño personal, que en cierta forma dio sentido a su vida, no se cumplió hasta que la muerte le permitió yacer junto a él.

Pero, naturalmente, todo tiene un límite, y el innegable oficio narrativo de Haffner no basta para cubrir razonablemente en apenas doscientas páginas, si descontamos los índices y las ilustraciones, todos los ángulos de un personaje tan complejo y poliédrico. Queda fuera, por ejemplo, la figura decisiva de su esposa, lady Clementine (Clemmie), una mujer verdaderamente notable por su perspicacia y su prudencia, cuyas opiniones políticas, siempre sensatas y a menudo más penetrantes que las de su marido, proporcionaban a Churchill el punto de equilibrio y frialdad que solía faltarle. Una de las ventajas de su condición de trotamundos es que los continuos viajes le obligaban a mantener con su esposa una frecuente relación epistolar, que acabaría convirtiéndose en una valiosa fuente documental para conocer los aspectos más recónditos de su personalidad. La casi total ausencia de lady Clementine de esta biografía limita irremediablemente la imagen del protagonista de estas páginas, porque hay una parte del Churchill más íntimo, de ese personaje vacilante y depresivo que fue en sus horas bajas, al que se accede principalmente a través de Clemmie, en su doble e impagable papel de confidente y consejera.

Si el carácter sumario de la biografía de Haffner hace inevitables algunas limitaciones y carencias, la desmesurada extensión del libro que le dedicó Roy Jenkins tiene mucho que ver, asimismo, con su principal defecto, que no es otro que un estilo demasiado prolijo y a veces tedioso. Lo compensa, sin embargo, con un sentido del humor que suele hacer muy llevadera la lectura y que responde, en realidad, a algo más que un recurso estilístico. «Estoy cada vez más convencido», leemos en el prefacio, «de que los grandes hombres presentan fuertes elementos de comicidad». Es una forma de decir que este tipo de biografías debe tender más a una desacralización que resalte el lado humano y vulnerable del personaje que a la mera hagiografía. Pocas figuras tan propicias a ese juego como sir Winston Churchill, con su proverbial afición al humor vitriólico y a la autoparodia, en la mejor tradición británica. En el libro de Jenkins se junta, pues, el corrosivo humor de Churchill, desparramado por sus cartas, sus libros y sus discursos, con la implacable ironía de su biógrafo, siempre dispuesto a sacar punta a cualquier pequeña anécdota, como cuando nos cuenta cómo, casi al final de su vida, Churchill decidió resolver sus problemas de sobrepeso cambiando sucesivamente de báscula, hasta que dio con una que le acercaba a su peso ideal. Ese humor cómplice no es lo único que comparten el autor y su personaje. Diputado largos años y ministro de varios gobiernos laboristas, Roy Jenkins cuenta con la indudable ventaja de haber conocido por dentro las «tripas» de la política británica. No se trata sólo del régimen político y de sus instituciones, sino también de las costumbres seculares de su clase gobernante, de sus códigos semisecretos y de un cierto sentido hereditario de la política, visible tanto en la biografía del autor como en la del protagonista de este libro, hijos, uno y otro, de reputados miembros de los Comunes. No es de extrañar por ello que Jenkins, que siendo muy joven fue presentado a Churchill por su padre, destaque el simbolismo de que sir Winston ocupara en algún momento el escaño en el que se había sentado su progenitor. Esta es una vertiente del libro que el lector español no debería echar en saco roto: el descubrimiento de la particular idiosincrasia de la política británica, decantación de un viejo pacto entre la corona, la aristocracia y el pueblo, que con el tiempo habría de servir de base a un amplio consenso interclasista e intergeneracional.

La obra de François Bédarida es una buena prueba, sin embargo, de que para escribir una gran biografía de Churchill no hace falta haberlo conocido en persona, ni haber sido miembro de la Cámara de los Comunes, ni siquiera ser inglés. Su principal mérito consiste en haber sabido ajustar su mirada de historiador a la distancia que le separa del personaje: ni demasiado lejos, para evitar que el efecto óptico disminuya la estatura real de su figura, ni demasiado cerca, para no perderse en detalles a veces insignificantes o demorarse en episodios sobradamente conocidos, como la desastrosa expedición a los Dardanelos en 1915, un momento crítico en la carrera de Churchill que estuvo a punto de ser su tumba política y que Bédarida explica de forma tan clara como sucinta. Un par de frases le bastan para resolver la aparente contradicción en que se debatió el político inglés durante toda su vida, en pleno tránsito de la vieja a la nueva política: «La fe en una sociedad que pueda ser a la vez armoniosa y jerárquica», o, como dice Bédarida en otro momento, la búsqueda de una fórmula política que permita conciliar «la herencia de sangre» y la «herencia racional e institucional en forma de lógica democrática». No necesita mucho más tampoco para definir el método histórico empleado por Churchill en sus principales obras, una mezcla de épica nacionalista, pesimismo antropológico e individualismo whig generosamente adobado con las dotes comunicativas –emotividad, empatía, sentido del humor– que derrochaba en todo aquello que hacía y decía.

Tal es, sin duda, uno de los rasgos definitorios del personaje, y sobre ello no cabe discusión, aunque cada cual llame de distinta forma ese don inconfundible. «Era un demagogo de primera», afirma Haffner. Algo más que un «traficante de frases», dijo un contemporáneo en 1908, cuando a sus treinta y cuatro años ya le perseguía –como a su padre– una cierta leyenda negra de orador más efectista que sincero. Para Bédarida, en el arte de la comunicación y de la representación carismática, Churchill «nunca tuvo rival». Claro que dejó también para el recuerdo algún sonado fracaso, como cuando en una de sus primeras intervenciones en el Parlamento sufrió un terrible lapsus que le obligó a regresar precipitadamente a su escaño, o cuando en 1945, tras su inesperada derrota electoral, pronunció, sin haberse repuesto todavía de la sorpresa, un confuso discurso de despedida salpicado de balbuceos incomprensibles. Un discurso que, por cierto, quedó grabado para siempre en una filmación sonora y que, al contrario de lo que afirma Roy Jenkins, citando a lady Clementine, fue cualquier cosa menos «brillante». Por lo demás, algunos graves errores de cálculo, como la desdichada aventura de los Dardanelos, expresión del lado más quimérico de su personalidad, no empañan su poderosa intuición para anticipar a menudo el rumbo de la historia, otra cualidad reconocida por todos sus biógrafos, que parece avalada por su crítica a la política de apaciguamiento frente a Hitler, por su certero presagio de las guerras del siglo XX o por su apuesta en 1945 por unos Estados Unidos de Europa. En ese mismo registro cabe situar su capacidad para entender las nuevas claves de la política de masas que se inaugura a principios de siglo y que lleva al joven Churchill a salir del confortable ámbito de la política tradicional para ir a la caza del voto popular y obrero allí donde se encuentre. En una de las fotos que ilustran el libro de Jenkins podemos ver al descendiente del primer duque de Marlborough lanzando una soflama electoral desde el techo de un tranvía rodeado de una multitud que está haciendo –como él mismo– el aprendizaje de la democracia. En otras ocasiones, se hacía acompañar de un trompetista que, a modo de reclamo, congregaba a su alrededor a sus potenciales electores.

¿Hombre de acción o tribuno popular? François Bédarida subraya la paradoja de que un orador compulsivo como él, cuyos discursos contienen, según cálculos de este autor, cuatro millones de palabras, haya pasado a la historia sobre todo por sus gestas militares, que empiezan con su novelesca huida de los boers en la guerra de 1899 y alcanzan su cenit en la Batalla de Inglaterra. Su sucesor en el cargo de primer ministro, el laborista Clement Attlee, resolvió de forma inapelable esa aparente contradicción: «Si alguien me preguntara qué hizo exactamente Churchill para ganar la guerra diría: "Hablar de ello"». Junto a sus libros, sus discursos y sus alocuciones radiofónicas, el amplio repertorio de aforismos que legó a la posteridad y su facilidad para acuñar expresiones perdurables ––telón de acero, por ejemplo– demuestran que, ya fuera en el poder o en la oposición, en la guerra o en la paz, Winston Churchill no hizo otra cosa en su vida que «hablar de ello».

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