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Al servicio del Rey

EL GRAN DUQUE DE ALBA. UN SIGLO DE ESPAÑA Y DE EUROPA (1507-1582)

William S. Maltby

Trad. de Eva Rodríguez Halffter Atalanta, Gerona

490 pp. 26

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En una escena de la película Alatriste (largueza de posibles, estrechez de talento), recrea el guionista un diálogo entre el conde-duque de Olivares y el capitán que da nombre a la obra. Ambos inclinan sus cabezas hacia el tablero sobre el que se despliega un mapa de Flandes; el valido señala con el dedo y musita comentarios a los que el veterano soldado asiente con cabeza y lengua; entre otros: «Flandes me quita el sueño». Al fin don Gaspar parece querer zanjar la conversación y sentencia: «Sin Flandes no hay nada, capitán». La escena podría datarse hacia 1630. Para entonces hacía más de medio siglo que Flandes venía quitando el sueño a dos o tres generaciones tanto de españoles como de europeos, ignorantes de que todavía faltaban un par de décadas más (1648) para que, finalmente, en efecto no hubiese nada. Suele olvidarse que, tras la Guerra de los Cien Años, la que sigue en duración no es otra que la llamada de los Ochenta Años, y que aunque la etiqueta no goza de circulación habitual entre nosotros, no por ello la tal guerra deja de ser otra que la librada entre España y las llamadas Provincias Unidas entre 1567 y 1648. A su fin, como pronosticara Olivares, en verdad no quedó nada.

El libro de Maltby apareció en 1983 y no es ocioso reeditarlo ahora coincidiendo con el aniversario del nacimiento del gran duque, el primero de una larga serie de gobernadores que hubieron de bregar en aquel «infierno», tal como el capitán y el valido coincidían en llamarlo. El autor llegó a él (al personaje, no al infierno) desde la leyenda negra (1971)La leyenda negra en Inglaterra: desarrollo del sentimiento antihispánico, 1558-1660, trad. de Juan José Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1982 (la edición original es de 1971)., y sin duda resulta impertinente preguntarse el porqué. Ésta no es, sin embargo, una obra sólo del Alba en Flandes, sino la biografía del ministro que sirvió a Carlos I y a Felipe II allí donde se le mandó que lo hiciera; sus propias palabras lo atestiguan: «Los reyes nacen para hacer su voluntad, y nosotros, sus vasallos y servidores, nacemos también para cumplirla, y yo sin duda más que nadie, porque nunca he pensado en tener más voluntad que la suya; [y] si alguna vez no me he guiado por ella, ha sido por desconocerla» (p. 154). Habremos de seguirlo, pues, tras la voluntad real, por el norte de África (La Goleta, Túnez), Francia (Provenza, Metz), Alemania (Mühlberg), Inglaterra e Italia (guerreando nada menos que contra el Papa), hasta que en 1567 aquella misma voluntad de servicio lo pusiera en el camino de Flandes.

No ha sido la Guerra de los Ochenta Años un tópico habitual en el catálogo de las preocupaciones de los historiadores españoles del último medio siglo, por más que todos podamos estar de acuerdo con Geoffrey Parker en que la decisión de enviar a Flandes al gotoso duque constituyó sin duda el Rubicón del imperialismo español, lo que acaso es tanto como decir de la historia de nuestra Edad Moderna. En este sentido, Maltby pudo hacer buen uso de la primera edición de La revuelta holandesa de Parker (1977), mientras que, entre no­so­tros, la reedición todavía en 1997 de la canónica Historia de España fundada por don Ramón Menéndez Pidal decía lo que sigue respecto a los orígenes del conflicto: «De manera que, para ser sinceros con la verdad que se debe a la Historia, la definitiva causa de estas revueltas, y la única, fue la ambición y la inmoralidad de los señores, auxiliados por el medio ambiente creado por la apostasía de las masas y la infección luterana, que traía en sus entrañas todas las concupiscencias y desenfrenos» (vol. XXII, p. 707; las cursivas son del propio autor). Sin comentarios.

Maltby se arrima, pues, a buen árbol (Parker) para contar el proceso que llevó a la emisión por Felipe II de los llamados decretos del bosque de Segovia (el juego de palabras ha surgido sin querer) de 17 y 20 de octubre de 1565, que indefectiblemente ha­brían de conducir a la decisión del año siguiente, a saber, el necesario recurso a la fuerza en función de la información disponible, de la posición relativa de las facciones de la corte durante aquellos días, de la voluntad real, naturalmente, y, por fin, del ascendiente de Alba sobre ésta. Tomada la decisión, buena parte de la actuación de Alba en los Países Bajos es materia conocida, territorio familiar aunque filtrado por la leyenda negra. Alba hizo lo que se le mandó; se manchó las manos para que su señor pudiera aparecer luego cual magnánimo dispensador de perdones y mercedes. Hubo algo de relación antidoral entre la proyectada actuación del amo y la efectiva actuación del servidor: pareciera que a mayor intensidad en la de éste, más sobresaldría luego cualquier gesto realizado por aquél. Pues Alba fue a Flandes bajo el convencimiento de que más temprano que tarde su señor aparecería para rematar la faena una vez el morlaco hubiera hincado la cerviz. La presencia de Felipe II en Flandes ya se echó en falta una década antes, cuando no pocos coetáneos y otros tantos historiadores argumentaron entonces y luego que su salida hacia España en septiembre de 1559 tuvo algo de precipitada, habiendo dejado atrás, desde luego, no pocos sietes mal hilvanados. Cuando comenzaron los problemas –con anterioridad, pues, a la llegada de Alba–, el real viaje ya había sido cancelado tanto en 1565 como en 1566, y todavía hubo un tercer amago en la primavera de 1567. Alba accedió, por fin, «bajo la condición de que Felipe prometiera reunírsele a los pocos meses» (p. 226).

El carácter inicial de la operación condicionaría, sin embargo, de modo sustancial su ulterior desarrollo. Reprimir una revuelta en el territorio más urbanizado de Europa requería de un ejército numeroso; en 1567 la Monarquía Hispana no era ni mucho menos una potencia militar en el Atlántico, de manera que el acceso a Flandes habría de ser, necesariamente, por vía terrestre (el bien conocido Camino Español). Alba tuvo ocasión además de contemplar cómo la revuelta acabó por convertirse en guerra pocas semanas antes de tomar el camino de vuelta a casa (19 de diciembre de 1573). Su regreso consistió en deshacer lo andado en 1567 por la misma ruta, y la cuestión acaso no sea tan banal como en principio pudiera parecer. El 1 de abril de 1572 los llamados «mendigos del mar» tomaron el puerto de Brill, la primera de una hábil secuencia de golpes de mano que colocó bajo autoridad rebelde los puntos clave de las salidas al mar de los grandes ríos, facilitando, en consecuencia, el bloqueo marítimo de los Países Bajos desde la costa de Flandes (Ostende, Dunquerque, etc.), pasando por Flushing, en la desembocadura del Escalda, hasta terminar en la del Maas (Brill). El sucesor de Alba (Medinaceli) las pasó canutas para llegar y poner pie a tierra, tras haber decidido viajar por mar. Alba comprendió a la perfección que, bajo tales circunstancias, la estrategia debía modificarse de manera sustancial.

En este sentido, me permitiré señalar un par de cuestiones sobre el conflicto, quizá no valoradas de modo suficiente por Maltby ni por otros, pero que, a mi modesto entender, hablan bien a las claras del excepcional amueblamiento cerebral –estratégico y político– que el viejo duque llevaba en la cabeza mientras hacía las maletas para volver a casa. Para empezar, el tiempo pasado por don Fernando en Flandes fue suficiente para persuadirle de que aquella guerra necesitaba un esfuerzo paralelo en la mar. «Ésta, señor –escribía el duque a Felipe II en 1573–, es [la] guerra más sangrienta que se ha visto muchos años ha»Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, Duque de Alba, Epistolario del III Duque de Alba, 3 vols., Madrid, Diana, 1952, III, p. 275 (Nimega, 8 de enero de 1573).. Dicho esto procedía a desvelar su auténtico carácter. La «rebelión» [sic] que el anciano militar pretendía aplastar había estallado en «tierras marítimas» y buena parte de sus combatientes no eran sino «marineros y barqueros». La geografía de los Países Bajos en el siglo XVI se parecía sólo en parte a la de hoy en día. El cardenal Bentivoglio escribió en alguna de sus relaciones de principios del siglo XVII que la superficie acuosa igualaba o superaba entonces a la seca; y que tanta era la gente que habitaba los hogares de la tierra firme como la que servía en los centenares y centenares de navíos de sus varias flotas«Dal mare, e dalle riuiere è fatta peninsola. Il mare la cinge da molti lati; le riuiere la fendono in molti parti; con le riuiere s’uniscono molti canali a mano; e le ristagnano in seno diuersi lagui. Onde si può stare in dubbio, se più sia quello, che viene occupato dalla terra, che dall’acqua in Ollanda. E vien popolata ancora da sì gran numero di vascelli di tutte le sorti, che pur anche si può dubitare, se vi sia maggior quantità, ò d’habitationi mobili in acqua, ò di case stabili in terra» (Se ha hecho península del mar y de los ríos. El mar la rodea por muchos lados; los ríos la atraviesan en muchas partes; con los ríos se unen muchos canales a mano; y diversos lagos se embalsan en su seno. Por lo cual cabe dudar si en Holanda es más lo ocupado por la tierra o por el mar. Y se puebla además con un número tan grande de barcos de todo tipo que también puede dudarse si hay mayor cantidad de moradas móviles en el agua, o de casas estables en tierra), Guido Bentivoglio, Relationi del cardinale Betiuoglio all’illmo. e r.mo sig.r mio colendiss. monsig. Francesco Vitel, Colonia, 1632, p. 254.. No por otra razón los habitantes de las Provincias Unidas eran habitualmente llamados aquí «los de las islas», expresión que llegó a despistar incluso a don Gregorio Marañón, que la creyó referida a las británicas. Pues no: aquella «rebelión» era ya en 1573 «guerra sangrienta», y su futuro desenlace tendría mucho que ver con la toma de conciencia por parte española de la trascendental mutación que de 1567 a 1573 había tenido lugar. Alba hizo lo que pudo para que así fuese. Su éxito fue prácticamente nulo, pero al menos lo intentó apadrinando a un tal Alonso Gutiérrez, que también en 1573 estaba convencido de que aquella guerra era «imposible» (sí, así de claro, tal como suena) de ganar a no ser que su majestad inclinase la balanza estratégica hacia el lado de la ArmadaI. A. A. Thompson, War and Government in Habsburg Spain, 1560-1620, Londres, 1976, p. 187 (Guerra y decadencia: gobierno y administración en la España de los Austrias, 1560-1620, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Crítica, 1981).. En 1581, poco antes de morir el duque, durante una reunión del Consejo de Estado celebrada en Lisboa, «como quien hazía su testamento, y por descargo de su consciencia, votó que a su Magestad conuenía, para conseruación de toda su Monarquía, ser todo su poder en la mar, teniendo en él cincuenta galeones bien pertrechados; y que para hazer más Armada se restringiessen todas las fuerças de la tierra y presidios della, por ser de gran consideración gastarse lo necessario para auer de uenir a faltar lo que es mucho más necessario»Duarte Gomes Solis, Discursos sobre los comercios de las dos Indias, Moses Bensabat Amzalak (ed.), Lisboa, 1943, p. 237.. El general había mutado en almirante. Se entiende que la guerra durase ochenta años y acabase en derrota.

No queda lejos de esta cuestión la insistencia de Alba en restañar cuanto antes las heridas producidas por los roces habidos entre Isabel Tudor y Felipe II. El duque había estado en Inglaterra con su rey cuando éste era consorte de María, la hermana de Isabel. Conocía el percal. Estaba persuadido de que la victoria en Flandes –política y militar– dependía en gran medida de la posición inglesa en el conflicto. Tanto el padre como el abuelo de Isabel habían sido buenos amigos del padre de Felipe y de sus bisabuelos españoles (Isabel y Fernando). Sin embargo la «familia» se había descompuesto un tanto en 1559 cuando el Rey Prudente tomó la decisión de inclinar la balanza del equilibrio europeo hacia el entendimiento con Francia. Suele invocarse en descargo de Felipe II que éste ofreció su mano a Isabel y la reina virgen le propinó un sonoro desplante. Pero no muy distinta fue la impresión que de sus «aliados» españoles se llevaron los ingleses cuando se enteraron del curso por el que dis­cu­rrían las conversaciones entre Francia y España David Loades, Intrigue and Treason. The Tudor Court, 1547-1558, Londres, Longman, 2004, pp. 240-244.. El mismo año (1573) en que Alba escribía a su amo sobre la «guerra sangrienta» lo hacía también al embajador español en Londres con un recado para Lord Burghley:


Yo no faltaré, por mi parte, de hacer todo lo que pudiere para la buena conclusión [de un próximo acuerdo] y ver estos dos Príncipes [Isabel y Felipe] tan amigos y hermanos como lo han sido siempre SS. MM. y sus antecesores, y que él y yo llevaremos la gloria de ser medios para venir al acordioCorrespondencia, III, p. 277..
 

Ese «acordio» se firmó poco después, cancelándose gracias a él el malestar anglohispano que había aparecido ya incluso antes de que la propia revuelta de los Países Bajos lo hubiera atizado. Como en el asunto de la Armada, don Fernando trató de remendar el descosido de una decisión de tal calado como sin duda lo fue la firma por Felipe II de la paz que en 1559 arregló las cosas con Francia, aunque más tarde emponzoñara tanto las de Inglaterra como las de Flandes. Esa paz rompió un equilibrio europeo (España versus Francia) en el que Inglaterra se encontraba a gusto: las más de las veces al lado de la primera, y en ocasiones (pocas, ciertamente) coqueteando con la segunda. El tinglado en cuestión tenía la enorme ventaja de incorporar a Flandes como una pieza más del exquisito encaje. En efecto, Inglaterra era un pequeño país que por entonces sólo podía aspirar a colocarse bajo la sombra de un grande. La idea estaba ahí, el earl de Leicester la nombraba en 1640 como «equiponderance»Jonathan Scott, Algernon Sidney and the English Republic (1623-1677), Cambridge, Cambridge University Press, 2004, p. 75., y a nosotros, desde hace algún tiempo, nos resulta familiar la expresión «equilibrio europeo». Pero en un capítulo explícitamente titulado «El protector de Inglaterra», Maltby muestra el catálogo de torpezas que siguieron a lo que él llama «revolución diplomática», en alusión, paradójicamente, no a la paz de 1559, sino a la propia llegada de Alba a Flandes, aunque lo uno y lo otro no se me antojan ni tan inconexos ni tan huérfanos de mérito para justificar idéntica etiqueta. Bien entendido que las torpezas habrán de colocarse en otro haber que no el de Alba. A la vista de cómo pintaba el panorama, Isabel hubo de ingeniárselas para construir un nuevo equilibrio «reciclando» los materiales que sobrevivieron al terremoto hispanofrancés de 1559. «La única alternativa aceptable [para ella] era una liga protestante en que se unieran Inglaterra, los Estados luteranos y los calvinistas de Francia y Países Bajos» (p. 301). La historia de la Europa por venir en casi otro siglo se ventila en esta frase. En fin, todavía en 1936 Winston S. Churchill se reconocía heredero de aquella policy:
 

Durante cuatrocientos años la política exterior de Inglaterra ha consistido en oponerse al más fuerte, al más agresivo, al más dominante Poder sobre el Continente, y en particular evitar que los Países Bajos cayesen en manos de tal Poder […]. Repárese en que la política de Inglaterra no tiene en cuenta qué nación sea la que busca la dominación de Europa. La cuestión no reside en si es España, la Monarquía Francesa, el Imperio Germánico o el régimen de Hitler. No tiene nada que ver con gobernantes o naciones; se ocupa únicamente de quién es el tirano potencialmente más fuerte o más dominadorThe Second World War, I [The Gathering Storm], Londres, Penguin, 2005, pp. 186-187. A mi hijo Juan debo el conocimiento de estos párrafos. Gracias. La traducción es mía.
 

Alba fue testigo excepcional de lo que se coció entre 1559 y 1582, año de su muerte. Resulta también paradójico que el último servicio que hizo a Felipe II –la empresa de Portugal– sirviera para alentar un expansionismo que alguno tenía incluso por «instrumento y remedio […] para reducir a los Países Bajos a la obediencia», y, por el mismo precio, embridar de paso a Isabel. El rey se tragó la pócima y en 1580 amagó con una primera invasión de Inglaterra, poniendo pie en Smerwick (Irlanda)Geoffrey Parker, La gran estrategia de Feli­pe II, Madrid, Alianza, 1998, p. 282.. Hubo quien se opuso a los reales planes. ¿Adivina el paciente lector quién era él…?

 

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