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¿Recuperar a Schiller?

Schiller o La invención del idealismo alemán

Rüdiger Safranski

Tusquets, Barcelona

Trad. de Raúl Gabás

568 pp.

25 €

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No puede decirse de Rüdiger Safranski que sea un investigador académico, al menos no un universitario, desde luego no un Brotgelehrter –en la lengua de Cervantes: ganapán estudiado–, aunque se gane la vida escribiendo de filosofía y filósofos (también Schiller fue uno de los primeros que vivió de su pluma en Alemania). Como a la mejor filosofía francesa de finales del siglo xx, no ha sido la academia quien le ha dado los entorchados. Al igual que casi todo lo mejor que ha generado la academia alemana de los sesenta, fue discípulo de Adorno –siempre un extraño en ella– y recibió el espaldarazo doctoral con un estudio sobre E. T. A. Hoffmann, que abriría su serie de estu­dios biográficos sobre Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y, ahora, Schiller. Pese a ensayos filosóficos de éxito, como ¿Cuánta verdad necesita el hombre? (Lengua de Trapo) o ¿Cuánta globalización podemos soportar? y El mal, o el drama de la libertad (ambos en Tusquets), son las biografías las que lo han hecho famoso. Safranski es un narrador nato. Y el programa de filosofía que emite con Sloterdijk todos los meses desde Wolfsburg –habrá que decírselo a los obreros de la factoría de Volkswagen en Landaben– es seguramente el más visto en el mundo.

Narrador, pero no cuentista, ni siquiera diletante, Safranski cuida con esmero el detalle y el procedimiento. Su recurso a la correspondencia de y sobre Schiller es constante; su conocimiento de la bibliografía, solvente; los cánones interpretativos sostienen la prueba académica. Y, sin embargo, tengo la impresión de que ninguna biografía anterior le ha costado tanto. Schopenhauer podía ser una figura agradecida para el biógrafo; con Nietzsche hacía tiempo que había que recuperar lo que en Francia ya era bien común, mientras al otro lado del Rin aún pesaban su relativa marginalidad en propia tierra filosófica y el recuerdo de su utilización nazi. En cuanto al difícil ejercicio de respeto y tacto que hizo Safranski con Heidegger, esa sombra potente, ineludible y ominosa sobre nuestra alta cultura, la respuesta del público ha sido tan masiva como, en mi opinión, justa; su cifra de ventas se escribe con seis dígitos.

¿Cuál puede haber sido entonces el problema con Schiller? Seguramente, desde luego, el hecho de tener que saltar la fosa por encima de la centenaria cultura guillermina, es decir: de la larga utilización, estilización, manipulación de, entre otras y sobre todas, la figura de Schiller al servicio de la gran Alemania. La ejemplar identidad ética que él propugnó como característica de su país sin Estado –y léase sobre este trasfondo la reciente defensa por parte de Habermas de la «Constitución» europea–, se convirtió en título de superioridad hegemónica y militarista. Son muchos los alemanes –entre ellos, posiblemente, el mismo Safranski– que han aprendido en la escuela a odiar sus baladas, sus odas, sus dramas y a proyectar sobre él la mentira de su eterno retorno como tapadera y sustitución de la propia realidad. El Ideal schilleriano, mediado estatalmente, sirvió para construir un olimpo cultural en el que difuminar la propia miseria real; y su enfática conciencia kantiana del deber, para formar un pueblo de funcionarios y súbditos libre de reflexión ética ante la encarnación estatal del deber ser.

Ya en vida fue elevado Schiller por el emperador Francisco II a la nobleza del Sacro Imperio Romano-Germánico. El primer centenario de su nacimiento fue celebrado en 1859 con tres días de fiesta, salvas de artillería y repique de campanas, mientras el entonces joven y popular novelista Wilhelm Raabe lo proclamaba nuestro guía y salvador (Führer und Heiland). En las mochilas de los soldados alemanes fue con Nietzsche a la carnicería de los campos franceses, y después de la derrota su retórica sirvió al resurgir bélico de Alemania. El 21 de junio de 1934 las juventudes hitlerianas de toda Alemania desfilaron en Marbach ante el Museo Nacional Schiller, fundado en el primer centenario de su muerte. Schiller fue el autor teatral del nazismo; eso sí, sin el Don Carlos ni, sobre todo, el Guillermo Tell; por entonces se propagó también la leyenda del envenenamiento de Schiller por Goethe, y Hans Fabricius biografió a Schiller como«compañero de armas de Hitler».

Y llegó 1945. ¿Qué iba a pasar tras la «catástrofe», como se la llamó púdicamente en Alemania? Pues que la tradición guillermina siguió, sólo que convenientemente depurada. Había que mantener una línea de continuidad; pero en el sesquicentenario de la muerte de Schiller (1955) Thomas Mann no podía por menos de presentir que la pretendida actualidad suprema de Schiller se había invertido masivamente en (tácita) incredulidad. Fue en la República Democrática Alemana donde se intentó, no sólo con Schiller, pero sobre todo con él, una recuperación ofensiva de la tradición guillermina, para la cual, por otra parte, no faltaban antecedentes en la cultura de clase obrera alemana. Hubo que acallar voces críticas, como la de Lukács en El asalto a la razón, con los elogios comprensivos de Engels; pero al final también la realidad fue más fuerte que el Olimpo reconstruido en la tierra del «socialismo real»; la invocación del Ideal schilleriano sirvió incluso para resquebrajar un construccionismo político cada vez más precario. La veterana germanista de esa otra Alemania, Sigrid Damm –en la otra biografía del centenario 2005 de Schiller–, ha recordado su repetida experiencia de espectadora con Los bandidos, el primer drama de Schiller, el que le acarreó a su autor no sólo una larga lucha con la censura y la sospecha duradera por parte de las autoridades, sino también el éxito clamoroso y polémico. El teatro vibraba –«el aire quemaba», dice Damm– una vez que asistió a su representación en letón en la Riga sometida al poder soviético. O en una representación alemana del Don Carlos,al decirle el marqués de Posa a Felipe II «Concededles libertad de pensamiento» (Geben Sie Gedankenfreiheit), el teatro estalla de repente en aplausos. En cambio, en la representación de Guillermo Tell en un pequeño pueblo del sur de Alemania, el mayor aplauso se lo lleva la entrada del tirano Gessler… a caballo: el aplauso es para el caballo.
 

Nuestro pobre Schiller (Unser armer Schiller), el título de una tercera biografía, del año 2000, pero reimpresa por Rowohlt en 2005, podría ejemplificar dos quiebras recientes con Schiller: la revuelta estudiantil de finales de los sesenta y la reforma de los estudios humanísticos en Alemania. Lo que después queda de Schiller ante la mirada honrada y atenta del biógrafo, Johannes Lehmann, es una figura precisa personal e históricamente, sin ejemplaridades ni veneraciones. Seguramente ha llegado la hora de sacar a Schiller del reino de las sombras y de restablecer con él otro tipo de relación. Ésta ha sido la meritoria y difícil tarea que se ha propuesto Safranski con voluntad más sistemática que ensayista, incluso con un sesgo filosófico, como lo indica el subtítulo: «o la invención del idealismo alemán».

La minúscula de «idealismo» en la traducción española tiene su miga; así escrita, la palabra sólo puede referirse al «ideal» schilleriano ético y estético como norma de vida. Sin embargo «Idealismo alemán» («deutscher Idealismus») debe ser entendido como el nombre propio de una escuela de pensamiento cuyas principales figuras son Kant, Fichte, Schelling y Hegel; debería escribirse, por tanto, con mayúscula. Pero el tema es complicado, porque la elaboración teórica del ideal es obra sobre todo de Kant, Schiller y Hegel. Safranski, sin entrar en mucho detalle filosófico, se ha interesado por la vinculación de Schiller con el tema kantiano del ideal ético como norma de vida y como criterio estético, que valen tanto para impulsar el comportamiento ético y estético como para valorar sus resultados. Y ahí se queda aproximadamente todo, aunque Safranski traiga las citas imprescindibles y habituales. El grandioso final de la Fenomenología del espíritu hegeliana se cierra, sí, con una cita de Schiller: «del cáliz de este reino de espíritus / rebosa para él su infinitud» (aus dem Kelche dieses Geisterreiches / schäumt ihm seine Unendlichkeit); pero Safranski no se hace preguntas sobre por qué la primera forma del Absoluto hegeliano es el arte ni atiende a que Hegel en realidad está polemizando con Schiller cuando, negándole al arte la función política, esencial para Schiller, lo declara cosa del pasado. Y, sin embargo, todavía en sus años de Jena, la pretensión de Hegel seguía siendo la de lograr «la fi­gura más bella para la noble idea de la civilidad»; la larga discusión filosófi­ca con Schiller en la formación filosófica de Hegel, también en la de Schelling, queda totalmente en la sombra. Como queda en anécdotas, ciertamente importantes, la relación de Schiller con Fichte, Schelling, Jacobi, Reinhold o Hölderlin, un poeta cuyos ensayos filosóficos no le merecen atención a Safranski. El mundo de los románticos le es más próximo a Safranski ya desde su tesis sobre E. T. A. Hoffmann, un nombre importante, por cierto, en la historia del término «ideal», aunque Safranski no lo aduzca en este caso.

En resumen, la traducción española no hace tan mal en escribir «idea­lismo» con minúsculas, en contraposición al original alemán. Safranski no se interesa mucho por el Idealismo alemán, lo que además es comprensible, habida cuenta de lo que hace con él la academia alemana, ni tiene por qué significar demérito alguno. Pero le crea una dificultad suplementaria al dar el salto por encima de la era guillermina. De hecho, la primera parte de la biografía es más bien prolija y suple el supuesto desconocimiento de los dramas de Schiller con resúmenes de sus argumentos, que son mucho más breves al llegar a obras teóricas como Gracia y Dignidad, las Cartas sobre la educación estética del hombre o Sobre poesía ingenua y sentimental; en cambio, la fase más densa de la vida de Schiller, la más llena de intercambios intelectuales, se precipita casi en un catálogo de encuentros, dentro de los cuales la amistad con Goethe ocupa un lugar bastante modesto. En todo caso, el libro parece responder a la conciencia de que la operación intelectual y artística de Schiller debe ser abordada desde una gran lejanía, que no parece tanta, para poder recuperar la propia historia. Aquí radica, sin duda, un mérito de la biografía de Safranski.

La edición española, por su parte, se ha hecho también con dignidad y cuidado. El índice de nombres es una ayuda apreciable precisamente para un público amplio, como lo es en este caso el hecho de que las notas, reducidas a la referencia bibliográfica mínima, se encuentren al final del libro sólo como justificación y puerta a ulteriores consultas. Esto último, por otra parte, apenas ocurrirá con el lector español, pues no se ha cuidado en absoluto la referencia a traducciones, que ciertamente sólo habrían arrojado una lista parcial. El veterano traductor filosófico Raúl Gabás ha cuidado de que la traducción sea fluida, elegante y en general correcta. Por mi parte, simplemente desearía que el germanismo fuera más fuerte en España y tuviera más presencia en el campo de la traducción.

¿Era ésta la biografía que había que elegir para el público de habla hispana en el segundo centenario de Schiller? Seguramente sí, y no sólo por la garantía comercial de marca que tienen el nombre del autor y su carisma mediático. Para leerla no hace falta ni tener conocimientos previos de la obra de Schiller ni comprometerse con ella. La modestia del enfoque, con la prudente lejanía frente a la figura biografiada y la difuminación de los contenidos teóricos, la hacen apta como artículo de consumo cultural de alto nivel incluso en Alemania –donde ha sido galardonada con el premio de la feria del libro de Leipzig–, no digamos ya fuera de ella; y pone de relieve algunos rasgos de este consumo.

Se ha hecho costumbre en el último decenio calificar de «posmoderna» a una filosofía caracterizada por su rigor reflexivo, su compromiso político, su actitud iconoclasta, característicamente «modernos»; me refiero a nombres como Foucault, Lyotard, Deleuze, Derrida. Lo que, en cambio, me parece característicamente «posmoderno» es la levedad teórica de una serie de filósofos también competentes y comprometidos, entre los que destacaría a Rorty, Vattimo y Sloterdijk, pero amables y mediáticos, escarmentados de los excesos ideológicos y situados en la escala de colores más cerca del rosa pastel que del rojo granate, educadores de una gentry de consumidores que no se conforman con El Código Da Vinci y la historia de los templarios. No sé qué va a pasar con la filosofía tradicional después de la muerte de Derrida, por ponerle esta marca; pero me parece muy respetable la actividad de esos filósofos que yo llamo posmodernos, y desde luego análoga a la de los «filósofos populares» en los tiempos de Schiller. Precisamente el Idealismo alemán –de Kant a Hegel, incluido Schiller– resulta incomprensible si no es como respuesta al momento en que la Ilustración explotó por sus bordes, en que tuvo que reelaborar sus insuficiencias. La vuelta posmoderna a la Ilustración como cita ha olvidado los motivos de aquella reelaboración, seguramente porque se escandaliza de sus resultados. Esto tiene en Safranski la consecuencia de una cierta congelación de su objeto que permite a la vez un acceso filtrado, en el que cada uno verá lo que hace. Discreción, respeto, curiosidad, enriquecimiento, podrían ser características positivas de este tipo de enfoque. Pero la historia se aplana en una lectura suave a la que acecha su Némesis; la misma que acecha a esa clase media, abierta y llena de buenas intenciones, nicho de bienestar en el mismo mundo terrible que lo hace posible.

Este último libro de Safranski ha sido elogiado como la presentación de un Schiller apóstol de la libertad. Y sí, la libertad de Schiller no es la «libertad-de-comprar-un-ford-fiesta», ni es «las libertades»; es libertad de ser con dignidad, civil y política, es un ideal que debe ser realizado, anterior a todo Estado nacional y, en todo caso, la única base que podría legitimarlo. Sólo que Schiller, como Fichte, como Hegel, dedicó un enorme esfuerzo reflexivo y vital a pensarlo y vivirlo, mientras que la repetición posmoderna del lema de la libertad se caracteriza por su levedad reflexiva. Schiller vivió en la tensión irresuelta entre ideal y realidad; de ahí su grandilocuencia, su necesidad de anticiparse la dignidad que le negaba la experiencia inmediata y que Hegel buscó en la especulación; de ahí también el flanco que ambos ofrecieron a su repetición espuria y aun criminal. Volker Braun, en la concesión del premio Georg Büchner, ha hablado del arte como una acción que argumenta con las terribles contradicciones en la experiencia: la que hacemos y la que, sobre todo, nos negamos a hacer. Su pregunta final es: «¿A qué terminaremos llamando libertad?». Es precisamente la pregunta que entre nosotros suele darse por respondida, queramos o no llamarnos posmodernos. El nombre de Schiller puede servir, una vez más, para taparla, o para ayudar a replantearla. 

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