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Una vida a galope

Natalie Barney. Corazón indómito

SUZANNE RODRÍGUEZ

Circe, Barcelona, 485 págs.

Trad. de Beatriz López-Biusán

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En los borradores del gran libro de la vida de La Amazona no existe ningún personaje llamado Natalie Clifford Barney. Aparece sólo la imagen de una mujer de larga cabellera «como un halo glorioso alrededor de un semblante pálido» que solía «pasar a galope tendido llevando junto a sí a un segundo caballo sujeto a otra rienda […]. De pie, con las riendas en la mano izquierda y el látigo en la derecha, urgiendo a los caballos a aumentar más la velocidad, pasaba volando por las calles de tierra». Acto seguido, lanzaba su grito de guerra y de conquista: «Quiero ser, a la vez, el arco, la flecha y la diana». Durante casi un siglo, un rápido y amargo siglo, no hubo nadie como ella. De haberse escrito la historia de la reina de las amazonas, Pentesilea, habría sido un personaje a la sombra de Natalie Barney, una caricatura de las legendarias guerreras de los tiempos antiguos.

Pero, en su proceso de humanización la Barney inventó el cambio perpetuo de aquel símbolo: un yo interior que no cesa de crecer, arrollar y encantar. La sacerdotisa del amor creó en vida su propia leyenda, sin dar juego a la nostalgia ni a la sensación de pérdida. La novela de la vida de Natalie Clifford Barney es el espejo de su propia naturaleza. Por su carácter sáfico, por su maravilloso sentido del placer y el disfrute, no tuvo a nadie a quien imitar: más bien fue ella la imitada, amada y admirada, tan brillante en el día a día –en sus conquistas, verdaderos capítulos proustianos, la magdalena de toda imaginación lésbica– como auténticamente mediocre en tanto que escritora (aunque en su momento no pasaran inadvertidos sus libros de pensées, donde daba rienda suelta a su filosofía libertaria y feminista en una época de convicciones profundamente conservadoras). Natalie Barney se encontraba tan fascinante –y fascinó a tantos hombres y mujeres– que ninguna de las historias que escribió, aunque sus protagonistas fueran trasuntos fieles de sus amantes, pudo estar a la altura de su creadora.

El libro de Suzanne Rodríguez es tristísimo, doloroso, pero también triunfal, todo un ejemplo de cómo vivir al galope («nos han llamado Amazonas, pero lo cierto es que nuestra aventura es con la vida, no con la muerte»). Está escrito con suficiente eficacia y habilidad de biógrafa –casi demasiado meticulosa– como para que jamás inspiren indiferencia los desamores y muertes ilustres de las personas que pasaron por la vida de la atractiva e inteligente norteamericana. El lector, mientras entra en su universo extático propiciado por un alma profundamente generosa aunque inconstante, reflexiona sobre el papel que el carácter y la contingencia desempeñan en este asunto. ¿Quién era Natalie Clifford Barney? ¿Hay alguien capaz de expresar la extrañeza que produce una originalidad ligada ya para siempre a la memoria cultural de las salonnières?

Si pensamos en los escritores europeos y norteamericanos más notables del siglo XX , es difícil que no se nos escapen los nombres de Pierre Louÿs, Anatole France, Colette, Gertrude Stein, Truman Capote, Ezra Pound, Marguerite Yourcenar, André Gide, Oscar Wilde, Jean Cocteau, T. S. Eliot, Djuna Barnes, Bernard Berenson, Ernest Hemingway, Paul Valéry, Rabindranath Tagore, Ford Madox Ford, Somerset Maugham, William Carlos Williams, Marcel Proust o Rainer Maria Rilke. Casi todos pasaron por la casa de Natalie Barney (18761972) en la rue Jacob, uno de los salones literarios más influyentes del París de entreguerras y el que perpetuó las mayores extravagancias de la cultura estética del siglo XX .

Antes que amazona, Natalie Barney fue una náyade: una rubia de figura esbelta que ya de pequeña se dejó atrapar por los efluvios del Sena y las playas de la residencia familiar en Bar Harbor, en la isla Mount Desert de Maine. Nació el día de Halloween de 1876 en el hogar de un rico matrimonio de Ohio. Su padre, profundamente conservador, y su madre, una mujer bohemia, pintora y dramaturga, le procuraron una vida regalada, el colchón sobre el que edificar una vida llena de dualidades. Suzanne Rodríguez lo argumenta así al inicio de su biografía: «Para empezar a comprender a Natalie Barney primero hay que conocer a su familia, una mezcla que sólo pudo darse en Estados Unidos de puritanos de Salem y judíos agnósticos, aventureros pobres y millonarios precavidos, rudos precursores y holgazanes decadentes. Era una familia en la que los polos se atraían, en la que los miembros se casaban con almas opuestas. No es de extrañar entonces que finalmente surgiera una pareja carismática, una mujer que era fuego a la vez que hielo. La bella sangre de Natalie bullía contra sí misma».

La niña Natalie creció escuchando las fantasiosas historias que le contaba Oscar Wilde, a quien su madre conoció por casualidad en las playas de Long Beach, cerca de la ciudad de Nueva York. En Bélgica, en su primer viaje a Europa acompañada de su madre y su hermana Laura, «se convirtió en feminista». Tenía sólo seis años, y le impactó una terrible visión: una mujer y un perro uncidos a un carro cargado de pesados cubos metálicos de leche del cual tiraban, mientras un hombre se desplazaba con lentitud junto al carro fumando una pipa.

A los quince años ya tocaba a la perfección el violín, hablaba tres idiomas y era una amazona diestra y osada. Conoció a su primer gran amor, Eva Palmer, y también decidió que disfrutaría de la literatura como de su nueva amiga, es decir, al margen de leyes y estándares académicos. Porque para una mujer que basaría su existencia en un epigrama de Montaigne –«Mi arte y profesión es vivir»– cursar estudios superiores era posponer cuatro años ese plan de vida: «Estudiar lo que el mundo quería que estudiara, para después olvidarlo, me parecía menos importante que esa evolución hacia mí misma, bajo la tutela de la vida… ¿Qué hay de bueno en saber lo que saben los demás?». De esta forma, Natalie tuvo durante años profesores particulares versados en los temas que a ella le interesaban: versificación en francés, griego y violín.

Por lo demás, Natalie Barney dedicó el resto de su larga vida a comportarse como un verdadero animal del amor. Le encantaba diseñar el camino hacia la presa y se preparaba concienzudamente para la seducción. Una vez la tenía en su poder, jugaba con ella, le administraba la droga de sus encantos y finalmente la abandonaba. Barney era arrogante y desvergonzada, orgullosa y dominante. Conquistó a una de las más bellas cortesanas de París, Liane de Pougy, y esa relación le inspiró las escandalosas Lettres à une connue. Hizo enloquecer de amor a la lánguida Pauline Mary Tarn, más conocida por el pseudónimo de Renée Vivien, adoró a la pintora Romaine Brooks, posiblemente su último gran amor (como lo fue Natalie para el escritor Rémy de Gourmont, que fue quien le puso el apodo de «L'Amazone»). La duquesa de Clermont-Tonnerre –condesa de Kerguelen en El pozo de la soledad– abandonó a su marido y a sus dos hijitas para vivir una larga aventura de pasión y amistad con Natalie. No faltaron los romances esporádicos con Colette y Djuna Barnes («un diamante en bruto de genio que todo lo hace trizas y que después echa la culpa a las trizas»). Esta última relación permitió a la Barnes familiarizarse con el entorno de Natalie y enterarse de su vida personal. El fruto de ese idilio fue el brillante Ladies Almanack, uno de los más osados escritos producidos por y sobre la sociedad lesbiana que surgió en el París de entreguerras.

La mayor fuerza de la biografía de Suzanne Rodríguez reside en su caracterización. El lector pasará por alto la mayoría de los títulos que la Barney dejó a la literatura para disfrute de los erotómanos. Por sí solo, el personaje de Natalie Barney es el de un ser imposible de adivinar, pero también el de una escritora que en ninguno de los doce libros que publicó en vida supo cómo dotar a sus personajes de algo completamente propio.

Durante los noventa largos años que duró su vida, La Amazona salió todos los días de su vida a cabalgar para apuntar con su arco al cielo, a la posición más elevada de Venus. «Mi vida se acabará –solía decir–, he tenido una vida increíble. Así es la historia».

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Ficha técnica

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