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El compositor irreductible

ERIK SATIE

Mary E. Davis

Turner, Madrid

Trad. de Daniel Sarasola

184 pp. 18 €

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«Desconfiemos del arte:
a menudo sólo es virtuosismo»
ERIK SATIE
 

La historia de la música es una pesada carga. Y, entre los modos de aligerarla, destaca el hábito de conferir a los grandes compositores una significación: Beethoven, o el destino llamando a la puerta; Mozart, o la divina perfección; Mahler, o la neurosis: en fin, para qué seguir. Sin embargo, por más perversa que sea esta manía, se hace difícil asimilar al canon a nuevos compositores si no contamos con su simplificadora metáfora. Erik Satie ha sido, a lo largo del siglo XX, un creador en busca de tal metáfora, y uno de los más irreductibles a esa búsqueda. De hecho, parece que esa polarización, pros o antis, que dominó su trayectoria en vida se prolonga. «Lárgate corriendo al infierno», decía Roland Manuel a propósito de Relâche, no obstante haber sido buen amigo suyo. La misma obra inspiraba a Francis Picabia el grito de «¡Larga vida a Satie!». Los mismos sentimientos parecen seguir vivos. John Cage consideró a Satie una clave de la modernidad y le inspiró una de sus sentencias más célebres: «Un sonido es un sonido y un hombre es un hombre»; sin embargo, Pierre Boulez sigue considerando Socrate o Parade el colmo del aburrimiento y no estaría lejos de firmar la opinión del crítico británico Eric Blom, quien, a la muerte del músico, lo designaba como un «excéntrico ridículo». Podría decirse, de hecho, que una de las victorias póstumas del viejo normando es la de que detractores y admiradores continúen manteniendo una animadversión intacta ochenta años después de su muerte. Y en eso sí que es único. ¿Sería la vitalidad de esa aguda discrepancia la clave de la metáfora que daría a Satie un digno casillero en la historia de la música?

Cualquier esbozo de respuesta pasa por conocer al personaje con detalle. A ello se aplica la biografía de Mary E. Davis. Biografía necesaria, sin duda, ya que la personalidad del músico siempre ha quedado reducida a breves comentarios y a sus jugosos escritos, no pocos de ellos traducidos al español. La vida de Satie (1866-1925) es, desde luego, asombrosa. Fue un conspicuo bohemio de Montmartre y, más tarde, gran figura del París vanguardista. Con una formación musical azarosa, aunque no tan pobre como consideran sus críticos (tras perder a su madre, su abuela se empeñó en que recibiera clases de música, y, más tarde, su madrastra –compositora– lo inscribió en el Conservatorio de París de adolescente), lo que sí es un hecho es que su talante lo hizo refractario a las clases de música. Sin embargo, el compromiso de Satie con la actividad de compositor fue siempre firme, por lo que todo parece indicar que en Satie se produjo un rechazo violento a una estructura del oficio musical; y, por lo que fue su vida artística, ese rechazo lo fue hacia un modelo basado en la instrucción técnica impecable y una aceptación total de las reglas de juego de la tradición musical. En suma, el joven Satie manifestó una adolescente resistencia al entontecimiento casi obligado que comportaba (y no diría yo muy alto que aún no sea así) el aprendizaje profesional de la música. El resto de la vida de Satie fue una respuesta a ese modelo y una afirmación de que la música y el arte desempeñaban un papel esencial en el vertedero de los fetichismos burgueses.

Puede que esa trayectoria se articulara sobre una larga serie de negaciones: rechazo del modelo alemán (típico de los franceses posteriores a la humillación de la guerra francoprusiana); rechazo de los valores burgueses como la sentimentalidad o la trascendencia; rechazo del virtuosismo; rechazo de la división entre gran arte y arte popular, etc. Pero también había afirmaciones: la concisión, la sátira, el ejercicio de la lucidez, la transversalidad entre las artes, y otras que sí podemos juzgar como excéntricas aunque no estemos autorizados a considerarlas como ridículas: el esoterismo finisecular, una religiosidad estetizante y de ritual individual (rosacrucismo, etc.), evocaciones griegas con un arcaísmo de ilustración o un curioso culto a la imagen del artista que parece prefigurar posturas significantes del tipo de Andy Warhol (aunque en pobre, por no decir pobrísimo).

Pero lo más deslumbrante de su vida artística (suponiendo que tuviera otra) fue la abundancia de sus círculos y amistades: Debussy (más de treinta años de amistad de rara intensidad); Ravel, aunque más tarde; Falla; Stravinsky; Ramón Casas; Rusiñol; Utrillo, padre e hijo, así como Suzanne Valadon, amante del primero y madre del segundo y la única amante conocida de Satie; Picasso; Cocteau y el Groupe des Six que se declararon sus pupilos; el entorno de Diaghilev, la Princesa de Polignac; los dadaístas, con Tzara y Picabia a la cabeza, aunque fuera a costa de la enemistad de los surrealistas; René Clair, Marcel Duchamp, Man Ray…; en fin, inútil ponerlos a todos.

En realidad, el papel desempeñado por Satie en varios momentos clave de las vanguardias de París es de tal calibre que sorprende la vacilación que aún sufre su figura en la valoración. Y la clave está en su música, claro. Satie siempre clavó unas punzantes banderillas en la credibilidad del sector musical; su agudeza y lucidez fueron precursoras de una duda radical sobre los valores del arte que ha sobrevolado el siglo XX. Añadamos una posición moral, legitimada por una pobreza casi militante y de la que no hacía gala cuando paseaba por palacios de grandes mecenas parisienses, y tendremos el esquema de una enmienda a la totalidad de la creencia en el arte como podía percibirse en las sociedades europeas burguesas.

Quizá, y después de todo, la metáfora Satie se situaría en el descreimiento ante el fetichismo del arte. Con mimbres similares se valoran como figuras angulares del siglo XX a Marcel Duchamp, a los dadaístas o a John Cage. ¿Por que, entonces, hay un caso Satie todavía candente? Sugiero que la música tiene unos problemas de significación especialmente resbaladizos. Las obras pianísticas de Satie (la mayoría lo eran) eran mordaces, cáusticas e irónicas. Se valían para ello de mezclas de estilos y profusión de incrustaciones de música popular, citas, hieratismo que ridiculizaba los modelos trascendentes de la efusión romántica. En suma, su significado hiriente y, digamos, subversivo precisaba de su contexto para definirse. Hoy día (hace mucho ya) ese contexto ha desaparecido y, por tanto, la significación de la música satieniana ha cambiado. Escuchar hoy una gymnopédie convertida en casi apoteosis de lo romántico o en banda sonora de un anuncio de coche es devastador para la posteridad de su figura (y mucho más lo primero que lo segundo). Ese tipo de fracasos ya se daban en vida del autor, como cuando estrenó su Musique d’ameublement con la pretensión de que el público no reparara en ella y siguiera hablando de sus cosas; pero el público se paró a escuchar con todo detalle y el autor proclamó: «Escucharon. Todo salió mal». En efecto, no sé si todo, pero muchas cosas siguen saliendo mal; como, por ejemplo, que la música para piano del sarcástico de Honfleur se oiga hoy como si fuera toda de su mano (obviando su abultada y explícita carga de citas y referencias a piezas ajenas), e incluso que guste, aunque no a todos. Siempre quedarán algunos músicos forjados a fuego en el virtuosismo que proclamen: «Simple, demasiado simple».

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Ficha técnica

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