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Pasen y lean: el número de los best-sellers

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Según Voltaire, las muchas ediciones de un libro, consecutivas a su aparición, sólo prueban la curiosidad del público, no el mérito de la obra. Según los departamentos de producción de las editoriales, la curiosidad y el interés del público, en estado gaseoso, preceden al propio libro; de forma que, una vez hallada esa obra que acierte con la morfología de un gusto que se intuye, se induce, se crea o se impone, ese libro que se denomina, en nuestra lengua, con el término descriptivo de la industria editorial angloamericana, best-seller, puede el lector tener la convicción de que se halla en ese terreno en que el comportamiento de las editoriales, la crítica y el público se sustraen a las habituales reglas del juego, del juego del comercio intelectual, y aparecen entonces sobre el escenario determinaciones exclusivamente económicas. ¿Qué clase de libro es éste? Por ejemplo, es la novela que ningún escritor desearía ver atribuida a su propio nombre, la novela que se vende mucho durante un breve período de tiempo, la novela que olvida el lector en cuanto cierra la última página, la novela que no deja tras de sí ninguna huella, la novela, en fin, que no recibe ninguna atención crítica que no venga con su zurcido de piedad o sarcasmo.

Acompañan a la novela, en este extraño viaje de especialización económica, algunos otros géneros: el ensayo periodístico, el testimonio documental, la confesión autobiográfica, la biografía; pero hay, por otra parte, géneros incontaminados, géneros que, de forma habitual, parecen arrogantemente ajenos a este fenómeno de las ventas prodigiosas: la poesía o el teatro, por ejemplo. Hablando con rigor, el best-seller narrativo no es, en modo alguno, una novela que se haya vendido mucho, sino una novela que reúne las características anteriormente citadas, vale tanto como decir una novela que se ha escrito siguiendo las pautas de una receta que permite saber de antemano que van a leerla cientos de millares de lectores, lo cual la convierte en un objeto de estudio más adecuado para sociólogos que para críticos o teóricos de la literatura. Puede el lector invertir buena parte de su paciencia en el estudio de la crítica de la narrativa moderna sin hallar en sus páginas ni una sola palabra sobre el fenómeno del best-seller, pero difícil será no tropezarse con él en cualquier estudio sobre las condiciones sociales del consumo de la cultura. Dicho claramente, el best-seller producido por las editoriales recibe todas las condenas del público culto, porque se asocian a él fenómenos de los que ningún lector quiere ser acusado, a saber: falta de criterio, falta de autonomía, indefensión ante la publicidad. El fallo del público culto y de la crítica es inapelable, sólo se condena la novela concebida como best-seller, la novela escrita con recetas que buscan el éxito fácil, la novela tutelada por los departamentos de producción de las editoriales.

El origen del best-seller es, no obstante, noble: a finales del siglo XIX , en 1895, la revista americana Bookman comenzó a publicar unas listas de las obras más vendidas; estas listas se compilaban con los informes que remitían las librerías del país. La perversión se introdujo subrepticiamente cuando lo que era un índice de los gustos y preferencias de los compradores de libros se convirtió en un modo de condicionar esos mismos gustos y preferencias. Desde aquel momento, el público culto miró con desconfianza a quienes dependían de esas listas para sosegar estadísticamente sus inquietudes literarias. La falta de aprecio literario por estas obras las convierte en un fenómeno insignificante en el hábitat de lo estético; y es curioso, paradójico y aun divertido que la poderosa clase media anglosajona, en este casillero, el de sus preferencias literarias, comparta con las minorías étnicas y con cualquier minúscula disidencia social la gloria à rebours de la marginalidad. Obras como En sus pasos ¿qué haría Jesús?, de Charles Sheldon (ocho millones de ejemplares en los Estados Unidos), El manto sagrado: historia de la túnica de Cristo, de Lloyd C. Douglas, El cardenal, de Henry Morton Robinson, es decir, las novelas que en la tradición anglo-americana se asocian al fenómeno del best-seller, curiosamente, dicho sea de paso, novelas de asunto religioso, no aparecen en general en los cursos de historia de la literatura de las universidades estadounidenses; mientras que, por ejemplo, William Wordsworth, una de cuyas publicaciones, Poemas en dos volúmenes, había vendido a lo largo de siete años setecientos setenta ejemplares, del millar que componía la tirada de la primera edición, tiene asegurado un lugar de honor en el retablo mayor de toda clase de cursos y seminarios literarios de las universidades del mundo entero.

Como digo, el fenómeno de los bestsellers es relativamente reciente. Para muchos críticos, la fecha de 1879, fecha en la que se promulga la ley de educación en Inglaterra, señala el momento en el que nace una nueva categoría de lectores de clase media: alfabetizados, pero sin hábitos de lectura; desprovistos de gusto literario, carentes de aspiraciones estéticas refinadas. Para otros autores, el estudioso Raymond Williams entre ellos, los fenómenos asociados a la lectura masiva de ciertos textos pueden retrotraerse al siglo XVIII . En aquella Inglaterra, las cifras más altas de libros vendidos, cifras poco fiables, alcanzaban las decenas de millares, consumidas por un veinte por ciento de lectores sobre una población total de seis millones de habitantes. Thomas Sherlock, obispo de Londres, llegó a vender algo más de cien mil ejemplares de la suculenta Carta del obispo de Londres al clero y al pueblo de Londres con ocasión de los últimos terremotos… En España, de forma incipiente, el mercado también demostró ya entonces que deseaba ponerse a la altura de las circunstancias europeas: la novela del padre Isla, Fray Gerundio, cuya primera parte se publicó en 1758, se agotó prácticamente nada más publicarse. Ha de verse en el mapa intelectual que levantan los repertorios de temas de los best-sellers una reproducción fiel de las inquietudes de las clases sociales a quienes se dirigen. Los asuntos que atraen a los autores y lectores que convergen al filo del milenio ya no son los que atraían y entretenían a los lectores de Blasco Ibáñez, el padre Coloma o Armando Pérez Lugín. Sin duda, como cualquier obra literaria, también los best-sellers caracterizan los gustos de cierta parte de la sociedad, y puede trazarse a través de ellos todo un museo de imágenes idealizadas en las que los lectores, agradecidos, gustan de verse retratados: el oficinista, que apenas se aleja de la ciudad en automóvil algún fin de semana que otro, al chalet de la sierra, disfruta su lectura dominical viéndose embarcado en las aventuras más peregrinas, en barco de vela si es posible; el ama de casa o la trabajadora cuya vida sentimental tiene el relieve de la penillanura vive con intensidad pasiones orientales desbordantes de sadomasoquismo y vehemencia erótica; los y las contribuyentes, no necesariamente izquierdistas, que cada año que pasa ven que su capacidad para rellenar el jeroglífico de Hacienda disminuye, disfrutan con la revelación de la vesania gubernamental que, con las peores intenciones, oculta las visitas de los extraterrestres que tanta poesía interestelar traerían a nuestras vidas.

Aunque a veces se les confunde, deben diferenciarse con todo rigor best-seller y literatura popular. No necesariamente un libro que se ha vendido mucho es un best-seller; no lo es si se entiende por best-seller ese libro en cuya manufactura ha intervenido decisivamente la casa editorial. La desconfianza hacia la literatura popular suele ser de índole moral, no estética, como atestiguaba ya la denuncia del padre Malón de Chaide, «¿qué ha de hacer la doncellita que apenas sabe andar y ya trae una Diana en la faldriquera?», mientras que el best-seller suele ser inocuo desde el punto de vista moral, y rara vez despierta controversias o pasiones de ningún tipo, acaso porque el mensaje político tiene que ser necesariamente neutro si quiere llegar a un público muy amplio; la literatura popular ha gozado siempre de una envidiable buena salud; la crítica, en general, ha sido benévola y complaciente con ella; esta literatura ha sabido sobrevivir en la parodia de Cervantes, renació en la novela sentimental del siglo dieciocho, en el relato gótico; incluso, en tiempos recientes, se sabe que, tras la caída del muro de Berlín, un solo editor de la ya ex Alemania Occidental llegó a vender en un solo día setecientos cincuenta mil ejemplares de novelas sentimentales y románticas a las ex alemanas orientales, que, las pobres, durante tanto tiempo habían carecido de estas delicatessen narrativas. De la literatura popular, en sus muchas reencarnaciones, se han ocupado las oportunas brigadas de especialistas que, acantonadas en los departamentos de las universidades, han descrito e interpretado la significación política, ideológica y estética del género, sea éste representado por la novela pastoril, la sentimental, la novela policiaca o la ficción científica.

Pero, al menos en nuestro país, el producto final, el best-seller confeso, no se localiza con facilidad en su propio hábitat, en el terreno de las transacciones comerciales. Quien desee conocer las cifras de ventas de los novelistas españoles debe saber que ha de enfrentarse con toda una ardua peregrinación por instituciones dependientes de los gremios de libreros o editores, para recibir, al final, en el caso de los interlocutores más piadosos, la desconsoladora respuesta de que esa información no interesa a nadie, y de que, desde luego, quienes más venden no son precisamente quienes figuran como más favorecidos en los medios de comunicación. Además de no poder conocer los números de forma precisa, tampoco es fácil señalar fronteras, hay zonas de indefinición, casos en los que la legislación es confusa; la jurisprudencia, titubeante: el narrador que se aviene a escribir novelas de tramas sencillas y recursos fáciles pero atractivos, la novela que de repente se ve favorecida por el éxito inesperado, estos casos tocan la frontera del fenómeno, pero, hablando con rigor, no pueden clasificarse como bestsellers, definidos como productos comerciales con características propias, como productos destinados a propiciar de forma deliberada ventas muy altas en el más breve plazo de tiempo. O tal vez sean best-sellers, pero lo serán sin la carga de perversión que se atribuye al producto manufacturado por la editorial con fines exclusivamente económicos.

En estas zonas de incertidumbre, hay novelas cuyas cifras de ventas son muy altas, pero no son necesariamente bestsellers; por otra parte, hay best-sellers que han sabido granjearse el respeto de la crítica y de los lectores, y que terminan por naturalizarse en alguna comarca más o menos próspera del canon. La precaria definición de los géneros, su permeabilidad hacen que sea difícil decidir si una novela que ha vendido muchos ejemplares es un best-seller o es, sencillamente, una novela que ha alcanzado un éxito inesperado. De hecho, si alguno de los indicios de que una novela sea un best-seller es precisamente lo efímero de su éxito y el olvido con que se le condena a los pocos meses de su publicación, entonces hay que reconocer que ha habido obras literarias de mucho mérito que, aun sin buscarlo, han sido víctimas de unos hábitos de consumo que favorecen compras masivas de algunas novelas. A un lado o a otro de esta evanescente línea divisoria, el crítico y el lector pueden equivocarse con gustosa complacencia. Las esperanzas del best-seller arraigan en el suelo fértil del engaño de unas sociedades que idealizan el mundo de la cultura incluso en sus formas más degradadas. Pero ni siquiera estas formas degradadas de la cultura dejan de ser cultura, y aun cultura interesante, en ocasiones, a pesar del clandestino proceso de manipulación editorial. No conviene engañarse, una de las diferencias, no poco importante, que establece quien no consume best-sellers, frente a quien sólo consume best-sellers, es la misma diferencia, tomando el fenómeno en su dimensión genérica, que puede establecerse entre quienes adquieren ropa sólo de marca y la de quienes se contentan con la ropa anónima que aparece sobre el mostrador del comercio; es una diferencia cuya última justificación, en no pocos casos, se asocia a la clase social de procedencia. Voltaire podría acaso sostener hoy que las muchas ediciones de un libro, de reciente aparición, no prueban ni la curiosidad del público ni el mérito de la obra. Las muchas ediciones de un libro tal vez prueben hoy en muchas ocasiones que la editorial que lo patrocina posee un equipo de inteligentes expertos en publicidad, que la casa editorial ha invertido esfuerzo y tiempo considerables en analizar los deseos y fantasías colectivas más arraigados entre los candidatos a convertirse en lectores de la obra, etc. El lector de best-sellers precede, con curiosidad incluida, al nacimiento de la obra.

Las condiciones del mercado, con editoriales que apremian, tientan y requieren a toda clase de personas que tengan alguna relación con los medios de comunicación de masas –no se salvan ni las presentadoras de apacibles programas televisivos de ecos de sociedad–, hacen que pueda llegarse a situaciones en que el producto manufacturado sea lo de menos, pues, en los casos en que sí ha escrito el libro quien lo firma, es éste un incómodo visitante en un medio cuyas referencias sólo lo contemplan como prolongación inmanente de la personalidad creadora; y cuando no lo ha escrito quien lo firma, lo importante, no hay duda, es ese curioso homenaje indirecto al devaluado concepto de autoría que entre el barullo del escándalo suele pasar inadvertido.

El mérito de la obra, por su parte, puede, incluso, adquirirse en alguna licitación. Recientemente, en las subastas electrónicas de libros de Amazon.com, un ingenioso aventurero del espíritu ofrecía no un producto acabado, sino su posibilidad futura: había enviado como lote para la subasta el compromiso de escribir a nombre del licitador una novela, un best-seller, a razón de ciento veinticinco dólares por página; se trataba de redactar unas trescientas páginas, es decir, casi cuarenta mil dólares. El compromiso incluía la cesión futura, a beneficio del verdadero escritor, del veinticinco por ciento de los derechos de autor, una vez que los ingresos superasen la cifra que el comprador hubiera pagado por la novela. ¿Qué razones pueden aducirse para querer firmar la novela que uno no ha escrito? El feliz empresario del espíritu sugería que el cliente potencial tenía de todo y de todo estaba aburrido, o bien le faltaba tiempo o energía, o lo atormentaba el apetito de la fama, o, en fin, un centenar de razones de otra índole. ¿Qué razones pueden aducirse para ofrecer semejante objeto de subasta? El aventurero aseguraba que se trataba de razones personales sin ningún interés para el posible cliente. La modalidad cibernética del cyranismo, sin duda, estimula la imaginación: siempre podrá pensarse que casos como éste quizá encubran un estudio de algún departamento universitario; aunque la cifra solicitada, algo más de siete millones de pesetas, hace pensar que la oferta se hacía con toda seriedad. La subasta quedó desierta.

Por los dos extremos, por el del escritor y por el del receptor, por el público, parece que el horizonte de expectativas que vigila un escenario como éste revela un estado de cosas en el que incluso los derivados marginales del mundo de la cultura se bañan en una luz refleja que algo dice sobre los planetas y estrellas con luz propia del sistema.

¿Qué es lo que se subasta?, ¿se trata de una novela concreta o de una disponibilidad? En el primer caso, a su manera, se entiende la razón de la subasta: la novela es un objeto único, casi físico, casi con su propia aura. En el segundo caso no se entiende tan bien, el dueño del lote lo que ofrece es su oficio, pero quien remate la subasta a su favor no tiene ninguna garantía de que el autor se considere justamente pagado, y nunca sabrá si en realidad no se le entrega finalmente un lote depreciado.

Esta original solución de los problemas de autoría y público deja tras de sí una sola perplejidad: la de saber qué ocurriría en una subasta que prometiera, a quien se le adjudicara el lote, la publicación de una novela minoritaria que acarreara a su autor putativo el reconocimiento de dos docenas de iniciados, una vida de mísera pero alegre bohemia, y la elevación al panteón del más ortodoxo canon literario cincuenta años después del fallecimiento del falso escritor. ¿Quedaría desierta?

Acaso las novelas interactivas que empiezan a aparecer en Internet, o el éxito o el fracaso del primer best-seller escrito para la red y comercializado a través de ella, el de Stephen King, informen a los futuros lectores, editores y críticos de si la literatura, modalidad narración, ha relegado al estadio del conocimiento histórico modos de producción y de relación que han gozado de una gloriosa veteranía de trescientos años. Quizá pensaba Walter Benjamin en el best-seller, cuando decía lo de que «la diferencia entre autor y público está, por tanto, a punto de perder su carácter sistemático», quizá no, pero, en todo caso, la exigente y canonizada obra literaria, la que primero necesita crear a su propio público, la obra refractaria al lector adocenado, en verdad, comienza a padecer una situación de desventaja objetiva si se compara con la metamórfica capacidad de adaptación de las obras concebidas para grandes masas de lectores.

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